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David Remnick, director de ‘The New Yorker’: “¿La montaña de basura de internet puede ser la alternativa a los medios tradicionales? No lo creo”

Al frente desde hace un cuarto de siglo de la revista, el periodista publica ‘Sostener la nota’, una reunión de retratos de leyendas de la música, de Bruce Springsteen a Aretha Franklin o Leonard Cohen

David Remnick entrevista
David Remnick, visto por Sciammarella.
Iker Seisdedos

Los grandes ventanales del despacho neoyorquino de David Remnick ofrecen las mejores vistas de la ciudad sobre el vacío que dejó la caída de las Torres Gemelas el 11-S. En la planta 23 del One World Trade Center, el edificio más alto de Manhattan, Remnick dirige The New Yorker, boletín oficial del periodismo liberal de calidad en Estados Unidos. Está a punto de cumplir un siglo (la revista; él no, él nació en la vecina Nueva Jersey hace 65 años) y tal vez ya no sea la publicación más sorprendente del quiosco, pero aún carece de rival en su apuesta por los reportajes de largo aliento, la escritura de calidad, la ficción, la crítica, la ilustración y las viñetas humorísticas.

David Remnick
David Remnick.Brigitte Lacombe

El miércoles de finales de abril en el que se celebró la entrevista, la redacción estaba medio vacía, porque, contó Remnick, desde la pandemia la asistencia a la oficina se ha convertido en algo elástico e impredecible. Él va cuatro días por semana, aunque advierte “sin afán de presumir” que trabaja los siete: además de editar, produce sin parar artículos, columnas y podcasts y aún le queda, como siempre le ha quedado, tiempo para publicar libros. A sus recopilaciones de perfiles, a sus monografías sobre Muhammad Ali y Obama y a su ensayo sobre el fin del comunismo en Rusia, fruto de los años como corresponsal de The Washington Post en Moscú (La tumba de Lenin, que le valió un Pulitzer) suma ahora la edición en español de Sostener la nota, una reunión de retratos de leyendas de la música popular previamente publicados en la revista que dirige desde hace 26 años. Por sus páginas desfilan personajes como Bruce Springsteen, Keith Richards, Aretha Franklin o Leonard Cohen, diseccionados con la meticulosidad reflexiva de quien se define a sí mismo en la introducción como “un naturalista accidental del Antropoceno que intenta echar febrilmente un último vistazo a alguna especie magnífica”.

Pregunta. ¿Es posible mantener la relevancia de una publicación como la suya en el mundo en el que vivimos?

Respuesta. Tiene que serlo, porque ¿qué hay si no? ¿Tik Tok? ¿YouTube? Ocupan su lugar. Pero… ¿ha surgido algo mejor, con todos sus defectos, que The New York Times, The Washington Post o EL PAÍS en lo que se refiere a dar las noticias? Creo que no.

P. Nuestra última conversación fue en 2010, en la anterior sede de la revista en Midtown. Entonces dijo que no temía a los formatos, que si tenía que imprimir sus historias en una lata de refresco, lo haría. ¿Puede trasladarse un reportaje de 10.000 palabras a Tik Tok?

R. Una pequeña parte, sí. Está claro que la gente se entera de lo que pasa en el mundo de maneras distintas. En estos 14 años han pasado demasiadas cosas. Antes sólo hacíamos una revista. Ahora soltamos mucho contenido a diario en la web, grabamos cinco o seis podcasts, vídeo… Y el entorno es mucho más complicado, la publicidad cae, la atención del lector es cada vez más volátil. No es un trabajo fácil, pero sí maravilloso.

P. Muchas de esas cosas las hace usted personalmente… Ser un jefe más productivo que la mayoría de sus empleados no debe de contribuir a su popularidad entre la plantilla.

R. No es para tanto. Es solo que me gusta mi trabajo; sacar cada día, cada semana, una buena revista, y también asegurarme de que esa revista, que está a punto de cumplir un siglo, seguirá siendo vital durante otros 100 años más.

P. En los noventa, escribió que The New Yorker se había convertido en “una elegante pieza de museo carente de humor”.

R. No es verdad. En realidad reproduje en un texto la crítica habitual que se le hacía a la revista por entonces, pero no me la apropiaba. Y ya sé lo que me va a preguntar ahora, y la respuesta es no: no pienso dejarlo. Sé que se habla mucho de mi jubilación, porque he cumplido 65 años, pero el cotilleo sobre los medios es solo eso: cotilleo…

Bob Dylan
Bob Dylan en un programa doble con Neil Young el 12 de julio de 2019 en Hyde Park, Londres. (Foto convertida a blanco y negro).Dave J Hogan (Getty Images for A

P. En realidad, mi siguiente pregunta era otra: ¿Será capaz de reconocer cuando llegue el momento en el que The New Yorker se convierta en una “elegante pieza de museo”?

R. Mire a su alrededor [dice señalando al otro lado de los cristales del despacho]. Todos esos que ve, editores, correctores, factcheckers [verificadores de datos], tienen unos 27 años. Basta con escucharles. Pero sí, esa es una pregunta esencial. Lo fundamental es no aislarse, no dirigir creyéndote el rey. Publico muchas cosas que me interesan solo moderadamente. Y atiendo cuando esos jóvenes me llaman la atención sobre algo. A menudo pienso en The New Yorker de los años sesenta y me entra un poco el pánico. ¡No publicaron un buen perfil sobre los Beatles!

“Hay una regla de oro en la música: nunca amarás algo con la misma pasión como aquello que descubriste a los 18 años. ¿Amaré alguna vez tanto a Taylor Swift como a Bob Dylan? No”

P. Pero sí sobre Bob Dylan.

R. Y muy bueno, además, de Nat Hentoff. Creo que hay una regla de oro en la música, especialmente en el pop: nunca amarás algo con la misma pasión como aquello que descubriste a los 18 años. Tiene que ver con la juventud, con el sexo, con crecer… Estoy abierto a lo nuevo, y desde luego me gusta más Bach o John Coltrane que cuando era adolescente. Pero por resumir: ¿amaré alguna vez tanto a Taylor Swift como a Bob Dylan? No.

P. Eso significa que un poco sí la quiere…

R. La encuentro interesante. El fenómeno me conmueve y creo que algunas de las canciones son buenas, pero no es lo mío. Francamente, cuando veo a algunos fingir que les encanta para congraciarse con la juventud lo encuentro bastante ridículo. Como esa gente de 65 que viste con sudaderas de capucha. Aunque míreme, no sé si soy quién para decirlo [aquel día vestía americana, camiseta, tejanos y zapatillas].

P. Venía pensando si sería posible tener esta conversación sin hablar de Taylor Swift, teniendo en cuenta cuánto espacio de la cultura ocupa ahora mismo. Ya veo que no.

R. Escribir sobre ella es trabajo de otros. En este libro trato de hablar no solo de esos viejos músicos, sino también de la edad, de lo que viene después de la edad y de dónde encaja eso en el arte. Habla del envejecimiento, de la muerte, y, espero, de la propia vida. ¿Sabe que toco la guitarra? Lo hago muy mal…

P. ¿Tuvo una banda cuando era adolescente?

R. Sí, de rock’n’roll… Crecí en Nueva Jersey, en un pueblo llamado Hillsdale, un lugar aburrido. Algo así como Bruce Springsteen, pero sin océano.

P. ¿Nunca le interesó lo que sucedía en Nueva York en ese momento, el punk, la no-wave, la escena de downton?

R. ¿La escena de downtown? Me temo que era un pobre chico sin dinero para venir a la gran ciudad... De vez en cuando iba con mi padre a ver conciertos de gente que ya era mayor para entonces: Dizzy Gillespie, Louis Armstrong, Ella Fitzgerald… Mi padre era un dentista modesto. En lugar del hilo musical, en la consulta ponía jazz clásico.

P. Diría que su libro también habla de la generación del baby boom. Y que se puede contar la historia de Estados Unidos a partir de algunos de esos personajes. La era de los derechos civiles, a través de Aretha Franklin o Mavis Staples. La Gran Migración negra, con Buddy Guy. La gentrificación de Nueva York: Patti Smith. El desencanto de las clases trabajadoras por la vía de Springsteen…

R. Me halaga que opine eso…

Beyoncé
Beyoncé en un concierto de su 'Renaissance World Tour', en octubre de 2023 en Kansas City.Kevin Mazur (WireImage for Parkw

P. ¿Cree que será posible contar el presente a partir de las grandes estrellas del pop actual o sus vidas solo servirán para hablar de la cultura de la fama y de las redes sociales?

R. Tiene un poco de razón, pero no toda. Mire el caso de Beyoncé: una mujer afroamericana del Sur que acaba de hacer un disco que saca a relucir el origen negro de la música country, un estilo que resulta que va mucho más allá de esos tipos blancos que escriben canciones sobre camionetas y cerveza.

P. En el libro lamenta que el jazz no sea una forma de arte viva. ¿Cuándo calcula que le sucederá eso al pop y, si no le ha sucedido ya, al rock?

R. Para algunos de los protagonistas del libro es sorprendente que el rock and roll haya durado tanto… Desde luego, Keith Richards nunca pensó que aguantaría hasta ahora. [Rolling Stones] Todavía están juntos. En fin, es ridículo a sus 80 años, pero está bien.

P. Podría haber titulado su perfil sobre Aretha Franklin “Aretha está resfriada”, en homenaje a Gay Talese y a sus infructuosos encuentros con Sinatra… Apenas logró arrancarle una frase.

R. Fue imposible. Fui a verla a Ontario y hablamos en su camerino durante una media hora, y luego nos estuvimos mensajeando, pero no se pudo sacar mucho. Me parece que sospechaba de la gente que no conocía. No me dio lo que Leonard Cohen. O Paul McCartney, o Patti Smith, con la que incluso toqué la guitarra en un acto público. Lo pasé fatal...

P. Un antecesor suyo, el mítico editor Robert Gottlieb, me dijo una vez que los perfiles de The New Yorker ya no son lo que eran, que ahora llaman perfil a quedar con alguien un par de horas y escribir seis mil palabras con eso.

R. Bobadas. A mis reporteros siempre les hago la misma recomendación: “Coge el tiempo que te den y después continúa en contacto una vez terminada la entrevista. Acompaña al personaje a un concierto, a la graduación de su hijo”. Le sorprendería cuánto consiguen.

P. Esa forma de trabajar es cada vez más difícil… ¿Le resulta frustrante que los fans se conformen con que sus ídolos no tengan que pasar por el escrutinio de un reportero?

R. Es culpa de las redes sociales. Si soy Beyoncé y tengo una audiencia gigantesca, ¿por qué me arriesgaría a hablar con un extraño durante tres horas? Algo puede salir mal, y ganarme el odio de millones de personas…

P. Pero antes las estrellas del rock estaban cómodas flirteando con el odio universal… Era parte de la gracia.

R. La ventaja de la gente que sale en el libro es que ya no tienen nada que demostrar. En el caso de Cohen, literalmente se estaba muriendo.

P. ¿Ha hablado alguna vez con Bob Dylan?

R. Solo durante tres minutos. Tuve la clarividencia de no decirle que su música me había cambiado la vida; debe de escucharlo continuamente. El adjetivo “incómodo” no sirve para empezar a describir lo que supuso aquella conversación.

P. La prensa en Estados Unidos lleva años instalada en crisis, pero ahora…

R. Ahora está en un momento especialmente bajo… Los más afectados han sido los periódicos pequeños y de tamaño medio. Publicamos hace un año una historia sobre el último reportero de medio ambiente en Virginia Occidental, epicentro de la minería del carbón. Lo despidieron. Así que ya no hay nadie que despierte cada mañana con la misión de escribir sobre el efecto de esa industria en el aire que respiras o en el agua que bebes. Me parece trágico. La desaparición de ese periodismo de proximidad está entre las causas de que nuestra imagen entre el público se haya vuelto terrible. No confían en nosotros…

P. ¿Fueron los medios demasiado arrogantes al enarbolar durante tanto tiempo la bandera de “la verdad”?

R. Voy a decirle algo que puede resultar polémico. Seré el primero en reconocer que los grandes medios cometieron errores, y que son imperfectos, pero no sé de nada mejor que pueda ocupar su espacio. ¿Suena arrogante? Puede ser. Pero es verdad. Podemos ser injustos o inexactos, y cometemos fallos. Tenga en cuenta que The New York Times pasó por alto el Holocausto. ¿Hay un error más colosal? Pero así y todo, no veo alternativa. ¿Lo es la gigantesca montaña de basura de internet? No lo creo. No me malinterprete: también hay cosas nuevas, buenas e interesantes en la Red.

P. The New York Times está sometido a un intenso fuego interno por su cobertura de Gaza o de las personas trans… Cuando ve a una institución como esa en crisis: ¿teme el contagio?

R. No se preocupe por ellos, superarán ese choque generacional e ideológico, y el negocio les va muy bien. Aquí también tenemos debates, menos mal, pero no son destructivos.

P. Hay otro debate en marcha sobre si la objetividad, sacrosanta en el periodismo americano, sigue sirviendo a su propósito. ¿En qué bando milita en esa guerra?

R. Objetividad es una muy buena palabra para la ciencia. Para The New Yorker prefiero exactitud y justeza. Aunque es obvio que somos básicamente una institución liberal…

P. Que no de izquierdas...

R. No. La ideología no está en el centro de lo que hacemos. Lo nuestro no es la opinión...

P. ¿Le quita el sueño la audiencia?

R. Me preocupa que el negocio sea sostenible para poder seguir haciendo lo que hacemos. No se trata de clics. Se trata de suscriptores: son el 80% de nuestros ingresos. Cuando llegué solo era un 25% frente al 75% de la publicidad. Cayó una, y, menos mal, subieron los otros: ahora tenemos 1,2 millones.

P. ¿Es este año una de las misiones de The New Yorker impedir que Trump regrese a la Casa Blanca?

R. Nuestra misión es contar el mundo. No somos el Comité Nacional Demócrata. Nuestro trabajo es decir la verdad sobre Trump, pero también sobre Joe Biden.

P. Lo de Trump y la verdad se está volviendo cada vez más resbaladizo…

R. No quiero ocultar mis sentimientos sobre él. Representa la versión estadounidense de la tentación autoritaria que aflige a buena parte del mundo.

P. ¿Es posible trabajar a partir de hechos cuando una tercera parte de la población no los comparte?

R. Para ese problema no tengo solución. Desconfían de todo. Vivimos en un mundo en el que, como decía Philip Roth, es cada vez más difícil escribir ficción. La no ficción se ha vuelto tan increíble que es imposible superarla.

“Ya nadie puede sorprenderse con Trump. Suelta tantas cosas escandalosas, crueles, inexactas o conspiranoicas que da igual. Solo contribuyen a aumentar su atractivo entre los suyos”

P. Da la impresión de que las expectativas son demasiado altas entre los posibles votantes de Biden y demasiado bajas entre los de Trump.

R. Ya nadie puede sorprenderse con Trump. Suelta tantas cosas escandalosas, crueles, inexactas o conspiranoicas que da igual. Solo contribuyen a aumentar su atractivo entre los suyos.

P. ¿Pueden los medios hacerlo mejor que en 2016? ¿Cómo encontrar el equilibrio entre contar las barbaridades que dice y no servir a su juego?

R. No lo tengo claro. ¿Vio el discurso que dio en Gettysburg? Es un lugar sagrado de la retórica estadounidense, donde Lincoln pronunció sus más famosas palabras. Comparar ambos conduce a pensar que no todo mejora con el tiempo.

P. ¿Firmará The New Yorker un acuerdo de inteligencia artificial con OpenAI?

R. No me corresponde a mí decidirlo. Yo creo que ya tomaron toda la información que les dio la gana. Es un escándalo. Como lo es lo que nos hacen las tecnológicas desde hace 15 años. Actúan con impunidad, y fingen estar haciendo el bien, porque usan camiseta y comen comida macrobiótica. La injusticia y la desigualdad que han inoculado en nuestra sociedad no pueden pasarse por alto por muy genial que sea el iPhone.

P. ¿Ha probado a pedir a ChatGPT que escriba un perfil de Springsteen a la manera de David Remnick?

R. No soy tan vanidoso, pero creo que aún le falta un trecho para ser una buena herramienta. Llegará a serlo, inevitablemente.

P. Poco después del 7 de octubre viajó a Israel y escribió sobre el terreno. Su artículo comenzaba, un poco a la manera de Janet Malcolm, con esta frase: “La única manera de contar esta historia es intentar contarla desde la verdad y saber que aún así fracasarás”. ¿Era la asunción de una derrota?

R. El punto subyacente de esa pieza era que hay que tener ambas perspectivas en cuenta. Soy judío y una parte de mi familia es bastante conservadora y religiosa, así que por ese lado recibo cierta propaganda. La negación del otro es una forma de intolerancia. Incluir todos los puntos de vista, ser justos, servir a la realidad en toda su complejidad… Todos fallamos en eso… Es un trabajo que requiere una grandeza de mente y de espíritu de la que la mayoría carecemos. Tiene que ser posible por ejemplo simpatizar con las manifestaciones en los campus [en favor de Palestina] y reconocer que en ellas se han escuchado mensajes descaradamente antisemitas y al mismo tiempo señalar que las acciones policiales contra estos manifestantes han ido demasiado lejos. Es posible, o más bien necesario, denunciar que el ataque [de Hamás] del 7 de octubre fue espantoso e incluyó no solo el asesinato, sino también violencia sexual deliberada, y, a la vez, criticar la reacción de Israel.

P. La equidistancia o, según el último neologismo inglés, el bothsidesism (literalmente, el ambosladismo) no es muy popular hoy.

R. Se puede criticar cuando lo que pretende uno de los dos lados es falso. Por ejemplo, si al afear a Donald Trump su moral lo haces también con Biden, solo porque es su rival. Lo siento: Biden puede ser muchas cosas, pero no es moralmente repugnante.

P. Un tratamiento equilibrado de un asunto desequilibrado acaba por distorsionar la realidad...

R. En el caso de Israel y Gaza decir todo lo que he dicho no es caer en el ambosladismo. Eso es un cliché a estas alturas. Se usa como un arma para desdeñar al que no piensa como tú.

Aretha Franklin
La cantante estadounidense Aretha Franklin, en la ceremonia de toma de posesión presidencial de Barack Obama, en Washington DC el 20 de enero de 2009.Pat Benic (Pool via CNP/Getty Im

P. No sé cuántos de sus jóvenes colegas habrían publicado un perfil sobre Judith Butler, pensadora judía famosa por criticar a Israel, y al mismo tiempo ese artículo de Zadie Smith duro con las protestas en los campus.

R. He ahí la definición de una mente liberal. No me refiero a lo que en Washington se conoce como liberal [progresista], en el sentido de contrario al Partido Republicano, sino a algo más amplio. Es muy difícil. También la libertad de expresión lo es. Hablo de [John] Locke, de [John Stuart] Mill. De ser comprensivo, empático... Una manera muy difícil de vivir. Pero para mí es la única posible.

P. ¿Y considera, como decía una portada de The Atlantic recientemente, que la edad de oro del judío está llegando a su final en este país?

R. Era una pieza inteligente, pero no estoy del todo de acuerdo con ella. Yo no lo ligaría tanto con el momento actual de Israel.

P. Uno de los aspectos que trataba de probar aquel artículo es la supuesta caída del favor del público hacia los cómicos judíos, que han perdido parte de su hegemonía. En una entrevista reciente, usted habló de humor judío con Jerry Seinfeld

R. Cuando lo entrevisté, acudí a la Enciclopedia Judaica para buscar su artículo sobre comedia y encontré una estadística en la que decía que en ese momento un 80% de los humoristas de éxito eran judíos. Para empezar, me parece una estadística bastante mentirosa, o, como mínimo, poética. Es natural que en los últimos años hayan entrado otras voces. Como pasó entonces con esos inmigrantes de Europa del Este, ahora estamos asistiendo a una explosión demasiado tardía de novelas, comedia y cultura de asiáticos americanos, afroamericanos, hispanos... Solo cabe celebrarla.

P. ¿Diría que el antisemitismo en Estados Unidos está creciendo?

R. Me parece que es demostrable.

P. ¿Y considera que Israel está llevando a cabo un genocidio en Gaza?

R. Gracias por la pregunta fácil. Yo diría que lo que Israel está haciendo está profundamente mal.

‘Sostener la nota’. David Remmick. Traducción de Juan Rabasseda Gascón y Teófilo de Lozoya. Debate, 2024. 336 páginas. 22,71 euros.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.
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