El fin de la monarquía
Ya no hay polémicas en la literatura latinoamericana. Tal vez porque las escritoras, que ahora dominan la escena, no ejercen de pavo real
Mariana Enriquez señalaba en una entrevista en Santiago de Chile, como una característica de la nueva literatura latinoamericana, la falta de polémicas literarias que solían electrizar la vida intelectual del mundo de las letras hasta hace poco. Ella misma no estaba segura de que esto fuese bueno o malo, solo le resultaba anacrónico ver a dos escritores contestarse directas e indirectas.
Tiene razón. ¿Qué tendría, por ejemplo, yo que amo las polémicas de manera inmoderada, que decir sobre la espléndida Nuestra parte de noche de la propia Mariana? Podría a lo más repetir eso, que es espléndida y que no tiene nada que ver con lo que yo hago. Como resumió Vito Corleone: “Y soy sincero ya que sus intereses no se oponen a los míos”. Lo mismo podría decir de lo que escriben Mónica Ojeda, Gabriela Alemán o Liliana Colanzi. ¿Es un azar que solo nombre mujeres? No lo creo. Pero volveremos sobre ello después. Lo que escriben Emiliano Monge, Alejandro Zambra, Alejandra Costamagna o Carolina Sanín se parece más a lo que hago, sin embargo, como me pasa con el resto de mis colegas siento que cada uno está tan implicado en su propia poética que es imposible sentir que contaminan la mía.
Se podría pensar que esta falta de polémica se debe a que estas nuevas generaciones están menos implicadas en políticas que las anteriores. Pero eso no es cierto en casi ninguno de los casos antes nombrados y en muchos más. La generación anterior, la del crack mexicano y el McOndo transnacional, podía pecar de cierto desprecio por la política, pero este está lejos de ser el caso de los nuevos escritores, que ejercen en su mayor parte el periodismo de opinión en países donde la política es un tema obligado.
¿Por qué no hay entonces entre estos escritores talentosos y politizados —un Bolaño o un Fogwill— que venga a joder la paciencia a todos? Hay varias respuestas posibles a esta pregunta. La primera, la más obvia, es que la literatura ha dejado de ser el lugar en que se disputa la forma en que se va a escribir la historia. Pero eso ya era así cuando los nombrados Bolaño y Fogwill reinaban. Eso no impidió que generaciones desnudas de la ambición totalizadora de García Márquez y Vargas Llosa siguieran con la pelea.
Quizás en la extraña paz de los nuevos narradores latinoamericanos pesa otro factor: Fogwill y Bolaño eran hombres como lo eran la mayoría de los colegas que alababan y apostrofaban. Esto está lejos de ser cierto hoy. La mayor parte de lo que mejor se escribe lo escriben mujeres. Un cambio de sexo que quizás implica otra forma de asumir “el papelón del literato”, como diría Sánchez Ferlosio.
Es lo que explica Germaine Greer en el espléndido documental Town Bloody Hall, de Chris Hegedus y D. A. Pennebaker. La feminista australiana hace parte de un extraño show en que Norman Mailer se enfrenta solo a cuatro mujeres escritoras (Jacqueline Ceballos, Germaine Greer, Jill Johnston, Diana Trilling), feministas todas de modos diferentes. Germaine Greer prefiere responder a las provocaciones infinitas de Mailer criticando la figura misma del artista hombre en la sociedad moderna y compararlo con el de la artista mujer. El artista hombre, por más pobre que sea, es un rey, un pavo real, que se acuesta con las más lindas mujeres. Este, dice Greer, está lejos de ser el objetivo de ninguna escritora mujer.
Norman Mailer, arriesgando todas las pifias del mundo, no hace otra cosa en todo el documental que encarnar a la perfección el papel del artista rey todopoderoso que denuncia Germaine Greer en su alocución. No hay nadie ni nada parecido a un Norman Mailer entre las mujeres que escriben. Esto no significa, por cierto, que no haya rivalidades, ni rencillas, ni poder entre las mujeres. Sin ir más lejos aquí mismo, en Santiago, la crítica literaria chilena Lorena Amaro empezó una larga polémica entre escritoras y críticas al establecer que la sororidad no puede ser el impedimento a la hora de distinguir el talento de las autoras. Amaro reclamaba el derecho a decir “tú sí” y “tú no”, pero tanto ellas como quienes entraron en esta polémica evitaron cuidadosamente dar ningún nombre.
Eso de dar “nombres”, de hacerse “un nombre”, de luchar contra otro “nombre” era justamente la esencia de la vida literaria tal como nos la legó Voltaire contra Rousseau y los dos contra Diderot. Esos últimos tres nombres nos recuerdan que la idea del escritor como personaje mismo de su obra es tan nueva y moderna como la enciclopedia en la que los tres hermanos enemigos contribuyeron.
Sabemos mucho más de lo que creemos de Molière, Shakespeare y Cervantes, pero todo lo que sabemos no alcanza para convertirlos en reyes ni siquiera de sus obras, de la que fueron humildes servidores. Quizás con el final de tantos signos de nuestra modernidad también se extinga por un tiempo al menos la figura del artista rey. No puedo evitar, en voz muy baja, pensar que lo echaremos de menos.
Rafael Gumucio es escritor chileno, autor de 'Nicanor Parra, rey y mendigo’ (Universidad Diego Portales y Literatura Random House.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.