‘Eric’: La paternidad monstruosa de Benedict Cumberbatch
La creadora de ‘The Split’ construye en Netflix un doloroso y peculiarísimo drama a partir de la desaparición del hijo de un matrimonio bohemio en ruinas en la Nueva York de los ochenta, pero que se pierde a sí mismo en un exceso incomprensible de forzadas capas narrativas
El secuestro de un niño en una gran ciudad, un día cualquiera, camino del colegio, estuvo en auge en la ficción audiovisual de la década de los noventa, probablemente por el éxito de la adaptación de No sin mi hija, el best seller de Betty Mahmoody y William Hoffer en el que la propia autora contaba su experiencia tratando de regresar a Estados Unidos con su hija desde Teherán, donde la familia del padre pretendía retenerla. Puede que dicho auge se extinguiera tras el estreno en 1996 de Rescate, la película de Mel Gibson en la que un niño era secuestrado por alguien que pedía una importante suma de dinero a la familia si quería volver a ver al chaval sano y salvo. Desde entonces, puede decirse que el arquetipo se había mantenido acumulando polvo en la trastienda del imaginario colectivo hasta que Abi Morgan, la creadora de The Split —la serie sobre una disfuncional familia de abogadas de divorcios, que emite Filmin—, lo ha resucitado dolorosa y peculiarmente en la miniserie, o el drama con matrimonio bohemio en ruinas, Eric, de Netflix.
La principal baza de Eric, cuyo primer episodio es probablemente uno de los mejores de los que se han estrenado y se estrenarán este año —y quizá por eso es tan difícil sostenerlo, es casi una obra de orfebrería—, es su elenco. El matrimonio protagonista, interpretado por Benedict Cumberbatch y Gaby Hoffmann, un sueño de los enfant terrible indie, funciona como una bomba de relojería. Uno y otro son actores de culto, auténticas leyendas de la historia pop del mundo: Hoffmann no solo vivió sus primeros 11 años en el Hotel Chelsea, sino que fue musa de Warhol desde su nacimiento. Sus personajes, Vincent —el tipo que inventó un show similar al de los Muppets de éxito aún en antena— y Cassandra —la consumida artista que está empezando a alejarse del mundo— discuten amargamente cada noche porque han dejado de soportarse. Vincent bebe más de la cuenta, y está siempre enfadado. Por eso hay algo de él en el monstruo que ha creado el pequeño Edgar (Ivan Morris Howe).
Siguiendo los pasos de su padre, esa suerte de Jim Henson atormentado —Cumberbatch no es el Jim Carrey de la serie Kidding, más bien su versión peligrosa, o poco empática, o tristemente hundida—, Edgar ha estado trabajando en un títere, un muñeco, un muppet, al que ha llamado Eric. Es un monstruo enorme, de colores, peludísimo. Tan centrado en sí mismo como está, Vincent, el padre, ni siquiera le presta atención a cómo su hijo está transformando en arte toda esa rabia e impotencia por no poder cambiar lo que ocurre entre sus padres. Cuando un día, camino del colegio, a solo a dos manzanas pero al que nunca iba solo, Edgar desaparece, Vincent se obsesiona creyendo que regresará cuando el muppet del niño forme parte de Good Day Sunshine, programa que creó y en el que cada vez le ven con peores ojos. Su obsesión se vuelve, de alguna forma, real.
He aquí uno de los riesgos que asume Abi Morgan en el dibujo de la historia: la inclusión del monstruo como algo con lo que cargar, como esa parte de ti mismo que no querías ver y que, de repente, es lo único que puedes ver. Cuando eso ocurre, el desvío es interesante, porque el secuestro del chico es el detonante, pero no es lo único que pasa. De hecho, todo en Eric sucede a la vez, y, en ocasiones, lo hace para bien. Como cuando expone claramente y sin matices de qué forma la policía —estamos en los ochenta, la ciudad es Nueva York— no trata igual a los chicos blancos desaparecidos que a los negros. Se diría que es la primera vez que una serie estadounidense admite algo así. Y no solo lo admite, sino que insiste en ello, y lo convierte en una especie de telón de fondo, como lo es la falta de empatía de hasta el último ser humano que aparece, y que ni por un momento está pensando en el horror que atraviesa la familia, tan centrado como está en juzgarles.
Pero el exceso de capas añadidas a la historia la lastra irremediablemente. Porque la historia hubiera funcionado sola. Es decir, le bastaba el matrimonio en caída libre, el alcoholismo de uno de ellos, el artista frustrado ante una infelicidad inexplicable, y la desaparición de lo único que aún brillaba en ese mundo en extinción, Edgar, para que la cosa funcionase como lo hace en ese incontestable primer episodio. Allí, lo que parece un Kramer contra Kramer revisitado, vira, en un momento, a lo fantástico, delirante, justificado, y con peso simbólico. Edgar aún admira sobremanera a su padre y se siente comprendido únicamente por su madre. Cada discusión es un golpe que solo aviva su imaginación, su necesidad de huir hacia el único lugar en el que todo estará siempre bien: aquello que sea capaz de crear. Su desaparición podría haberse convertido en el motor de una búsqueda de sentido en medio del sinsentido, y la cosa hubiese funcionado.
Pero lo que empieza siendo casi una cinta de Noah Baumbach —la propia Morgan, como Baumbach, vivió de niña un divorcio tan traumático que no deja de aparecer, una y otra vez, como una herida abierta, en todo lo que crea— con el volumen de un thriller intimista aumentado, se vuelve un rompecabezas mayestático en el que todo debe encajar en algún tipo de casilla que aparentemente nada tiene que ver con la historia, pero que se esfuerza en que así sea: el portero con oscuro pasado; el alcalde y su socio, el magnate de los desperdicios de la ciudad; el dueño del club nocturno en el que el policía que investiga el caso tiene una deuda pendiente; su pareja, que está muriéndose de sida; el padre rico y despiadado de Vincent; los vagabundos que malviven en los túneles; el estudiante que es más que un amigo de Cassandra, la madre... La factura es, sin embargo, tan impecable que, aunque el ejercicio resulte espeso y retorcido, se disfruta.
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