T. S. Eliot, la emoción contemplada
Poeta, dramaturgo y uno de los mejores pensadores de la literatura inglesa, el autor de ‘La tierra baldía’ es el vigilante nocturno que ataca la estética romántica, defiende a los poetas metafísicos y se atreve a criticar a Shakespeare y Milton
La poesía no importa. Nunca dejaremos de explorar. El futuro es una canción pasada. Dante vivió en una época en la que los hombres aun tenían visiones. No tenemos más que sueños y hemos olvidado las visiones. Damos por sentado que nuestros sueños surgen desde abajo. Vivimos una disociación de la sensibilidad. La retórica es brillante pero la sensibilidad tosca. En el ciclo sin fin de la idea y de la acción, hay una rosa de la memoria y una rosa del olvido. Uno es la música, mientras la música dura. Todo el tiempo es un eterno presente. El placer del poema supone captar algo que no va dirigido a nosotros. Dudo que lo que he escrito tenga un valor perdurable. Nunca me he acostado con una mujer que me gustara. Ya ni siquiera lamento esa falta de experiencia.
Todas las frases anteriores las escribió Thomas Stearns Eliot (1888-1965), poeta, dramaturgo y crítico, uno de los mejores pensadores de la literatura inglesa, quizá sólo detrás de Coleridge. Su poética y opiniones, radicales e insolentes, sobrevuelan las de nuestros grandes críticos: Valente, Gil de Biedma, Cernuda o Paz. Es el vigilante nocturno que ataca la estética romántica, la espiritualidad excéntrica de Yeats, que se atreve a criticar a Shakespeare y Milton, defiende a los poetas metafísicos (Donne y Dryden sobre todo), y todo ello gracias a que, desde joven, ha obtenido entre los crédulos, “en parte por astucia, en parte por desfachatez y también por accidente, una reputación de sapiencia y erudición, de la que he tratado desde entonces de despojarme (una vez que ya no me servía para nada)”.
Ida y vuelta
El pasado de Eliot es bien conocido. Nace en St. Louis (Missouri), en una de esas familias dinásticas, llegada a Nueva Inglaterra en el siglo XVII, que constituyen la aristocracia del país. Hijo de un próspero hombre de negocios y nieto de un ministro unitario que abandona Boston en 1884 para hacerse misionero en la frontera (al otro lado del Mississippi). Emerson lo llamará el santo del far west. Lucha contra el alcoholismo y la prostitución y por dar el voto a las mujeres. Niega, como newton, la Trinidad y, como el platonismo mal entendido, establece la enemistad del cuerpo y el alma. Su figura moral domina la infancia de Eliot. La madre, de gran inteligencia y sensibilidad, escribe, pero no puede ingresar, como era su deseo, en la universidad. Su vocación se realiza en su sexto y último hijo. El padre carece de entusiasmo religioso y se dedica con éxito a los negocios y a pintar gatos con destreza. Tom es un niño inteligente y sensible, le gustan los pájaros y crece, rodeado de mujeres, en la orilla amarilla del gran Mississipi. St. Louis es entonces la capital de ragtime. El ritmo de los negro spiritual forja el oído del poeta. José Emilio Pacheco asocia la cadencia de los Cuatro Cuartetos con las modulaciones rítmicas de Scott Joplin. La sintaxis se trasmuta en música.
En la revista de Harvard publica sus primeros poemas. Su tío le introduce en la sociedad de New England. Una cultura puritana y revolucionaria, elitista y democrática. Tiene fama de estudioso, es callado, distante y algo dandy. Aprende a navegar y los fines de semana sale con su balandro por la costa atlántica. En cierta ocasión, con un amigo, se refugian de una tormenta en una isla. Sobreviven dos días a base de langosta. Toma clases con Santayana. Irving Babbitt le introduce en el estudio del budismo y el idealismo de Bradley, para quien la mente es más influyente que la materia. Descubre a los simbolistas franceses. De Laforgue aprende el tono y la técnica, a no tomar en serio sus propias pasiones y cierto escepticismo irónico. De Baudelaire, las visiones de paseante urbano, a inspirarse en arrabales, cantinas y cabarets. Tras una breve estancia en París, regresa a Harvard para concluir su doctorado. Entre 1911 y 1913 estudia filosofía sánscrita en Harvard con James Woods y Charles Lanman, aprende algo de sánscrito y pali, pero quiere huir de la vida académica. Lo hace yéndose a Oxford con el pretexto de continuar con su tesis sobre Bradley. Mucho después, en una entrevista, confesará que pensó seriamente en convertirse al budismo. Asiste a las clases de Bertrand Russell, que se convertirá en otro de sus padrinos.
Posteriormente, ya casado en Londres, Russell le prestará dinero y acogerá en su casa a la joven pareja. Lanza la carrera literaria de Eliot, le presenta a Lawrence, Huxley y Virginia Woof. Proponente del amor libre, Russell tendrá un breve y desastroso affaire con Vivienne, la esposa de Eliot, cuya demencia posterior Graham Green atribuye al abandono de Russell. Vivienne tiene algo de andrógino, es delgada y seductora. Se casan a los dos meses de conocerse sin el consentimiento familiar. El padre de Eliot le retira la pensión. Decide no regresar a Harvard. Abandona la filosofía y el proyecto de vida académica. Desde ese momento la lucha para ganarse la vida será incesante. Ezra Pound lo pone en contacto con otros escritores en París. Pretende vivir de clases particulares, artículos y reseñas. El simbolismo francés le permite desprenderse del provincianismo victoriano, ensimismada en sus propios mitos (¿qué ciencia o poética no lo está?). Baudelaire, Lafrogue y Mallarmé le hacen sentir de nuevo poeta, le ofrecen una imaginería y dicción nuevas. Trata de abrirse camino en Londres. En 1917 entra a trabajar en el departamento comercial del banco Lloyds. Consigue el puesto gracias a una combinación de azar, necesidad y desesperación. Aprende la ciencia del dinero. La contabilidad le quita mucho tiempo, pero es menos agotadora que las clases. Estará en el banco nueve años. El autor de The Waste Land es un funcionario de banca que pasa la mayor parte del día en un sótano. Emula así al más radical de los artistas, Bach, compositor de vida ordinaria y buenas costumbres.
Emoción impersonal del arte
El arte no progresa (la buena ciencia tampoco). La tradición es organismo vivo y mutante. Eliot asume sin tapujos el respaldo de los muertos, la conversación inacabada con las sombras del pasado. Si el poeta vive entre los muertos, si entre ellos siente su propio aliento, ningún poeta posee la totalidad de su propio significado. El sentido de toda obra es la relación con los que se fueron. No es un principio histórico, sino estético. Una nueva obra de arte afecta y modifica las obras del pasado. Mantiene vivos a los muertos. Oscar Wilde influye en Shakespeare. Tras leer al irlandés, empezamos a reconocer elementos wildeanos en La tempestad.
No hay progreso en el arte, pero sí en el artista. Mediante la negación constante de su personalidad. El arte como ascesis y vía de conocimiento. “La poesía no consiste en dar rienda suelta a las emociones, sino en huir de ellas. No es la expresión de la personalidad sino una huida de ella”. El poeta aspira a una mente diáfana, a ser canal de transmisión. El malentendido está servido. El arte despierta emociones y muchos creen que éstas tienen su origen en las experiencias o la personalidad del artista. Se equivocan. Hay un efecto pernicioso en la emoción: nubla la vista. Ahora bien, sólo quienes tienen personalidad y emociones pueden liberarse de ellas. Eliot habla como un hindú cuando dice que el arte es despojarse de la emoción, entonces “la experiencia personal se amplía y consuma en lo impersonal”.
Ese desprendimiento provoca luz. La luz del poema o de la obra de arte. Esa luz brilla por sí misma entre el poeta y el lector. El poema comunica sólo de modo accidental la experiencia vertida en él. El poema no es lo que el poeta se propuso o lo que el lector concibe. El poema ilumina tanto al poeta como al lector. Una idea que encontramos en Prabhakara. Sólo el poema tiene luz propia, mientras que la luz del poeta y la del lector es luz reflejada. La obra de arte permite vislumbrar la gran incógnita, la gran equis, el cruce de lo temporal y lo intemporal. El poema ilumina porque establece las relaciones del lector y del poeta consigo mismos. Como decía Donald Davidson, entender una metáfora es tan creativo como inventarla. La emoción poética del lector puede no coincidir con la del poeta, pero en ambos casos permite “contemplarla desde fuera”. Esa distancia sobre uno mismo y sobre las cosas es la que postulan las Upaniṣad tardías y la Bhagavadgītā. Una catarsis o purificación parecida a la que produce en el espectador la tragedia griega.
Eliot pasa dos años estudiando sánscrito en Harvard y un tercero dedicado a los Aforismos del yoga de Patañjali. Queda en un estado de “iluminada perplejidad”. Buena parte del esfuerzo por entender ese otro mundo, explicará más tarde, consiste en deshacerse de las categorías del pensamiento occidental. Por eso el conocimiento de la filosofía europea es un obstáculo. Además, la influencia védica en Schopenhauer, Hartmann y Deussen, se ha producido a través del malentendido romántico. Penetrar en ese mundo supone dejar de “pensar y sentir como europeo y americano”. Una decisión que, por razones prácticas y sentimentales, Eliot no está dispuesto a tomar. Como en el caso de Octavio Paz (otro americano europeo), el vértigo y la lealtad le hacen dar un paso al lado.
Sin embargo, estas ideas de la literatura sánscrita seguirán nutriendo su poética. El presente desnudo exige distanciarse de las propias emociones Las emociones pertenecen al ego (al alma, si se quiere), pero el espíritu es capaz de verlas desde fuera. Esa es la médula de la enseñanza de Krishna a Arjuna. Eliot lo sabe sin saberlo y lo menciona en The Dry Salvages. No se trata tan solo de actuar en cada momento sin pensar en el futuro (de la búsqueda de un presente sin deudas con el pasado), sino de que “ser consciente es no estar en el tiempo”. Pero, y esto no hay que olvidarlo, “sólo en el tiempo puede crecer la rosa” (Burnt Norton). El espíritu (fuera del tiempo), no es la naturaleza (el tiempo), pero mantiene su atracción hacia ella. Lo eterno cae en el tiempo (por Amor) para salir de nuevo de él. La atención consciente al instante, permite liberarse tanto del pasado como del futuro. Una idea que reaparece en uno de sus versos favoritos de la Comedia. “Hora tras hora, me enseñabais como el hombre se hace eterno”, dice Dante en el Inferno a su maestro Brunetto Latini.
La tierra baldía
La alegoría de la Tierra desolada tiene hoy un correlato objetivo. El poema que lo hace célebre, sobre todo entre los estudiantes, es un montaje de imágenes incisivas y secuencias rítmicas. Tiene un coautor secreto, Ezra Pound, figura paterna y mentor de Eliot, que suprime más de la mitad del millar de versos originales. Es la obra de un “cabal escéptico y relativista”, como se define entonces. No existe la verdad, sólo una serie de estilos e interpretaciones. Escribe en estado de trance las últimas estrofas, ni siquiera se preocupa de saber si entiende lo que dice, coquetea con la noche del sentido como si fuera fray Juan de la Cruz. Más tarde, tras leer la traducción de Allison Peers, parafraseará al místico en los Cuartetos: “le dije a mi alma: debes estar sosegada y dejar que venga a ti lo oscuro… esperar sin esperanza”.
Los críticos han interrogado el poema hasta el agotamiento, como rabinos en torno a la Tora. Hay notas y notas a las notas. Pero como dice Borges, la sola concepción del texto absoluto (donde el azar es calculable en cero), es un prodigio superior a cuantos puedan registrar sus páginas. Eliot, el crítico, multiplica las referencias y justifica el trabajo de los exégetas. Se nos dice que el poema, el más importante del siglo, que es una crítica a una civilización exhausta. El propio Eliot se encargó de rebajar las expectativas. Se trata más bien de una confirmación de la condición trágica del deseo, que aísla más que une. Una queja juvenil contra la vida, un desahogo en “rítmico lamento”. La obra se cierra con un mantra en sánscrito. El trueno, voz divina, repite: da, da, da: “dominaos, dad y compadeceos”, observad este triple principio, dice la upaniṣad del Gran bosque: el dominio propio, la generosidad y la compasión. Hay otras alusiones al pensamiento védico: “¿quién es ese al lado tuyo?”, y un poco antes: “siempre hay alguien que camina junto a ti.” Todavía no ha formulado su célebre disociación de la sensibilidad (que sería mejor llamar ruptura del eje vertical). El mundo moderno ha perdido profundidad, se ha hecho plano tanto en el espacio como en el tiempo, ha perdido la gravedad inversa. Un terraplanismo que afecta tanto a Darwin como a Stephen Hawking.
Infierno y ortodoxia
Tras concluir La tierra baldía, Eliot sufre un colapso nervioso provocado por su situación profesional y su matrimonio. Vivien, su primera esposa, sufre insomnio y continuas jaquecas y él también padece depresiones y fuertes dolores de cabeza consecuencia de su angustia interior. Tiene miedo de sus emociones y tiende a desconfiar de ellas. Como dice William James, sólo desde ángulos torcidos puede verse lo insólito. Es entonces cuando una mente como la suya, penetrante, escéptica y corrosiva, se agarra a un clavo ardiendo: el clasicismo riguroso, los valores absolutos y objetivos, el orden y la autoridad. Es su modo de escapar de la tormenta interior. Como apunta el propio Eliot, la frialdad se atribuye erróneamente a quienes tienen un deseo ferviente de mantenerse serenos, de guardar la compostura frente a la vida. No extraña entonces que sea clásico en literatura, monárquico en política y anglo-católico en religión. Ezra Puond considera que es un crimen contra la literatura que Eliot pierda ocho horas al día en el sótano de un banco. Pero el trabajo contable le ordena y estabiliza sus nervios.
En su memoria perduran los episodios más convincentes del Inferno. Dante combina personajes reales e irreales (Brunetto y Ulises), como si esa distinción fuera ficticia o, al menos, traspasable. El infierno no es un lugar, sino un estado de la mente. El tormento surge de la naturaleza misma de los propios condenados. No hay torturadores sino autoexpresión. Existen infiernos, pero no está vigilados. Son prisiones que erige uno mismo y de las que puede resultar muy complicado salir. Eliot sabe que la condenación es mejor material poético que la beatitud. En el purgatorio (ese baño María, que decía Leibniz), las almas desean sufrir porque se purifican y esa es su vía hacia la liberación.
La turbulencia interior suele suscitar la necesidad de un orden externo. Eliot se acoge a la monarquía y al mundo medieval no sólo para recuperar la unidad desbrozada por la sociedad de masas y de mercado, sino para conjurar sus demonios internos. Sólo los que se han asomado al abismo acogen con gusto la disciplina externa. Huye del “abismo espantoso” que es la convivencia con su esposa. Ambos son inestables y nerviosos, pero ella pagará el precio más alto. Mientras Vivien se marchita en un hospital psiquiátrico, Tom se convierte en el crítico más importante de Inglaterra. Es el papa de Russell Square (sede de Faber & Faber), como lo será después Octavio Paz en México, recibe el premio Nobel y la Orden de Mérito del rey Jorge.
Peter Ackroyd considera que, en el centro de las creencias de Eliot, está su temor al infierno. La perspectiva del castigo eterno no sólo da sentido y tensión a la vida, sino que define la gloria del hombre: su capacidad para condenarse (una idea, por cierto, romántica). Es como si la aventura del Ser exigiera ese riesgo. Según Ottoline Morrell, Eliot tenía “demonios en la cabeza”, de ahí que rechazara el humanitarismo y el liberalismo, por su incapacidad de dar cuenta de la realidad abrumadores del mal.
Cuando se separa de su primera mujer, vive entre clérigos y ora cada mañana antes de acudir a su despacho editorial en Faber & Faber. Vivirá seis años en la parroquia de St. Stephen, donde ejerce de cepillero y administra las finanzas de la iglesia. Considera entonces que una sociedad que repudia la religión se deifica a sí misma. Sus ciudadanos no pueden salir de la jaula del ego, son incapaces de reconocer ese otro yo. La democracia está anegada por la admiración que el hombre se profesa a sí mismo. En ocasiones aparece el nieto del pastor: la virtud de la humildad es la única que da acceso a la sabiduría. El orgullo es la vida centrada en el ego y el orgulloso considera los males como algo exterior a sí mismo. Eliot confunde al poeta y al santo. Ambos han sabido transformar su personalidad para que ese reconocimiento sea posible. El romanticismo es la antipoesía porque, precisamente, emana del ego y regresa a él. Eliot concibe su conversión al anglicismo católico como un regreso a la religión de sus antepasados. Asume la meta más elevada del hombre cultivado: combinar el escepticismo más profundo con la más alta fe. Uno siempre busca lo que no tiene. Como dice Juan Malpartida, Lorca es un creyente que quiere dejar de creer, mientras que Eliot es un descreído que necesita el dogma.
El lector instintivo y cultivado
La tradición es un bosque sagrado y en ella encuentra refugio el artista. Eliot, como Borges, se escuda en referencias recónditas. En sus lecturas se topa con versos que luego empleará en otra parte (“los poetas inmaduros imitan, los maduros plagian”). Descubre correlativos objetivos, reajusta el pasado a las necesidades cambiantes del presente, crea a sus precursores. Lector implacable, es certero en el diagnóstico. Montaigne es el padre del liberalismo escéptico y Shakespeare le debe mucho. El padre del egoísmo romántico es Séneca (cultiva el orgullo espiritual). Blake es egocéntrico. Shelley un tunante que abusa de la poesía. Milton está del lado del demonio y lo sabe: no te lleva a ninguna parte y te abandona en el laberinto (otra apoteosis del ego). El Mefistófeles de Marlowe hace superfluo al satanás de Milton. Goethe le produce un sentimiento de incredulidad. La literatura actual sigue asediada por los escombros del romanticismo. D. H. Lawrence es espiritual, pero de una espiritualidad enferma. Yeats, con su folclore irlandés, vive un mito menor y periférico. Respecto a España, dice a un amigo, “es un miserable nido de salvajes”, aunque en una de sus crisis visitará la Granada de Lorca, que trasladará la visión de La tierra baldía a Nueva York.
Distingue entre el gusto y la moda. La moda es el amor al cambio, el deseo de algo nuevo. La moda es fugaz, el gusto es persistente, fluye de más hondo. Erige una comunidad basada en el gusto, cuyo ídolo moviente es lo “clásico”. Insiste en la antítesis entre lo clásico y lo romántico. Al primero lo define la madurez del artista, al segundo las tormentas del ego. “El romanticismo es un atajo hacia la extrañeza sin pasar por la realidad”. El clásico sólo puede existir cuando una civilización y una literatura son maduras. Es, de hecho, la obra de un intelecto maduro. La madurez no se puede definir, pero se reconoce de inmediato (Montaigne fue inmaduro para los requisitos franceses de lo clásico). El romántico, ya sea licencioso o pedante, tiende a la excentricidad. Su actitud denota inmadurez o senilidad. Para que se dé un clásico la madurez de la lengua debe acompañar la madurez del intelecto, la conciencia de los predecesores. Y, aunque se rebele contra las costumbres de sus padres, en retrospectiva se verá que continúa la tradición. La madurez es también la capacidad de aprovechar la literatura extranjera. Un buen ejemplo es el éxito de Poe en Francia. Baudelaire, Mallarme y Valéry, que no sabían inglés, mejoraron su prosa, sus “frases desaliñadas y pensamientos pueriles”, realizados bajo el apremio de la necesidad y el dinero. Ese aprovechamiento de lo foráneo se encuentra en Virgilio y Dante, los dos ejemplos paradigmáticos de lo “clásico”.
Valéry es demasiado escéptico para creer en el arte. Le interesa la observación introspectiva. Contemplarse a sí mismo dedicado a escribir. Le interesa más el proceso de elaboración de las obras que las obras mismas. “La filosofía más auténtica no está en el objeto de la reflexión, sino en el acto mismo de pensarlo y en su manipulación”. La mente que vendrá habrá de revelarse contra la producción incesante de obras, máquinas, objetos, contra la elaboración indefinida de instrumentos. La humanidad estará entonces “dispuesta a aceptar las penalidades primitivas antes que seguir soportando la carga de la civilización moderna.”
Dante y la cultura europea
Eliot asocia la madurez intelectual con la ausencia de provincianismo. Define la cultura europea como una civilización cristiana y, al hacerlo, es a su vez provinciano. Una miopía muy british. Dante no puede entenderse sin el islam y el Renacimiento sin la cábala. El pensamiento griego no puede entenderse sin el egipcio, Pitágoras sin la India, Aristóteles sin los naturalistas jonios o las sectas de Elea. La civilización europea es el cruce de helenismo y judaísmo, en el que posteriormente se inserta el cristianismo, cuando se hace imperial en Roma. Sin maniqueos y neoplatónicos no habría un Agustín de Hipona. Sin Persia y la dominación árabe del sur de Europa no habríamos conocido a Aristóteles, ni existiría una figura como la de Tomas de Aquino. Eliot se siente atraído por Virgilio y Dante porque han bajado a los infiernos. Pero mucho antes los hicieron babilonios, sumerios y egipcios. El motivo de ese viaje imaginal es tan antiguo como la cultura.
La realidad del infierno lo acompañará siempre como creencia instintiva. De esa certeza surge una idea provocativa: desde Dante, culminación de la cultura clásica, todo es decadencia. “Los siglos XII y XIII ofrecen la mejor –quizá la única- disciplina que uno puede imponerse. Si sólo sirviera como estimulante analógico para la mente y la imaginación ya sería suficiente”. El siglo XIII pertenece al “alto sueño”, no había diferencia entre la creencia filosófica y la científica, hoy vivimos en el “bajo sueño”. Ese es el punto de referencia de su poética y de su gran obra: Four Quartets. Hoy “se cofunde el conocimiento con la información y se intentan resolver los problemas de la vida en términos de ingeniería”. Ese es el nuevo provincianismo, la esterilidad íntima y colectiva de la época moderna. “No se trata de un provincianismo espacial sino temporal, un provincianismo que ve la historia como una mera crónica de invenciones humanas, que cumplieron su cometido y fueron desechadas, un provincianismo que considera el mundo como propiedad privada exclusiva de los vivos y en el que los muertos no participan”. En ese mundo, que es el mundo de hoy, aquellos que no quieran ser provincianos tendrán que convertirse en ermitaños.
Hay una rabia de envejecer. “No me habléis de la sabiduría de los viejos, sino de su locura, de su miedo al miedo y al delirio, su miedo a ser poseídos, a pertenecer a otro, a otros, a Dios”. Retoma a fray Juan de la Cruz en los Cuartetos: “Le dije a mi alma: debes estar sosegada y dejar que venga a ti lo oscuro… esperar sin esperanza”. En el paraíso las almas se despersonalizan (o superpersonalizan). La causa final de todo el viaje imaginal de Dante por el trasmundo es una gravedad inversa. El amor de Beatriz. Pero el amor humano y el divino son muy distintos. El amor humano se trasmuta en amor divino. “La memoria sirve no para liberarse del amor sino para ampliar el amor más allá del deseo”. Esa es la alquimia imaginal del poema, “que el fuego y la rosa sean uno”. La figura del águila, compuesta por los espíritus de los justos, es el águila misma, el Simurg, un motivo de la literatura persa.
La sobriedad y precisión del lenguaje de Dante es un correctivo saludable para las extravagancias de la juventud y de la época moderna. A partir del florentino todo es decadencia en el destino de Europa. Eliot lee la Comedia en una traducción en prosa. Memoriza fragmentos de un idioma que desconoce. Escribe un breve ensayo. Recita para sí algunos cantos, echado en la cama o en el tren. Dante será la influencia más persistente en su poesía, como apunta Andreu Jaume, una de las tres ramas de su árbol genealógico, quizá la más sólida y central. Las otras dos son los simbolistas franceses (la posibilidad de yuxtaponer lo vulgar y lo fantástico) y los poetas metafísicos (que refinan la lengua, pero obturan la sensibilidad). Ningún poeta, incluido Virgilio, ha estudiado y practicado el oficio de un modo tan escrupuloso y consciente. Dante enseña al poeta a ser siervo del idioma y no su dueño. Trasmite a la posteridad su propia lengua, más desarrollada, refinada y precisa. Pero, además de esa ascesis y ese servicio, Dante ofrece otra gran enseñanza que recuerda a una antigua doctrina de la India antigua. Para conocer la verdadera naturaleza de lo real hay que haber sido todos los seres, haber experimentado toda la gama de las experiencias. La idea de Markarin Gosala, contemporáneo de Buda, toma forma en la Comedia. Un itinerario por los tres mundos que cubre toda la gama de las experiencias, desde la depravación más abyecta hasta la visión beatífica. Eliot recurre a la analogía de la gama de color y la escala musical. Dante no sólo describe con mayor precisión los colores y los sonidos, sino que permite a sus lectores percibir matices no vistos ni escuchados. Ofrece una gama más amplia de las emociones que permite, en última instancia, transcender la condición humana o, por decirlo al modo hindú, visitar otros ámbitos de la existencia.
Dante es el ápice de una unidad mental que se ha perdido. Desde entonces la atención se dispersa y el conocimiento de especializa. El círculo hermenéutico se rompe. Hoy vamos de las partes al todo, pero hemos olvidado ir del todo a las partes, cultivar el sentido de pertenencia a la totalidad (planetaria o cósmica) el camino de regreso. Uno de sus primeros maestros, Irving Babbitt, insistía en volver a la cosmovisión antigua, tomando distancias con el romanticismo y el materialismo contemporáneo. La Comedia, el gran mito de la cosmología católica, es la gran alegoría antimoderna. Eliot, combativo y arrogante, la defiende. Los antepasados de Eliot, unitaristas, habían huido de la Guerra civil inglesa y de la influencia papal. Con su itinerario biográfico y espiritual, Eliot cierra el círculo. Regresa a la tierra de sus antepasados, solicita la ciudadanía británica y se convierte al catolicismo anglicano. Las sombras del pasado siguen vivas en él. Un muro de fuego separa el purgatorio del paraíso. La llama doble del fuego, que consume y purifica. Crear un final supone crear un comienzo.
La emoción contemplada
Eliot dejó dicho que la poesía es memoria inconsciente de una tradición. Su vibración es demasiado honda para que pueda oírla el ego (que se mueve entre lo superficial y lo subterráneo, no en lo profundo). De ella surge la “imaginación auditiva”, el oído capaz de escuchar el sonido primordial. Vibración y memoria son, en el fondo, una misma cosa. Un acontecimiento local, atado a la tierra y al paisaje, al tiempo y al espacio, donde reverbera el origen. Esa sensación de la sílaba y el ritmo “penetra mucho más debajo de los niveles conscientes de pensamiento y sensación, dando vigor a cada término; hundiéndose hasta lo más primitivo y olvidado, retornando a los orígenes y trayendo algo de vuelta, buscando el comienzo y el final”. El sonido como origen de lo manifiesto, con su función cosmogónica y creadora. Por eso el poema impacta antes de que el lector lo haya pensado. Tras la niebla de la retórica, el poema es encantamiento y participación en una música que, aparentemente, no está dirigida a nosotros.
Eliot muere el 4 de enero de 1965. The Times lo llama “el poeta inglés más influyente de su tiempo”. Ezra Pound, que tras su apoyo al fascismo italiano ha estado a punto de ser condenado a muerte, acude a la Abadía de Westminster. Hace a la prensa su última declaración: “Léanlo. Es la genuina voz dantesca de nuestro tiempo”. Sir Alec Guinness recita algunos poemas y un coro canta Little Gidding con música de Stravinski. Su cuerpo es cremado. En abril, el más cruel de los meses, ese que mezcla la memoria y el deseo, se entierran sus cenizas en East Coker. En el mismo lugar donde salieron sus antepasados en 1699, cumpliendo así el verso, suyo y de Heráclito: “En mi principio está mi fin”.
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