El ‘fregao’ de la cocina
Creo que me voy a meter en un fregado del que solo puedo salir escaldado, suponiendo que a alguien le importe el punto de sal de esta sopa de letras. El menú agridulce de Martín Berasategui tras la decisión de la revista Restaurant a mí me ha dejado un buen sabor de boca. Me gustó más el de Santi Santamaría, que fue algo así como el postre, el testamento vital de una reflexión más global sobre el contenido del libro de cocina que vamos degustando sin probarlo y que cada vez se aleja más de la vida cotidiana de los ciudadanos.
La verdad es que desconozco si a Martín Berasategui le ha picado más de la cuenta la raspa de la revista gastronómica o simplemente le han salido las vísceras de una forma tan limpia como unos callos bien puestos. No lo sé. Lo que sí sé es que el mundo de la cocina está empapado de lobbys y se acerca cada vez más a un mundo estratosférico, en el que nuevamente aparecen los mercados, aunque en este caso sean conocidos, como garantes de la calidad. A mí, sinceramente, ese mundillo me resulta cada vez más parecido al sopicaldo de Eurovisión y me temo que en breve José María Íñigo y Jesús Uribarri sean quienes determinen a quien se la ha pasado el arroz o quién puede presumir de un socarrat espectacular.
El mundo de la cocina ha funcionado, ciertamente, mejor que cualquier lobby empresarial. Todos coleguis, todos a una, todos innovando, hasta arrebatar la primacía a la cocina francesa, donde la mayoría de cocineros españoles que peinan canas se han educado. El problema es que se ha convertido en un artículo de superlujo, que la clase media degusta en la radio o la televisión. Es decir, la buena cocina española se come con los ojos y con la boca cerrada.
Dice Rafael Anson, jurado de Restaurant, que Euskadi se queja del éxito, como si quejarse del árbitro que te ha dado un penalti que no era fuera asunto de tontos y no de justos. Le recuerdo al señor Anson que hay penaltis que se tiran fuera voluntariamente.
No seré yo quien diga que se deje de innovar en la cocina, ni quien decida si es mejor la Guía Michelín o la revista Restaurant o Veuve Cliquot —por cierto, ¿por qué hay que distinguir entre cocineros y cocineras si no se distingue entre escritores y escritoras?— No seré yo quien reste méritos a los conocidos anónimos jueces de esta o aquella guía o premio. Pero con el tiempo he aprendido a comer como viajo: sin guía, de oído. El riesgo de la cocina, creo, es que en el afán de reinventarse cada año acabe siendo una sopa de lluvia de estrellas donde nadie sea capaz de descifrar el jeroglífico que esconde. Vamos, que la divulgación sea más importante que la cocción. Vamos, que acabe siendo un concurso de misses. Vamos, como cualquier premio literario. Aunque muchas veces sean justos.
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