La combustión del taller de Miquel Barceló
El fotógrafo Jean Marie del Moral, que lleva años retratando el proceso creativo del artista en sus distintos espacios de trabajo, muestra sus imágenes en el expositor de EL PAÍS en Arco
La enigmática imagen que encabeza este artículo es púdica y discreta como un interrogante mudo en forma de ave, pero la mayoría de las fotos que a lo largo de varias décadas ha realizado Jean Marie del Moral en torno al universo de Miquel Barceló son todo lo contrario: grandes frescos íntimos y parlanchines tanto si se concentra en un retrato como si atrapa el laberinto de un taller inescrutable, como si captura al pintor rodeado de agua por todas partes en algún lugar de África. La calidad de las 24 fotografías que pueden verse en el stand de EL PAÍS en Arco empieza por la atención hipnótica que provocan, sea cual sea el objeto capturado, porque en todas rezuma la admiración y la contención de quien elude condicionar la escena.
Lo ha contado el propio Barceló: Jean Marie del Moral hace años que está sin estar en su vida y en sus múltiples talleres —en Mallorca, en París, en Malí—, en fotos que se ofrecen como escenarios para la imaginación fisgona del espectador y teatros de un arte que es antes que ninguna otra cosa manufactura artesanal y física: los botes de pintura repintadísimos, los pinceles, las figuras de barro o arcilla haciéndose o deshaciéndose, los objetos inverosímiles y caprichosos —unas tijeras, la cabecera de EL PAÍS recortada y las pruebas para ilustrar de nuevo la sección de Cartas a la directora—. Del Moral recrea la vida íntima desde la distancia física e involucra al espectador en el lugar secreto del taller como matriz y placenta, como espacio de la gestación imprevisible e incontinente. Es verdad que muchas veces las tomas están hechas desde muy lejos y sin que pueda saber siquiera Barceló que está siendo fotografiado mientras la brocha traza su recorrido por la superficie del lienzo o examina en cuclillas la obra tendida en el suelo. Ahí no es Barceló el abstraído en el trabajo, sino el propio Del Moral.
La calidad de las 24 fotografías expuestas empieza por la atención hipnótica que provocan, sea cual sea el objeto capturado
Pero quizá donde alumbra el fotógrafo un efecto más decididamente hipnótico es en la intensidad de una mirada que no está en la persona que mira a cámara —Miquel Barceló—, sino en el objetivo fotográfico que la capta y la condensa, la empuja a ser plenamente y, propiamente, la inventa. Eso sucede con algunos de los retratos que Jean Marie del Moral ha dedicado a Barceló, casi siempre con la misma inminencia alucinada, con la inocencia genuina del juego de la creación y el impulso imperativo del niño que no ha dejado morir Barceló. En tantos de esos retratos del adulto asoma el muchacho que a los 14 años ya sabía que sería pintor, pero se pasaba las horas de casi todos los días en el mar sobre una barca de madera destartalada que heredó por entonces, y de ahí llega todavía furioso e inconfundible un olor único. Cuando aceptó el encargo en Ginebra de pintar la cúpula de la Sala de los Derechos Humanos de la ONU se llevó los bártulos de pintor, pero se llevó también un puñado de algas del mar de Mallorca en un tarro. Esas algas se quedan pegadas a la base de la barca y se pudren como se pudrieron en Ginebra para espanto de los amigos que las olieron. Era la variante improvisada de otro olor ancestral, esa “especie de noble putrefacción” que nace de la mezcla de agua filtrada de mar en la barca de madera vieja, calamares podridos, restos de cebo y el gasóleo del motor.
Todo eso lo cuenta Barceló en un hermosísimo libro recién publicado en Francia por Mercure de France, titulado con un verso de Góngora: De la vida mía, y para la colección Traits et portraits. El despliegue gráfico de sus cuadernos personales —escritos, dibujados, pintados— se combina con el relato de episodios biográficos que se remontan a la infancia de un muchacho de mar y calle, y la obstinación de la lectura como bombeo vital tan crucial como la misma pintura. Allí reproduce el trozo de papel que consigna los nombres de sus autores favoritos, de Cervantes a Teresa de Jesús, pasando por Pessoa, Lautréamont y Borges, pero también el perturbador muestrario de las especies de peces de Mallorca con sus nombres y sus formas…
Ha fotografiado Del Moral a un Barceló alucinado, a un Barceló abstraído con el pincel en la mano, a un Barceló que descansa sobre la enorme cúpula del Mercat de les Flors y a un Barceló aplicado sobre una gigantesca mesa de trabajo poblada de grandes láminas donde reina él, como reina en el resto de un taller que se vive entre el brutalismo orgánico y la sutileza del hallazgo. Ese es quizá el virtuosismo de fotografías que atrapan la tosquedad sucia y emborronada de la obra en marcha en el taller saturado de cachivaches y caprichos: calaveras de cabras, túnicas raídas, tenazas oxidadas, sogas colgadas, esqueletos humanos y animales, pájaros disecados, ladrillos de obra… y el móvil sobre la mesa o los auriculares inalámbricos en los oídos.
Nada está inerte en esos espacios íntimos, pespuntados tantas veces de autorretratos, restos de grutas marinas y espesor de erosión y salitre. Casi se ve en las fotografías la ruta de las conexiones entre la vitrina acristalada repleta de conchas y fósiles marinos y la pintura o la escultura en la que acabarán después de pasar por las manos del artista, que es lo único que casi nunca aparece en las fotografías de Jean Marie del Moral: las manos que aplastan, retuercen, agrietan, esparcen o desgarran el lienzo, la arcilla o la piedra de un universo íntimo en combustión.
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