En Zaire hay dragones
Como hicieran Joseph Conrad y Werner Herzog, Laura Ferrero emprende el tercero de sus viajes imposibles animada por las criaturas que habitan la imaginación, y que a veces son monstruos
La expresión latina de “hic sunt dracones” ha servido para muchas cosas pero, en especial, para soñar. Cuando los cartógrafos del Renacimiento querían reflejar en sus mapas aquellas zonas jamás transitadas por el hombre, y, por tanto, probablemente llenas de tenebrosos peligros, dibujaban criaturas mitológicas o serpientes marinas, y debajo reproducían aquellas palabras que eran un aviso para navegantes y miedosos, el recordatorio de que a partir de ahí no había nada conocido. Solo dragones. Terra incognita.
La historia de la humanidad podría explicarse por ese anhelo de ir en pos de lo desconocido, de inventar dragones aunque no los haya, de atrapar bajo distintos nombres lo que carece de ellos. Es el deseo de conquista de lo que se nos escapa. Sin embargo, mucho me temo que la mayoría de cosas importantes suceden ahí, en terra incognita, y no me estoy refiriendo únicamente al ámbito geográfico.
La idea de los dragones me vino a menudo a la cabeza durante el tiempo que pasé en el lago Kivu, en Ruanda. Había soñado con aquel pequeño país rodeado de montañas, Ruanda, pero al llegar empecé a soñar con el país de al lado, una actitud típicamente humana: el descontento con lo que tenemos. Me hospedaba en un hotel muy sencillo y desde la azotea atisbaba la frontera con aquel otro país vecino que había tenido tantos nombres y que había dejado de llamarse Zaire años atrás, aunque en mí sobrevivía aún el “Zaire capital Kinshasa” de mis libros de texto. Pasé muchas horas ahí, en la frontera, pero mi deseo no me acercó la realidad. No pude entrar en Zaire, este país que se llama ahora República Democrática del Congo (RDC) por un hecho tan pragmático como que no me dieron el visado y por ese otro hecho de cariz más metafísico: porque aquel nombre había sido olvidado y tachado del mapa. De manera que después de aquellos infructuosos intentos, me limité a soñar con Zaire desde la playa del lago Kivu, que, según asegura una línea perfectamente recta y artificial de Google Maps, es un lago partido en dos mitades: una pertenece a Ruanda y la otra a Zaire. El Kivu es uno de los lagos más peligrosos del mundo, y no solo por los animales mitológicos que yo intuía en sus profundidades. Debido a la actividad volcánica de los alrededores, sus aguas contienen aproximadamente 60 millones de metros cúbicos de metano y 300.000 millones de metros cúbicos de dióxido de carbono. De manera que el Kivu es un lago al borde de la catástrofe.
Etimológicamente, Zaire se deriva del nombre del río Congo, a veces llamado Zaire en portugués, que a su vez procede de la palabra kikongo nzere o nzadi (y significa ‘río que se traga todos los ríos’’). Es ese río, el Congo, el río de El corazón de las tinieblas, en cuyo cauce Joseph Conrad convirtió a Marlow en explorador de los abismos de la colonización en búsqueda de Kurtz.
RDC, el segundo territorio más grande de África, es uno de los países que más nombres ha tenido, tantos que no sé qué poso han dejado, si queda algo aún de todas esas identidades superpuestas. Aquí una lista: de 1885 a 1908 fue el Estado Libre del Congo, después llamado Congo Belga y Congo-Leopoldville. En 1960 logró la independencia con el nombre República del Congo para, de 1965 a 1971, pasar a ser llamado República Democrática del Congo. En 1971 el presidente Mobutu Sese Seko lo denominó República de Zaire y después de su caída, en 1997, regresó a su nombre anterior: República Democrática del Congo.
Los verdaderos paraísos no son los perdidos sino los imaginados, los que son fruto del deseo de lo que casi rozamos con la punta de los dedos
Zaire no es, ciertamente, ningún tipo de paraíso, pero yo he soñado a menudo con él y, dándole una vuelta a Marcel Proust, no es que los verdaderos paraísos sean los perdidos, yo diría más bien que son los imaginados, los que son fruto del deseo de lo que casi rozamos con la punta de los dedos. No llegué a entrar en Zaire, ni a subirme en un bote de madera que cruzara aquel lago maldito, el Kivu, para burlar las líneas imaginarias y artificialmente rectas que lo dividen. Pero estuve a punto, muy cerca, me digo, tanto que a veces casi me convenzo de que estuve allí.
En 1974 pasaron algunas cosas relevantes en el mundo –siempre pasan cosas importantes, aunque los criterios son distintos según cada cual–, para mí, una de las más relevantes fue que Werner Herzog viajó de Múnich a París a pie para salvar a una amiga de la muerte. A finales de noviembre de ese año, lo llamaron desde París para decirle que su amiga, la crítica de cine Lotte Eisner, estaba gravemente enferma y que había muchas posibilidades de que muriera. Sobrecogido, se dijo: no puede ser: “El cine alemán no puede prescindir de ella aún, no podemos permitir su muerte”, escribió Herzog al inicio de Del caminar sobre el hielo, su diario, que luego se convirtió en el libro de ese viaje a pie que emprende a través de Alemania y Francia para visitar a Eisner. Se convenció de que si lo hacía, si recorría a pie los 834 kilómetros en línea recta que separan Múnich de París, ella se mantendría con vida. Y así lo hizo. Caminó por ella y, fuera o no por aquella épica romántica a la que nos tiene acostumbrados Herzog, Lotte Eisner no murió. Su deseo la mantuvo a salvo. Me recuerda a aquella frase que da inicio a El rey sapo, de los Hermanos Grimm: “En aquellos tiempos, cuando desear era útil…”.
Todas nuestras vidas se sustentan en algún momento en una vela que arde
La semana pasada me cogió la lluvia por sorpresa y me refugié en los pórticos de una iglesia. Me asomé al interior y apenas quedaba nadie, pero una mujer encendió una vela y a continuación se arrodilló. No soy una persona religiosa, pero durante una época de mi vida viajé mucho con una persona que sí lo era y la acompañaba en aquel delicado rito de las velas. Me maravillaba ver aquel espectáculo: tantos deseos ardiendo al mismo tiempo hasta consumirse. Me impresionó cuando, un día, ya a punto de cerrar la iglesia, vi cómo la limpiadora del templo iba apagando las velas que se estaban a punto de consumir con el fin de dejar espacio para las nuevas. Iba descartando las que ya eran demasiado pequeñas y se quedaba con otras a las que, en su opinión, les quedaban aún horas por arder. Era una labor preciosa, de gran responsabilidad. Todas nuestras vidas se sustentan en algún momento en una vela que arde, en un deseo que apuntalamos nosotros, ya sea andando de Múnich a París o deseando conquistar aquello que no conquistaremos jamás. En definitiva, queremos que desear sea útil. Que lo es, y si no que se lo digan a Lotte Eisner.
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.