Que vuelva Confucio
Algunos políticos se ven tan poderosos que pretenden decidir qué significan las palabras desde que ellos las pronuncian
Confucio respondió así, hace 2.500 años, cuando le preguntaron qué medida debería tomarse en primer lugar para ordenar el Estado: “Lo primero que hace falta es la rectificación de los nombres. Si los nombres no son correctos, las palabras no se ajustarán a lo que representan. Y si las palabras no se ajustan a lo que representan, las tareas no se llevarán a cabo y el pueblo no sabrá cómo obrar” (Jesús Mosterín, Historia de la filosofía. 1983).
El desajuste de las palabras que padecemos hoy empieza a alcanzar cotas inadmisibles, pero algunos políticos parecen hallarse felices con eso. Se sienten tan poderosos que hasta pretenden decidir qué significarán las palabras desde que ellos las pronuncien. Para eso necesitan vaciarlas de contenido, desproveerlas de las connotaciones acumuladas por el uso histórico, reducirlas al momento en que las profieren. Y así crean el desorden.
Pedro Sánchez ha mencionado varias veces (junio de 2020, julio de 2022, enero de 2024) los intentos de la oposición de “derrocar” al Gobierno. Caramba, “derrocar”. Me suena muy fuerte cada vez que se lo leo, porque asocio esa expresión con la violencia o la fuerza. Este verbo equivale literalmente a “despeñar”: precipitar desde un lugar alto. En este caso, “precipitar desde una roca”, según vino recogiendo el Diccionario académico desde 1732 a 2001. A su sentido recto se le añadió siempre un sentido figurado poco pacífico, como expresaba la edición de 1992: “Derribar, arrojar a alguien del estado o fortuna que tiene. (Úsase especialmente en política)”. La entrada académica actual reúne en la primera acepción ambos significados previos: “Hacer caer, generalmente por la fuerza, un Gobierno o sistema de gobierno, o a alguien de un puesto preeminente”. Como se ve, continúa vigente la connotación más habitual, llegada desde los siglos: “Por la fuerza”. Así que asocié ese “derrocar” en boca de Pedro Sánchez con la idea de desalojar a los socialistas mediante una actuación violenta, algo a mi parecer inverosímil hoy en día.
En un espacio de lenguaje compartido se habría hablado de que las derechas pretenden derrotar al Gobierno, o vencerlo en las elecciones, verbos que se pueden aplicar incluso para un placentero juego de naipes. (Derrotar: “Vencer o ganar en enfrentamientos cotidianos”, señala la segunda acepción académica de este verbo).
Tal vaciamiento de las palabras ha sido maniobra de todas las tendencias, pero nadie se ha aplicado a ello con tanto entusiasmo como Núñez Feijóo y su maestra Díaz Ayuso. La presidenta madrileña ha trivializado el término “dictadura” para arrojárselo al presidente (“el pacto con Junts es entrar en una dictadura, nos han colado una dictadura”), y ha manoseado a su conveniencia las sagradas palabras “libertad” y “democracia” a fin de apropiarse de ellas y vetárselas a Sánchez. La imitó Ione Belarra, de Podemos, quien acusó el 2 de febrero a Manuel García-Castellón de ejercer una “dictadura judicial”. Y a su vez, Feijóo acudió al señuelo del citado juez, quien, por la vía del ahora que me acuerdo, de pronto consideró “terrorismo” la vulneración de leyes en la que incurrieron los promotores de la independencia catalana hace seis años. Parece que ahora toda acción de los rivales de la cual se discrepe ha de atentar contra la Constitución o suponer violencia: la dictadura, el terrorismo, el derrocamiento.
Si todo esto se ajusta a lo que las palabras representan, que baje Confucio y lo vea.
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