Historia de una exclusiva: así EL PAÍS reveló los documentos de “secreto papal” del Opus Dei
Por los papeles se supo que el grupo tenía 72.370 miembros de 87 nacionalidades y que la institución trabajaba en 497 universidades, poseía 52 emisoras de radio y televisión, 12 productoras de cine, 694 publicaciones y 38 agencias informativas
Fue el 10 de noviembre de 1979, tres años después de su aparición, cuando EL PAÍS publicó su primera exclusiva mundial: los documentos de “secreto papal” de la institución del Opus Dei, considerada hasta entonces un enigma del que poco o nada se sabía. El escrito ocupaba varias páginas y estaba destinado a dar a conocer al entonces papa polaco, Juan Pablo II, toda la actividad que la institución de Escrivá de Balaguer ejercía en el mundo y que era totalmente desconocida para el público.
Se pudo así saber, entre muchas otras cosas, que integraban ya entonces al grupo 72.370 miembros de 87 nacionalidades. Trabajaban en 497 universidades, poseían 52 emisoras de radio y televisión, 12 productoras de cine, 694 publicaciones y 38 agencias informativas. Le contaban también al Papa que ellos conseguían introducirse en los países dominados entonces por el comunismo y conseguían distribuir ejemplares de la Biblia en sus universidades.
Lo que pretendían, y era el sueño del fundador del Opus, era poder convertir su asociación en lo que se llama una “prelatura nullius”. Se trataba que, a diferencia de las demás instituciones religiosas, el Opus pudiera nombrar sus propios obispos y sus propias diócesis, lo que equivalía a una independencia nunca vista antes en la Iglesia.
En aquella época yo era corresponsal de este diario en Italia y en el Vaticano. Todos los corresponsales trabajábamos juntos en una sala llamada Stampa Estera. El colega que trabajaba a mi lado era Joaquín Navarro-Valls, entonces corresponsal del diario Abc y jefe de prensa del Opus Dei, institución a la que pertenecía. Una mañana corrió la voz de que existían unos documentos de secreto papal en los que el Opus Dei contaba al Papa todo lo que la opinión pública ignoraba de la institución. Navarro Valls lo desmintió categóricamente.
EL PAÍS publicó sin embargo una nota mía dando la noticia de la posible existencia de dicho documento secreto dirigido al Papa. La información fue desmentida por el episcopado español y el entonces director de este periódico, Juan Luis Cebrián, me llamó medio irritado: “¿Y ahora qué hacemos, Juan?”. Le respondí tranquilo: “Si te parece podemos publicar los documentos originales”. A Cebrián se le escapó una palabrota y me dijo: “¿Es que tienes los documentos?”.
Con el olfato periodístico que siempre caracterizó a Juan Luis, me preguntó en qué lengua estaban dichos documentos secretos. Le dije que en italiano, con las frases más comprometidas en latín. “Entonces no perdamos tiempo. Voy a organizar en la sección de Sociedad un equipo para ir traduciendo lo que nos vayas mandando”.
El periódico publicó integralmente los documentos que el Opus había entregado al Papa mientras seguía la polémica en la prensa sobre si dichos documentos existían en realidad. El diario Le Monde publicó una página recogiendo la información de EL PAÍS y era justamente uno de los periódicos que cada mañana leía el papa polaco Wojtyla. Así se enteró que la noticia había saltado a la opinión pública.
Desde entonces empezó el acoso para saber cómo este diario había conseguido aquellos documentos en los que aparecía destacado el aviso de “secreto papal”. Y como casi todo en la vida, había sido más sencillo de lo que podía imaginarse. Hubo quién nos acusó de haber “comprado” aquellos documentos a algún obispo de la Curia Romana. Todo fue, sin embargo más fácil.
El entonces responsable de información vaticana del diario romano La Repubblica era un exfranciscano amigo mío con el que había hecho muchos viajes alrededor del mundo con los papas. En medio a la polémica sobre los documentos me llamó y me dijo: “Juan, tengo una copia de los documentos originales entregados al Papa. Mi director, Eugenio Scalfari, no se atreve a publicarlos por miedo a enemistarse con el Vaticano. Si quieres y crees que EL PAÍS los publicaría, puedo dártelos”. Lo que nunca supe es cómo mi colega y amigo obtuvo aquellos documentos secretos.
Mantuve varios años aquellas cuartillas y aún deben estar en alguna de las carpetas con recuerdos de mi larga vida de periodista. Me acuerdo aún de que lo de “secreto papal” estaba escrito en rojo. Y el hecho de aquellos documentos en los que el Opus confesaba todos sus secretos justamente al Pontífice tenía un propósito muy concreto que conocí gracias a un sacerdote polaco, una especie de secretario personal del entonces cardenal de Cracovia.
Me contó durante una comida en un restaurante romano que el Opus Dei había apostado por el entonces arzobispo Carol Wojtyla, que fue el más joven de los miembros del Concilio Vaticano II con poco más de 40 años. Fue el Opus quien durante años le permitió al futuro Papa viajes en medio mundo organizándole conferencias. Y sobre todo se sirvió de los sínodos de obispos celebrados en Roma para dar relieve al entonces joven arzobispo. Como la mayoría de las intervenciones de los obispos asistentes a los sínodos eran en latín, que pocos entendían, el Opus traducía a varios idiomas las intervenciones de Wojtyla. Más aún, le organizaba cada vez en su sede de Roma una conferencia a la que invitaba a todos los asistentes a los sínodos.
Poco a poco, el entonces arzobispo polaco por el que había apostado el Opus se convirtió en un amigo de la entonces polémica nueva institución religiosa española, ligada fuertemente con el franquismo. Fue durante aquel pontificado, en tiempos del escándalo económico de la Banca Vaticana que acabó involucrada con los poderes de la mafia siciliana y de la masonería italiana y condenada a una multa de millones de dólares, cuando al parecer el Opus les resolvió el problema. Desde entonces el papa Wojtyla quedó deudor y agradecido a la nueva institución. En el escándalo de la Banca Vaticana acabaron comprometidos 20 bancos italianos. La institución fue acusada de fraude, de lavado de dinero, de extorsión, peculado y abuso de poder.
El entonces presidente de la Banca Vaticana involucrada en aquel fraude, el arzobispo norteamericano monseñor Marcinkus, fue condenado por la justicia italiana, imposibilitado de salir del Vaticano para no ser detenido. Al final el Papa le pidió que volviera a Estados Unidos.
La Banca del Vaticano era una entidad alimentada con donaciones de los diversos episcopados e instituciones religiosas del mundo y acabó convertida por Marcinkus en un banco normal con participaciones en paraísos fiscales. Un botón de muestra lo tuvimos durante un viaje internacional del Papa. Casi a medianoche, anunciaron que el avión iba a hacer una parada de media hora, pero que los periodistas no podíamos salir del avión. Por la ventanilla, bajo las luces artificiales del aeropuerto pudimos ver al Pontífice, acompañado por monseñor Marcinskus, fotografiarse con un pequeño grupos de personas, todos varones. Supimos más tarde que era un grupo de banqueros de un paraíso fiscal en el que estaba ya involucrado el Vaticano.
La historia se hace a veces gracias a pequeños episodios, y las de los papas, desde el apóstol Pedro a hoy, está toda ella empedrada de luces y sombras, de santidades y resbalones éticos. El Estado del Vaticano, el menor territorialmente del mundo, encerró siempre y sigue haciéndolo los mayores misterios mezclando lo divino con lo profano, la santidad con el pecado, lo banal con lo sublime.
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