Una maestría que es poesía
Tremendos poetas terminan siendo los maestros que caminan hacia lo imposible: conocer algo que nunca termina de ser y provocar la conmoción de otro que lo mira con admiración y desprecio
Ser maestra o maestro es dedicarse a la tarea de la conquista; es la celebración del deseo por encima de la domesticación. El ejercicio de enseñar, decía Estanislao Zuleta, el gran maestro y filósofo, es “incitar a amar lo que uno desea, todo lo demás son catálogos, enseñanzas huecas…”. Cuando en ese sencillo acto de encuentro entre un maestro y un aprendiz se logra la conquista de un corazón y de una voluntad que se movilizan hacia la pregunta y el cuestionamiento, hacia el deleite del saber que se hace disfrute, del verdadero interés que se hace ritmo y rigor, podríamos decir que se tuvo éxito porque se despertó el deseo de aprender.
Probablemente, en la lectura de ese primer párrafo, aparecen inquietudes y algo de incomodidad porque palabras como “disfrute”, “deleite”, “deseo”, “ocio” o “conquista” no suelen ser las que acompañan las reflexiones sobre la educación. Venimos de un largo tiempo en el que se le ha querido entregar a la enseñanza el peso del control y la norma; casi como contraposición al goce y al placer. Es como si a los maestros y maestras se les pidiera ser, sobre todo, imperturbables, fríos e inalcanzables.
Ahora que celebramos la tarea del profesor ―al menos en algunos países de América―, qué tal si nos preguntamos por el significado de la maestría, de ese ejercicio vocacional que es ser profesor o profesora. Reflexionemos sobre esos seres sensibles que han elegido un oficio algo ingenuo y muy emotivo, ese de ser artesanos de vidas; y meditemos con ellos sobre cómo lograr ese bello y necesario equilibrio entre la pasión y la disciplina ¿Cómo hacer de la educación una función para pensar y sentir?
Empezaría por convocar esa conexión entre mente y corazón, que insistentemente queremos llevar a las antípodas. Detrás de una maestra y un maestro debe existir una perfecta combinación entre razón y emoción. Por una parte los ha atrapado una pregunta, el deseo de saber más de algo, un goce intelectual que los hace perseguir sus cuestionamientos, una fe intensa en la razón y, a la vez, los quema un fuego interior que les reclama conquistar a más personas ―a muchos― para que se deleiten con sus propias preguntas, los confronten con sus visiones y los superen en su maestría. Tremendos poetas terminan siendo los maestros y las maestras que caminan hacia lo imposible: conocer algo que nunca termina de ser y, al mismo tiempo, provocar la conmoción de otro que lo mira, a la vez, con admiración y desprecio.
Y a esos poetas de la razón, artesanos de la vida, creadores de pasión, cuya función fundamental está en inspirar, en el sentido más amplio de la palabra, como el aire que llega a los pulmones y da vida; a ellos, una ovación de pie, por ser el espíritu de una sociedad que confía en la educación como motor de pensamiento y creación de posibilidades.
Quienes conocemos al menos a uno de esos seres que parece salido de una historia fantástica, sabemos que caminan como flotando, algo inconscientes de lo que producen a su alrededor o como grandes incomprendidos, como diría Fernando González para hablar del maestro Manjarrés. En todos los casos sabemos que van caminando con aire de enamorados. Enamorados del saber.
Para ejercer la verdadera maestría de conjugar la curiosidad de un aprendiz eterno con la disciplina estoica de un científico se requiere de una mirada poética de la vida, olvidarse del método para convocar la inspiración, desistir del dato y del afán de transferir conocimiento para dejar que el vacío llegue, porque aprender, la mayoría de las veces, implica deshacernos de las creencias, estar dispuestos a romper lo conocido. Porque educar es actuar desde la filosofía, es acudir a las preguntas, al ejercicio de construcción de conocimiento, al pensamiento. Solo la maestra y el maestro que nos seduce para pensar, criticar, preguntar y dudar, nos provoca y reta, desata la pasión, que a la mirada del escéptico es la única que produce verdadera disciplina. La pasión por algo nos ordena hacia ese “algo”, con sensibilidad y emoción, nos hace intentarlo muchas veces tras fallar, nos hace encontrarle sentido al mundo que nos rodea.
Todos somos un poco aprendices, atentos a que alguien nos despierte y movilice, nos rete a controvertirlo, a superarlo y, a la vez, deseosos de encender la llama de otro con quien construir en comunidad. Vivir es un poco ser maestro o maestra y, al mismo tiempo, aprendiz. Es un ejercicio de pensamiento colectivo que despierta ciudadanía. Precisamente, el único camino por el que la educación crea democracia, es a través del poder poético de una maestría que se preocupe por el sentido de las cosas, de su reflexión profunda por lo humano, que incentive la crítica y la búsqueda; y que no tema a la fuerza de las ideas, así como a la sensibilidad de las emociones. Una maestría que cree el deseo, la disciplina y la voluntad de saber, como dice, de nuevo, Zuleta: “Que la educación llegue a ser atractiva, hermosa, deseada, esa debe ser nuestra búsqueda”. La búsqueda de los maestros y maestras.
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