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Tribuna
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‘Lo que hacemos en las sombras’: los vampiros que compartían alquiler

Llega la última temporada de la serie de comedia que parodia a los chupasangres y que demuestra que, mientras estos aparezcan en la ficción, alguien estará dispuesto a burlarse de ellos

Kayvan Novak, en una imagen de la serie 'Lo que hacemos en las sombras'.
Kayvan Novak, en una imagen de la serie 'Lo que hacemos en las sombras'.

Si hoy en día un vampiro tuviera que buscar piso en una gran ciudad, se vería como Nosferatu en Bremen en la película de Murnau, paseando con su ataúd debajo del brazo, en una escena cómica de una película que no tenía nada de divertido. Como tampoco tiene ninguna gracia que cada día sea más difícil encontrar vivienda, no ya en propiedad, sino para alquilarla, llevando cada vez a más gente adulta a ocupar una habitación en un piso compartido. Si un grupo de vampiros quisiera mudarse a Nueva York, es muy probable que terminaran en Staten Island, siendo el distrito residencial más despoblado de la zona, y donde los precios del alquiler no alcanzan las cifras de Manhattan. Cohabitar con seres de la misma naturaleza permite ser uno mismo en casa, enfrentar las dificultades en común, y traer comida humana sin tener que dar explicaciones. Pero también surgen los roces, desavenencias y enredos. Este fue el punto de partida de Lo que hacemos en las sombras, la serie de comedia producida por FX, cuya primera temporada fue estrenada en 2019, y está a punto de morir este año con la emisión de su última temporada (en España, en Max).

La idea de mostrar la vida en común de un grupo de no-muertos, grabados por un equipo de humanos a modo de documental, fue desarrollada por Taika Waititi y Jemaine Clement en la película homónima de 2014 producida y ambientada en Nueva Zelanda. El concepto daba para más, y con algunas adiciones y modificaciones, sus creadores trasladaron la serie a Estados Unidos. Allí ha crecido, repasando los lugares comunes del vampirismo y de la convivencia a partes iguales, hasta convertirse en un delirante ejercicio de revisión del género por capítulos a lo largo de seis temporadas.

Observar las relaciones de personas adultas dispares bajo un mismo techo, detrás de unos fogones o en una playa del Caribe, es una de las fórmulas repetidas en la televisión de los últimos tiempos, pero si a esto añadimos que los individuos son vampiros, ¿qué puede salir mal? Los monstruos cuentan su vida, y así escuchamos frente a las cámaras sus testimonios, como si de Entrevista con el vampiro (1994) se tratara: las justificaciones de Nandor el Implacable, un guerrero centenario; de Laszlo Cravensworth, gentleman seductor y eterno depravado, además de pornógrafo erudito; junto a su esposa Nadja de Atipaxos, vampira fatale aficionada al canto. Junto a ellos vive Colin Robinson, un vampiro energético, tan anodino como peligroso, capaz de absorber la fuerza de cualquiera a través de su extenuante conversación como burócrata, profesor enrollado, troll de internet o adolescente enfadado (dicen que esta temporada conducirá un Uber también).

Unidos por esa condición vampírica, y procedentes respectivamente de Persia, Inglaterra, Grecia, y probablemente de Wisconsin, la serie ha documentado los últimos años de una convivencia de siglos. Que se coman a tu mascota es lo mínimo que puede pasar cuando anochece en Nueva York. Todo ha fluido en su rutina diaria, y en la ficción, gracias a la asistencia del memorable Guillermo de la Cruz, el sirviente humano, su “familiar”, que quiere ser vampiro a pesar de ser un descendiente mexicano de Van Helsing. Guillermo, que vive en un cubículo, trata de mantener la casa limpia, y hace de anfitrión al equipo de grabación del documental, mientras espera la transformación y sale del armario. El equipo, al que no vemos, recoge los testimonios, sigue a los vampiros en sus encuentros, desencuentros y salidas, mostrando más de lo que a sus protagonistas les gustaría y a veces perdiendo la vida en el proceso.

Natasia Demetriou, Matt Berry y Kayvan Novak, protagonistas de 'Lo que hacemos en las sombras'.
Natasia Demetriou, Matt Berry y Kayvan Novak, protagonistas de 'Lo que hacemos en las sombras'.

Inmortales e inmigrantes, desde la otredad del vampiro, la serie hace hincapié en la cultura popular norteamericana, la televisiva y cinematográfica en particular, subrayando desde el absurdo, lo absurdo de la misma. Los cameos y referencias son frecuentes. Los cuatro de Staten Island, más Guillermo, interactúan con todo tipo de seres y actores, más o menos conocidos del audiovisual y a veces relacionados con el género vampírico, que participan indistintamente como personajes o haciendo de sí mismos en la acción.

Con la excusa del documental, la serie rompe en cada escena la cuarta pared, y junto a esta los límites de lo políticamente correcto, interpelando constantemente a los espectadores desde una casa que crece y cambia con la serie. Siempre viva y mutante, llena de cadáveres y reliquias, es otro protagonista más. Al ritmo que destrozan los estereotipos y los muros de la casa, parecería imposible que la serie se extendiera más, sin embargo, cada temporada ha mejorado la anterior. No sabemos cómo acabará la sexta, pero han prometido superar las anteriores y ya no tienen nada que perder.

Lo que hacemos en las sombras es la prueba de que mientras los humanos caminen por la tierra, habrá un chupasangre dispuesto a alimentarse, reflejando en sus prácticas la esencia exagerada de los humanos. Pero también, que mientras estos aparezcan en la ficción, alguien estará dispuesto a burlarse de ellos, y con ellos, especialmente desde que decidieran abrirse al mundo y contar su versión de los hechos. Cada sucesiva oleada de vampiros ha tenido su parodia. Abbott y Costello se enfrentaron a la tropa de monstruos de Universal, iniciada por el Drácula de Lugosi en los años treinta, y Polanski lo hizo con la saga de la productora Hammer en El baile de los vampiros (1967). En la década de los setenta las producciones vampíricas crecieron exponencialmente, culminando con la adaptación romántica de Drácula (1979) encarnado por Frank Langella, pero ese mismo año, el Conde, desahuciado de su castillo por el Gobierno rumano, viajó a Nueva York en Amor al primer mordisco (1979). En los noventa, Mel Brooks probó suerte con Leslie Nielsen en Drácula, un muerto muy contento y feliz (1995). Y, por otro lado, no podemos dejar de mencionar los vampiros patrios: Un vampiro para dos (1965) de Pedro Lazaga, el Aquí huele a muerto… (1990) de Martes y Trece, o el inolvidable Chiquito en Brácula: Condemor II (1997). Lo que hacemos en las sombras ha actualizado esa parodia, y se ha vengado con rabia de todos los vampiros de la historia, incorporando aquellos más recientes que en las últimas décadas han invadido las pantallas.

Pero si su parodia fuera solo sobre la ficción no habría alcanzado ni de lejos lo que ha conseguido la serie: que veamos el mundo desde la óptica de los vampiros y el vampirismo en todas partes, aunque sea entre risas. Decía Mark Fisher que “la descripción más gótica del capitalismo es también la más certera”, pero que, si el capital es “un gigantesco vampiro”, tampoco debíamos olvidar que la carne fresca de la que se alimenta es la nuestra “y los zombis que genera somos nosotros mismos”.

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