Las raíces podridas del presente
La Bienal de Berlín examina en su nueva edición los efectos nocivos de la retórica capitalista y colonial a través de una irregular per audaz selección de obras
Los sans culottes dispararon contra los relojes que había en las calles para poner fin al tiempo de los privilegios. En sentido literal y figurado, la Revolución Francesa también fue una revuelta contra las horas y los minutos. Cuatro años después de la toma de la Bastilla, la República abandonó el sistema sexagesimal, vigente desde los babilonios, para imponer un nuevo orden calculado en base al número diez. Sería abolido por Napoleón una década más tarde, pero sigue pareciendo una de las metáforas más poderosas de aquel cambio de régimen. La historia era recordada esta semana, con una humildad relativa, por el artista francoargelino Kader Attia, comisario de la nueva edición de la Bienal de Berlín. Como los insurrectos, Attia aspira a parar el tiempo para imaginar un futuro distinto. Con el cronómetro detenido, quiere dibujar “un mapa visual del mundo heredado” e inspeccionar las raíces podridas de las que brotó la era actual, tan marcada por los efectos nocivos de la retórica capitalista y colonial.
El título de la bienal no deja lugar a dudas: Todavía presente. Será incorpórea, pero esa herencia sigue ahí, parece decir Attia, y sus efectos son altamente perniciosos para millones de personas en el planeta. Se trata de terminar con la opacidad de ese legado, de poner al descubierto la mal disimulada superioridad occidental, de dejar de travestir los crímenes masivos del pasado, desde la esclavitud hasta las distintas carnicerías étnicas. El comisario quiere imponer un cambio de relato, reorientar la percepción del visitante menos avezado, neutralizar su potencial de toxicidad con un arma tan endeble y eficaz como el lenguaje artístico, el mejor tratamiento para desinfectar las heridas mal curadas de la modernidad. Todo eso quiere hacer Attia y no lo logra, pero sabía desde el principio que la iniciativa estaba condenada al fracaso. Y, aun así, como sucedía con los revolucionarios, hay algo conmovedor, a falta de un adjetivo menos cursi, en la ingenua radicalidad de su ambición y en su confianza en el arte, como si insinuara que de los fiascos aparentes surgen cambios duraderos. Después de todo, Francia volvió a adoptar el impopular sistema decimal en 1837 para medir, si ya no las horas, sí el peso y la longitud (en kilos y metros).
La 12ª edición de la bienal, tal vez una de las más politizadas de Europa, sabe esquivar la injusta sensación de redundancia, o incluso de hastío, que puede desprender la lectura de su programa de mano, un cóctel de causas encomiables en el que caben la crisis climática, los derechos de las minorías y las relaciones norte-sur, sazonado de nombres como Édouard Glissant, Frantz Fanon o Aimé Césaire, teóricos de la alteridad sin los que no hay bienal que se precie. La percepción es ilegítima en cuanto al fondo —¿basta una sola década para deconstruir un sistema de valores imperante durante siglos?— y también la forma. La bienal, dispuesta en seis espacios distintos de Berlín, condensa una selección de trabajos de interés irregular, a veces lastrada por cierta tendencia a la literalidad, pero casi siempre sorprendente y audaz. Tres obras ubicadas en puntos distintos del recorrido ilustran el propósito de su comisario. En la Academia de las Artes, pegada a la Puerta de Brandemburgo, el alemán Moses März imagina mapamundis alternativos que trazan una genealogía de conceptos como las alianzas neocoloniales o la ecología negra. La india Khandakar Ohida dedica un vídeo a uno de sus familiares, que almacena miles de objetos inservibles en cajas metálicas, como si fuera el conservador de un museo menos interesado en las obras maestras que en la magnitud sensible de los recuerdos personales.
En el centro KW, donde empezó esta bienal en 1996, Deneth Piumakshi tiene una voluntad parecida: la de descolonizar el archivo. Esta artista de Sri Lanka recorrió museos de París, Berlín y Basilea para encontrar el rastro de sus antepasados en fotografías etnográficas tomadas en el siglo XIX. Tras encontrarlas, las llevó a los paisajes donde fueron tomadas. Resignificó así esos documentos que estuvieron al servicio de ciencias racistas como la frenología. El resultado es una restitución simbólica que subraya la parálisis a la que, tras el impulso de los últimos años, parecen asistir ahora las de tipo material.
El sureste asiático está sobrerrepresentado —mientras Latinoamérica, por sorpresa, brilla por su ausencia—, como también demuestran distintos artistas vietnamitas, entre los que sobresale Tammy Nguyen con lienzos sobre el vía crucis donde la cultura tropical parece canibalizar la cristiandad. El congoleño Sammy Baloji recuerda el transporte de plantas exóticas por parte del Imperio británico, mientras que la china Yuyan Wang firma un vídeo sobre la contaminación visual de nuestro tiempo, inspirado en la iniciativa de su país de crear lunas artificiales. Los nombres más conocidos también abundan: ahí están Forensic Architecture y Lawrence Abu Hamdan, ganadores del premio Turner, con sendos trabajos sobre las nubes en contextos bélicos, que no se cortan al apuntar a Israel con el dedo. La veterana Nil Yalter firma varias piezas, entre ellas un mural cerca del Tiergarten, mientras que la inclusión de dos obras de Alex Prager, enuncia una idea valiente: las mujeres blancas de sus fotos parecen tan alienadas como las de otras razas. Dice Attia, citando a Bernard Stiegler, que el sueño suele preceder al pensamiento. De esta bienal con aspecto de pesadilla malsana, uno sale con la sensación de ser la imagen viva de la alucinación capitalista, pero también el antídoto que puede impedir su expansión infinita.
‘Still Present!’. Bienal de Berlin. Hasta el 18 de septiembre.
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