Nisargadatta, la atención distraída
El cosmos del maestro espiritual indio hunde sus raíces en la metafísica de las upaniṣad. El mundo no es más que un reflejo de la imaginación y el deseo. El mundo está en uno mismo
Viajé a la India el pasado mes de marzo, invitado a un ambicioso congreso titulado: Humanismo oriental para la Nueva Era. Lo organizaba la India Foundation y lo presidía Draupadi Murmu, la actual jefe del Estado de la República de la India. Reunía expertos de Asia y América, y unos pocos europeos. Las sesiones y los encuentros fueron altamente interesantes, sobre todo gracias a esa insólita combinación de eruditos, espías y santos, que sólo puede darse en este país. Siempre es interesante observar cómo se ve Europa desde Asia, y cuán diferente es esa imagen de la que tenemos de nosotros mismos. Finalizadas las sesiones, mi intención era visitar las cuevas budistas de Ajanta y Ellora y realizar en su interior un pequeño experimento con hongos psilocibios. Pero el caos ferroviario me impidió llegar a Aurangabad. Tuve que volar directamente a Bombay, tres días antes de lo previsto. Quien conozca la India sabe que allí es más cierto que en ningún otro sitio el viejo dicho: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. Me acompañaba Alejandro, un estudioso mexicano del budismo tibetano que reside en Katmandú. Ya en Bombay, estuvimos leyendo algunos fragmentos del Camino al despertar, que él traía en sánscrito. Tengo un especial aprecio por esta obra de Śantideva, mi maestro, Luis O. Gómez, la estudió durante más de treinta años. Traduje las célebres estrofas del capítulo octavo, donde se dice: “Toda la dicha del mundo / procede de desear la felicidad de otros. / Y todo el sufrimiento / de desear la propia felicidad”. Le envié los versos a mi amigo el poeta Vicente Gallego para que los ajustara en sílabas y acentos, como ya habíamos hecho con las estrofas de las Upaniṣad. Vicente respondió en seguida y, como de pasada, mencionó que, ya que estaba en Bombay y tenía tiempo, visitara el memorial de su maestro Nisargadatta, y le rindiera homenaje de su parte. Obedecí.
Yo no había leído a Nisargadatta (lo mío son los maestros antiguos) y apenas sabía de él. Busqué la que había sido su casa y me encontré un edificio envejecido de cuatro plantas, en un barrio polvoriento y bullicioso, no lejos de Nana Chowk. En el entresuelo di con un pequeño departamento. A la entrada había una cocina donde la nuera de Nisargadatta pelaba unas habas mientras su nieta cocinaba. En el interior, en un exiguo salón que hacía las veces de dormitorio (vi colchones apilados), el bisnieto del maestro se debatía con un videojuego y apenas levantó la cabeza de la pantalla. Hice un pequeño vídeo, que mandé a Vicente. Sobre una de las pareces de la pieza estaba el “memorial” Nisargadatta. Consistía en una serie de retratos, del gurú, del que colgaba una guirnalda de flores anaranjadas (el color de la liberación), de sus padres y de su hijo. Junto a ellos, una figura kitsch de Ganesha. Me senté un rato a meditar, contemplando el rostro, pícaro y energético, del maestro. No tuve ninguna intuición extraordinaria, pero sí la certeza de que aquella mirada que me interpelaba desde una fotografía coloreada no era la de un impostor. Cuando regresé a España me hice el propósito de averiguar qué decía. Descubrí que nunca escribió nada, que su pensamiento está recogido en una serie de conversaciones con diferentes interlocutores, sobre todo occidentales. La obra había sino editada por un personaje misterioso y fascinante, un ingeniero polaco llamado Maurice Frydman, de origen judío, que había abandonado Varsovia en los años 30. Tras unos años en París, se trasladó a Bangalore para hacerse cargo de la dirección de una central eléctrica. Seguidor de Gandhi, activista en la lucha por la independencia de la India, conoció a Krisnamurti y fue discípulo de Ramana Mahashri, cuyo ashram en Arunachala visitaba siempre que se lo permitían sus obligaciones profesionales. Tiempo después, tras la muerte de Ramana, se estableció en Bombay y quedó impresionado por la brillantez espontánea y enérgica con la que Nisargadatta exponía sus experiencias. Sentía una gran paz en su presencia y se dedicó a grabar muchas de sus conversaciones, que editó y tradujo del marathi al inglés. Un centenar de cintas magnetofónicas que se acabaron convirtiendo en un libro singular y extenso, I Am That (Yo soy eso), publicado en 1973.
El maestro cigarrero
Nisargadatta, de nombre Māruti, nace en 1897. Su nombre está relacionado con el dios védico del viento y con personajes épicos especialmente vigorosos, como Hanuman y Bhīma. Sus padres son campesinos y su infancia transcurre en una granja de Kandalgaon, al sur de Bombay, en un ambiente laborioso y devocional. Cuando muere su padre, se traslada a Bombay. Se inicia en la metrópoli como empleado de oficina, pero su naturaleza independiente y enérgica le lleva a abrir un pequeño negocio, una tienda de bidis. Allí fabrica y vende estos finos cigarrillos y en pocos años abre algunas tiendas más (llegará a tener ocho). El 1924 se casa con Sunatibai, que le da un varón y tres niñas. En 1933, un amigo le presenta al que habría de ser su gurú. En un principio, él no quiere ir. Pero el amigo insiste e incluso paga la guirnalda de flores con la que Maruti obsequia al maestro. Sri Siddharameśvar Maharaj pertenece al linaje de los “nueve gurús”, maestros mitológicos caracterizados por su sencillez, tanto doctrinal como de comportamiento. El propio Nisargadatta describirá esta tradición como “un rio que fluye hacia el océano de la realidad y quien entra en él es llevado a dicho océano”. Y luego aclara, sin concederle demasiada importancia: “Quienes se ejercitan en la práctica de centrar sus mentes en el ‘Yo soy’, tal vez se sientan relacionados con otros que siguieron la misma sadhana y llegaron a la meta. Quizás decidan verbalizar su sentido de clase llamándose a sí mismos Navnaths (nueve maestros). Eso les proporciona el placer de pertenecer a una tradición establecida. Pero darse un nombre particular no ayuda en nada”. La continuidad de la tradición es informal y voluntaria. Es como un apellido, pero en este caso de una familia espiritual.
Su maestro le aconseja que observe y se recree en la sensación “Yo soy”, sin ningún atributo. Māruti obedece. “Todo mi tiempo libre lo pasaba observándome a mí mismo en silencio. ¡Y qué gran diferencia supuso eso, y qué pronto! Tardé sólo tres años en realizar mi verdadera naturaleza”. Se dedica a observar su propia mente en silencio y a devolverla constantemente al “Yo soy”. Al cabo de tres años, su mente hace click. Ha funcionado. Tras la muerte de su gurú, decide abandonar familia y negocios y convertirse en monje itinerante. En su camino hacia el Himalaya, donde ha decidido pasar el resto de su vida, un peregrino lo convence de que, dado su temperamento, una vida activa y desprendida resultará más plena y fructífera. Al regresar a Bombay, sólo encuentra abierta una de sus tiendas. Retoma el negocio y, atraídos por su elocuencia, algunos comienzan a reunirse en la calle, junto a su tienda. Cuando su hijo se hace cargo del negocio, las reuniones se trasladan a su casa, donde ha construido una entreplanta para la práctica de la meditación.
La pequeña habitación superior de la calle 10 de Khetwadi Lane se llena a diario durante las horas de consulta. Las paredes están cubiertas de retratos de santos de las grandes religiones. El ambiente es agradable y es posible abstraerse del ruido estrepitoso de la calle. La mayoría de los visitantes son occidentales. Nisargadatta no quiere discípulos. Tampoco quiere fundar una escuela o institución, sabe que acabaría siendo prisionero de ella. No gana nada con sus charlas. Tampoco da orientaciones éticas ni ofrece una doctrina. (O sólo una: “Sin ti, no hay Dios”). Es un iconoclasta que, como Nāgārjuna, propone dejar de lado todos los conceptos. Un genuino anarquista del pensamiento.
Tampoco se magnifican las visiones que uno pueda tener. Éstas carecen por completo de significado (o tienen un significado vinculado a la propia imaginación y deseos). En este sentido, Nisargadatta es un antisimbolista. Todo sucede espontáneamente. Asegura que la consciencia quiere que le hagan caso, que te arrastra de la oreja porque quiere saber de sí misma, de su verdadera naturaleza.
Como maestro, adopta el nombre de Nisargadatta. “Nisarga” significa carácter, representa lo natural, el modo de ser innato. Todas las cosas tienen su propio nisarga, su propia espontaneidad y emisión. De ahí que el término se relacione con la entrega y el intercambio (y también con la renuncia y el abandono). “Sarga” puede significar tiro o disparo, emisión, creación o proyección. Una ráfaga de viento, algo que se arroja o proyecta. Es uno de los nombres de Śiva. “Datta” es lo entregado u ofrecido, la donación y el regalo. Un apellido común entre la casta de comerciantes o vaisya. La traducción del compuesto Nisarga-datta sería “aquel que entrega espontáneamente su carácter y lo ofrece”.
Entretanto, una mujer californiana, Jean Dunn, ha escuchado hablar de Nisargadatta en el ashram de Ramana Maharshi en Arunachala. Cuando lo visita en Bombay, éste ya sufre de un cáncer de garganta. Tiene dolores, pero se las arregla para hablar dos veces al día. El maestro le da un mantra y una iniciación. Dunn describe su corta estatura, sus grandes entradas y ojos centelleantes, penetrantes, y una sonrisa contagiosa. Alguien mencionó una vez sus grandes orejas y prominente nariz. Respondió entre risas: “Quizá desciendo de Ganesha, el dios elefante”. Es ingenioso y rápido en sus respuestas. La conciencia universal se expresa continuamente a través de los cuerpos. Dunn comenta: “La consciencia se renueva continuamente. Tiras un pedazo de comida en un rincón; y en poco tiempo hay gusanos ― vida, consciencia. La misma consciencia que hay en el gusano está en ti. No es “mi” consciencia, “tu” consciencia; es una consciencia universal, y esa consciencia universal eres tú”.
El maestro parece ser una persona común y corriente, pero enseguida, al estar en su presencia, la mente se calma y se comprende “¡que se puede hacer, que se ha hecho!”. “Bromea, ríe, frunce el ceño, sacude el dedo, golpea el puño para enfatizar un punto. Las diversas expresiones juegan en su rostro como la luz sobre el agua. ¡Es magnífico! Uno siente su energía vibrante, la pura alegría de ser, fluyendo de él. Responde a todas las preguntas de manera simple, clara y concisa, sin citar las escrituras ni proponer doctrinas. Es amable y gentil mientras derriba todos tus apoyos”. Su mensaje es simple y directo: “Tú eres el Ser aquí y ahora. Deja de imaginarte a ti mismo como ‘esto’ o ‘aquello’. Suelta tu apego a lo irreal”.
Conocer es ser
Según una tradición antigua de la India, sólo podemos conocer lo falso. Lo verdadero hay que serlo. Si hemos de ser estrictos, “conocer es ser”. Todo lo demás es mera información, banalidad del dato, ceguera o pseudo conocimiento. Se hace pasar por conocimiento lo que es simple ignorancia. El saber sólo se logra mediante la transformación profunda del conocedor. Esa es la apuesta del vedānda no dual, la más radical de las filosofías de la India. Conocer la generosidad es ser generosidad. Se conoce la lectura leyendo. Lo mismo puede decirse de la poesía o la santidad, de la valentía o la inteligencia. Los objetos que crea la actividad científica, el enlace químico o la partícula elemental, son meros conceptos, destilados por una teoría, meras palabras, no conocimiento genuino. Al hacer una pregunta, el propio lenguaje impone la respuesta. Eso es la complementariedad cuántica. Esa es la conclusión de Wittgenstein en el Tractatus. Ningún ser humano podrá saber qué es un átomo hasta no tener la experiencia del átomo. Se trata, como puede verse, de un empirismo radical. Sólo la experiencia puede decirnos lo que las cosas son. Pero la experiencia propia. El laboratorio impone una distancia, la del experimento, que, paradójicamente, impide experimentar.
De hecho, el pensamiento es siempre pasajero. Lo que fue cierto en el pasado, ahora no lo es. Y lo que sabemos ahora, dejará de ser cierto en el futuro. Pero hay algo más: la comprensión no aumenta por la acumulación de pensamientos, sino que depende de la relación entre el ser y el saber. El conocimiento es más un quitar o apartar que un poner o atesorar. Cuando la mente (de natural charlatana, lianta y enredosa) llega a su perfección, entonces es lo que conoce. Y lo que la mente conoce es lo que realmente es, su fuente, frente a lo que aparenta ser. Y “eso” que es, eso que somos, no es el cuerpo, ni la propia mente, sino la conciencia. Ese es el significado del título de la gran obra de Nisargadatta: I Am That (que no es una obra, sino un conjunto de conversaciones grabadas y editadas por un ingeniero polaco). No se trata aquí, aunque también, de la complicidad con el resto de los seres que sugiere el “tú eres eso” de las upaniṣad. Somos esa conciencia, y esa conciencia (que no es egóica) es inmortal. Frente a lo visto y lo escuchado, la oscuridad y el silencio.
La libertad no es entonces el resultado ni el efecto de alguna clase de acción o pensamiento. El sabio, simplemente, retira los obstáculos. Se trata más de una labor de limpieza que una labor de adquisición. Un desaprender. De ahí que ningún tipo de saber teórico o acumulativo sirva a su propósito. El lenguaje tampoco. Pero el habla tiene una doble faz, de ahí su magia. Sabe abolirse a sí misma. Es la magia de la recitación y la ironía. El habla se deshace entonces de la tiranía del significado, que es un continuo postergar, un remitir a algo siempre más allá (agotador), y se centra en sí misma (como siempre han querido los poetas). El habla se ensimisma. Reconoce su propio vacío. Lo mismo ocurre con la mente, que en general nos enreda, pero que guarda en su interior la llave de su propia abolición. Esa llave es la palabra recitada, y también la respiración. La detención de la mente hace que pueda brillar la luz de la conciencia. El sol brilla cuando las nubes se disipan. De ahí que algunos lenguajes simbólicos, algunas metáforas, ayuden a comprender esta propuesta. La conciencia es como el espacio, como el sol, como la semilla. Estos símbolos, no definen, sugieren. No describen, insinúan.
Un método sencillo
Para entender el método de Nisargadatta lo primero es asumir la diferencia entre mente y conciencia. La mente es por naturaleza vagabunda. No hay nada estable en ella. Es pura inquietud, va de un lado a otro constantemente. Todo lo enreda y complica. Para estabilizarla, se puede fijar el centro de la consciencia por encima de ella. La vía propuesta por Nisargadatta, que le fue sugerida por su maestro, es rechazar todos los pensamientos salvo el “Yo soy”. Ese yo no es el ego (el ego es mental), sino el yo de la conciencia. Hay que tener paciencia y perseverancia, pues al principio la mente se rebela. Pero si se insiste en dicha práctica, finalmente ocurre el milagro. Y entonces empiezan a suceder las cosas de un modo espontáneo. Esto, claro está, exige una larga lucha con la propia mente.
Hay otro método, que es vivir la vida tal y como viene, con alegría y atención, sufriendo y disfrutando, sabiendo que la felicidad no puede encontrarse en lo pasajero, que el placer y el sufrimiento se alternan de forma inexorable. De no hacerlo así, la mente estará siempre en su estado natural, que es la ansiedad y la inquietud. Pero eso que se agita no es el Ser real, sino su reflejo en la mente. Nisargadatta utiliza una imagen clásica del vedānta: la imagen de la luna reflejada en el agua tiembla, pero es debido a la agitación del agua (la mente), no de la luna (la conciencia). Así son las relaciones entre la conciencia y la mente. La identificación de ambas (como hacen las neurociencias de hoy) supone el peor de los errores. Significa entrar en un laberinto sin salida. Hay una imagen que nos puede ayudar a entenderlo. El universo es mental, es experiencia, percepción, memoria, intención y lenguaje. Todo esto está comprendido en un ámbito mayor, que es el de la conciencia. La mente (el universo) es un subconjunto de la conciencia. El universo es la totalidad de lo conocido (la totalidad de las experiencias) en la inmensidad de lo desconocido. Lo conocido está inmerso en lo desconocido o, como se decía antiguamente, en el misterio. En esa conciencia, el mundo aparece y desaparece (el viejo modelo cosmológico del sāṃkhya), se manifiesta y luego deja de manifestarse. De ahí que diga: Todo lo que es, es Yo, y todo lo que es, es Mío (siendo estos pronombres mayúsculos la conciencia). Nisargadatta sigue una vieja máxima del vedānta: todo lo que está sujeto al tiempo es efímero e irreal. La evolución cósmica, como un todo, puede ser un parpadeo. Depende de la escala temporal que utilicemos. “El mundo no dura más que un instante. Es tu memoria la que te hace pensar que el mundo tiene una continuidad”. Pero quien no vive de recuerdos ve el mundo tal cual es: una aparición momentánea en la conciencia.
De hecho, la idea misma de la inconsciencia existe sólo en la consciencia. ¿Y cómo describir la consciencia? En este punto Nisargadatta recurre a las upaniṣad. Sólo es posible definirla mediante negaciones, mediante lo que no es. Un viejo recurso de la teología negativa: inamovible, indiscutible, inaccesible inasible. Cualquier definición positiva proviene de la memoria supondría una petición de principio. ¿Se trata entonces de una abstracción? Tampoco, pues las abstracciones son operaciones de la mente, requieren de la memoria, de experiencias y hechos, reunidos en una categoría. Mientras que la consciencia es sólo presente.
Mente significa problemas. La mente es agitación, bullicio. No hay paz en la mente. Lo que por naturaleza es agitado no puede estar en paz. Pero se puede desactivar. Mediante la respiración o mediante la recitación. Yoga significa sintonía, conexión, apaciguamiento. Pero esa paz que logra el yoga es frágil. La conciencia (que no hay que confundir con la mente o el ego) no tiene necesidad que se le apacigüe. No está en paz, sino que es la paz misma. Es el “eso” del “Yo soy eso” que propone Nisargadatta.
Llamamos progreso al paso de lo desagradable a lo agradable. Pero ningún cambio puede llevar, por sí mismo, a lo que no cambia. La personalidad es un producto de la imaginación. El ego es una víctima de esa imaginación (que es memoria, intención y lenguaje). Lo que nos confunde es tomarnos por lo que no somos. Nada se puede lograr sin apartar los obstáculos. Esos obstáculos son el deseo de placer y el miedo al sufrimiento. El obstáculo es el juego placer-dolor. ¿Quién desea? Otro. Las raíces del deseo están en la imaginación, y esa imaginación no es “nuestra” (o sólo lo es provisional y superficialmente).
Antes de que algo llegue a existir, se necesita de una persona a quien se le pueda manifestar. Nisargadatta buscó lo que su maestro le dijo que buscara. Observó el sentido del “Yo soy”, durante tres años. Un ser sin cualidades. No se trata de centrarse en Yo soy comerciante o Yo soy de Bombay o Yo soy padre de familia, todas esas propiedades son el ego, sino de atender al mero Ser sin atributos. Centrar la atención en esa sensación. Observarla sostenidamente en silencio. No es difícil de hacer, lo difícil es mantenerla, estar un buen rato en el “Yo soy” o, si queremos quitar el ego, simplemente en el “soy”.
La sensación de ser es lo primero que emerge. Hay que limitarte a contemplarla tranquilamente, a averiguar su origen. Es una sensación que está siempre a mano, a diferencia de otras, como la sensación de frío o de calor, de placer o de dolor. La sensación de ser está siempre ahí, es la siempre fiel, el sustrato del resto de las sensaciones, por eso podemos afirmar que es una sensación original. Y el origen no es otra cosa que el presente, el ahora. Pero lo que ocurre es que ese “Soy” es opacado por pensamientos sobre el futuro o recuerdos del pasado, por opiniones o sentimientos, por deseos y temores. Todas esas sensaciones se le adhieren y opacan, y obstaculizan la sensación original. Y la seguridad del origen (que es el ahora) se llena de anhelos, inquietudes y miedos.
Cada experiencia pone de manifiesto un experimentador, un “soy”, una particular sensación de ser, que emerge entre los diferentes obstáculos que la oscurecen. Cada experiencia tiene su propio experimentador. Y no es el mismo, aunque aparentemente sea el mismo individuo el que vive dichas experiencias.
El mismo hecho de percibir muestra que uno no es lo que percibe. Pero la percepción es la que permite encontrar a ese “uno”, a ese que es (o que somos) sin atributos. Para ello se precisa de una mirada sin memoria ni deseo. “Deja de pensar que haces esto o aquello y te darás cuenta de que eres el origen y el centro de todo. Te vendrá entonces un gran amor que no es consecuencia de una elección, ni de una predilección, ni de un apego, sino un poder que hace que todo sea amable y digno de amor”. Para Nisargadatta su propia vida es como la de todos los demás, una serie de acontecimientos, que se suceden como las perlas de un collar. “Lo único que ha pasado es que me he separado y veo esos acontecimientos como un espectáculo, mientras que tú te aferras a las cosas y te mueves con ellas”. Nada muy diferente de las enseñanzas de la Bhagavadgītā. Nuestro centro de atención está desplazado. La mente se aferra con fuerza a las cosas, a las palabras, a las ideas. Si uno centra la atención en el Sí mismo, si se observa actuar, si se observar mirar, oír, oler, tocar, si estudia minuciosamente la vivienda que erige (y donde se encierra) la propia mente, lo que se rechaza y lo que se desea, advierte que lo real no es, no puede ser, un producto del pensamiento. Incluso la sensación del “Yo soy” no es continua. La propuesta es audaz y, en muchos sentidos, un azote contra todas las formas del pensamiento. Pues lo que nos está diciendo es que la sabiduría no está ahí. Supone consagrar la propia vida a la observación del “Soy”, frente a dedicarla al trabajo o a cumplir los propios deseos y ambiciones.
El río de la vida corre entre la orilla del sufrimiento y la orilla del placer. Vamos continuamente de una a otra. Pero en lugar de navegar, nos aferramos a las orillas. Lo que Nisargadatta entiende por navegar es la aceptación, dejar que venga lo que viene y que se vaya lo que se va. Una indiferencia estoica. “No desees, no tengas miedo, observa el presente tal como es y cuando llega, porque tú no eres lo que llega sino a quién llega”.
Tiempo y presencia
El presente es la marca de lo real. Real es quien está siempre en el ahora. Lo demás es distracción, que es un modo de la irrealidad. Sin embargo, esa realidad puede dejarnos exhaustos. De ahí que de vez en cuando desaparezca de la ventana de la atención. El recuerdo pertenece al presente. También el futuro. El primero lo crea la memoria, el segundo, la imaginación, el deseo o el temor. La intención de ambos, ya sea rememorativa o especulativa, es lo que tienen de real. Tanto el pasado como el futuro agitan la mente, la distraen, la sacan del ahora. Pero pasado y futuro no son otra cosa que “ahora”, de ahí que sean engañosos. Parecen llevarnos a otro tiempo, pero, si los observamos de cerca, vemos que se trata de una ilusión, vemos que no hay otro tiempo que el ahora.
Los diálogos con Nisargadatta tienen una densidad que deja exhausto al lector. Hay que ir despacio y hacer paradas para tomar aliento. “La mente crea el abismo. El corazón lo cruza […] Es el deseo lo que da el nacimiento. Se imagina y se quiere lo deseable y se manifiesta como algo tangible o concebible. Así es como se creó el mundo en que vivimos, nuestro mundo personal. El mundo real está fuera del ámbito mental, lo vemos a través de la red de nuestros deseos, distinguiendo entre el placer y la miseria, lo justo y lo falso… Para ver el universo tal como es, tienes que pasar al otro lado de la red. No es difícil, la red está llena de agujeros”. Nisargadatta, como Nāgārjuna, afirma que todo existe sin causa. El origen no es una causa y ninguna causa es un origen. “Se puede estudiar la forma en que se produce una cosa, pero no descubrir por qué una cosa es lo que es. Una cosa es así porque el universo es lo que es”. Parece retórica y, al mismo tiempo, de una gran hondura.
Diccionario filosófico
Las definiciones de Nisargadatta son perspicaces y todas ellas traen alguna sorpresa. La conciencia aparece y desaparece en el cosmos. Es una conciencia pulsante, como un corazón de luz, sobre el fondo oscuro del Ser. Lo manifiesto y lo inmanifiesto. Así en nuestra vida, donde somos conscientes a intervalos. La consciencia no es permanente. El conocedor se manifiesta y desaparece con lo conocido. Pero las palabras eterno o permanente no se aplican aquí. La falta de experiencia es, en cierto sentido, una experiencia. Como cuando decimos en una habitación oscura: “no veo nada”.
La muerte es un cambio en el proceso de la vida. Termina la integración y se inicia la desintegración. El pensamiento desaparece al morir, como apareció al nacer. Y queda la vida, que es la manifestación de la necesidad de la conciencia de un vehículo (para vivenciar la experiencia). Cómo aquello que contaba Jean Dunn sobre las sobras de la comida y los gusanos. Lo que nace tiene que morir. Lo único que no muere es lo que no nace. Con otro cuerpo-memoria (registro de todo lo experimentado, nube de imágenes) surge otra forma de pensamiento. En la muerte sólo muere el cuerpo. La vida no muere. Y la vida es pensamiento. Tampoco muere la consciencia. Eso es lo que hay que encontrar, cuyo pálido reflejo es nuestra sensación de “yo”. Nisargadatta recomienda centrar en ello la mente y el corazón, con confianza y tenacidad. Estar con él en todos los instantes de que se pueda disponer, hasta que la atención de dirija a él de forma espontánea. Algo simple y fácil.
Sin la muerte estaríamos sumidos en una senilidad eterna. No puede haber renovación sin muerte. Hasta la oscuridad del sueño es reverdecimiento y rejuvenecimiento. La vida y la muerte se necesitan la una a la otra. Ver el fin en el principio y el principio en el fin. Pero la inmortalidad no es la continuidad. Lo único continuo es el cambio. Eso es el tiempo. La conciencia pura es ajena al tiempo. El tiempo sólo existe “en” la conciencia. Más allá de la conciencia, ¿Cómo hablar del espacio y el tiempo?
Lo que llamamos energía es de hecho deseo. Todo desea, todo tiene cierta energía deseante. Si el deseo no es lo suficientemente intenso, no erige formas. La lucidez y la profundidad penetra en todas las estructuras del deseo. La cualidad luminosa (sattva) es fuerte y pura, como el sol. Puede aparecer oscurecida por las nubes o el polvo. Hay que ocuparse de las causas de ese oscurecimiento, no del sol. Purificarse mediante una vida ordenada y útil. Observando los propios pensamientos, palabras y actos. Aquí entra la cultura mental del budismo. Todo ello aclara la visión. La verdad, la bondad y la belleza son su propio fin. Se manifiestan de manera espontánea.
El cosmos de Nisargadatta hunde sus raíces en la metafísica de las upaniṣad. El mundo no es más que un reflejo de la imaginación y el deseo. El mundo está en uno mismo. Esa es la mente del mundo (percepción, memoria, intención y lenguaje) que nos atraviesa y de la que el deseo egótico saca sus energías. La conciencia pura es el estado original. Todas sus caracterizaciones, como se dijo, han de ser negativas. Sin principio ni fin, sin causa, sin apoyo, sin partes, sin cambios. Esa conciencia se refleja en la naturaleza, que es en esencia dual (sin dualidad no habría transformación y el mundo estaría petrificado). Y entonces aparece la conciencia del yo, que es relativa a su contenido, que es siempre conciencia de algo, como dicen los fenomenólogos. Esa conciencia es parcial y mutante, mientras que la otra, la original, es inmutable, pura y silenciosa, la matriz común de todas las experiencias. En cada estado de la conciencia egóica hay algo de la conciencia pura. Esa es la que hay que rastrear, seguir, observar. Si se observan las propias corrientes de conciencia se llega a la conciencia pura. Y, al hacerlo, nos desplazamos al origen. Un origen, para entendernos, sin comienzo. Un ahora eterno. “Es como limpiar un espejo. El mismo espejo que te presenta el mundo tal como es, te mostrará también tu propia cara. El pensamiento “soy” es el trapo de limpieza. Utilízalo”.
La devoción al maestro. Gracias a la fe en su gurú y a su fidelidad, Nisargadatta comprendió su verdadero ser. Habla de su realización en estos términos: “El placer y el sufrimiento perdieron su imperio. Me sentía completo. No tenía necesidad de nada. Vi cómo, en el océano de la conciencia pura, en la superficie de la conciencia universal, se levantan las olas del mundo fenoménico que lo atraviesan sin principio ni fin.” Todas esas olas y remolinos son los diferentes yoes. “Hay una fuerza misteriosa que los cuida. Esa fuerza es la Conciencia pura, Vida, Dios, no importa el nombre que le des. Es la base, el último soporte de todo. ¡Y tan íntimamente nuestra!”.
Se le puede llamar vacío, pero es un vacío lleno a rebosar. Un eterno presente. “El supremo da vida a la mente y la mente da vida al cuerpo. De ahí que la mente cuide perfectamente del cuerpo. El vacío es una apertura. Desde el punto de vista de la mente, no es más que una abertura que deja que la luz de la conciencia pura entre en el espacio mental. Al igual que el universo es el cuerpo de la mente, la consciencia es el cuerpo del supremo.”
Mientras te preocupe el pecado y la virtud no encontrarás la paz. Lo contrario del pecado, lo que tú llamas virtud, no es más que una sumisión nacida del miedo. El puente es el amor. Lo que mantiene la integridad del cuerpo es el amor. El amor es la vida y la vida es el amor. El deseo es amor propio. El conocimiento amor a la verdad. El conocimiento superior es inherente a la naturaleza humana. Un mantra posible: “Yo no soy más que el testigo”. El resto no me pertenece. El sonido crea la forma que tomara cuerpo en el Yo. La conciencia de algo es lo que llamamos mente. La conciencia sin contenido es la conciencia pura, del origen, que es el ahora. Un origen sin comienzo, perpetuamente renovado. Sólo se puede oír en el silencio. Sólo se puede ver en la oscuridad.
Las conversaciones son muy sustanciosas y se encuentran diálogos vertiginosos.
- Dios rige el mundo, Él lo salvará.
- Eso es lo que tú crees. ¿Ha venido a decirte que el mundo era su creación y su responsabilidad, no la tuya? Yo y todos los demás aparecemos y desaparecemos en tu mundo. Todos somos gracias a ti.
Dios no te conoce. No conoce ni siquiera el mundo.
Y, en otro lugar:
- Dios no rige el mundo
- ¿Quién lo hace?
- Nadie. Todo se produce de sí mismo. Todo esto no es más que un juego de la consciencia. Todas las divisiones son ilusorias. Sólo puedes conocer lo falso; lo verdadero, debes serlo.
- Hay conciencia-espectáculo y conciencia-observador. ¿La segunda es el supremo?
- Hay individuo y testigo. Cuando ves a los dos como uno solo, cuando transciendes los dos, estás en el estado supremo. No es perceptible porque es lo que hace que la percepción sea posible.
No puede haber vida sin consciencia, tampoco consciencia sin vida. Las dos no son más que una. En este punto, Nisargadatta se desvía del vedānta no dual (para el cual lo único real es el ātman). Hay una dependencia entre la vida y la conciencia. Una existe por la otra. La naturaleza es tan real como la conciencia. Ambas son complementarias. “Todo lo demás es sólo cuestión de nombre y de forma. Mientras sigas pensando que sólo existe lo que tiene un nombre y una forma, el supremo te parecerá inexistente. Los nombres u las formas son conchas vacías, lo único real es lo que no tiene nombre ni forma y es pura energía de vida, luz de la consciencia, profundo silencio de la realidad”.
La consciencia, es; todo lo demás, sucede. Entiendo que todo esto puede parecer excesivo y, de hecho, lo es. Sobre todo, para cualquier lector que no esté familiarizado con el pensamiento védico, cuya radicalidad es a veces pavorosa. Hay frases delirantes y lúcidas. Todo es incondicionado. El mundo no tiene causa. La causalidad sólo está en la mente. La luz no se mueve. Y no hay más que luz. Conocer el origen es ser el origen. El lenguaje es una herramienta de la mente. El deseo no se calma tras su satisfacción. Vuelve a aparecer. Es sólo una tregua. Todo el sufrimiento del mundo ha nacido del deseo. Todos los deseos son malos, pero unos son peores que otros. Persigue un deseo: siempre te dará problemas. Sólo es bueno lo que te libera del deseo, del miedo y las falsas ideas. La muerte no es ninguna calamidad. Sé por experiencia que todo es felicidad. Pero desear la felicidad produce sufrimiento. Se cierra el círculo.
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