Corrupción de baja intensidad
La corrupción en Cataluña es tan discreta que a veces resulta imperceptible para interventores, síndicos o jueces
Cataluña nunca ha sido escenario de grandes corruptelas. La corrupción local es de moral austera. Aquí parece impensable el caso ERE andaluz (más de 700 millones). En primer lugar, porque la cifra de una sola tacada es excesiva para nuestros cánones. Y segunda y más importante razón, por las formas. En Cataluña todo se negocia en los despachos y nada se atiende entre gin-tonic y gin-tonic como hacía el ex director general de Trabajo de la Junta de Andalucía Javier Guerrero en el pub Caramelo. Allí recibía a los empresarios que iban a pedirle ayuda. “Cocaína, fiestas y copas” constituían la cotidianidad de Guerrero, según Juan Francisco Trujillo, su chófer e invitado principal, pues, por corrupto que fuera, el socialista pareció no olvidar que la confraternización con el pueblo y la buena relación con los subalternos son virtudes de la izquierda.
La corrupción catalana evita entrar por la puerta grande. Lo hace sin ruido y por la puerta de atrás. Es tan discreta y silenciosa que en muchas ocasiones resulta imperceptible para los organismos de fiscalización, ya sean interventores, síndicos o jueces. A la larga, no obstante, es como el sirimiri o calabobos. Por su constancia, llega hasta el tuétano.
La corrupción autóctona es de baja intensidad y tiene en común con la del resto de España su desarrollo parasitario a costa del dinero público. Hay buenos ejemplos, porque algo más que meras sombras de sospecha han dinamitado los nombramientos de dos coordinadores generales de la Diputación de Barcelona. El primero, Josep Maria Matas, fue destituido después de conocerse por este diario que una empresa de su propiedad facturaba un millón de euros de la Asociación Catalana de Municipios (ACM), de cuya dirección formaba parte. Duró siete meses en el puesto, de julio de 2011 al 22 de febrero de 2012. Nada que ver con su sucesor, Josep Tous, que fue detenido cuando llevaba poco más de 20 días en el cargo, acusado de integrar la trama catalana del caso Campeón, en el que está implicado el exministro de Fomento José Blanco.
En esta misma estela, también el segundo del Departamento de Cultura, Xavier Solà, está siendo investigado por la fiscalía por sus negocios con la ACM. La mano derecha del consejero Ferran Mascarell ha sido el único que ha hecho una lectura positiva de la judicialización de su caso: “A alguien que viene del mundo del derecho le va bien discutir sobre legalidad”, dijo. En cambio, se negó a comentar si juzga ética su actuación en la ACM. Las lecturas que de ética y legalidad hacen bastantes políticos tienen poco que ver con las de una ciudadanía cada vez más molesta al ver con qué facilidad sortean la justicia y los organismos de fiscalización. El caso de Xavier Crespo, diputado de CiU y presidente de la comisión de salud del Parlament, es el último episodio de esa disociación. Crespo estaba llamado a ser el secretario de Seguridad, el tercero en la cadena de mando policial encabezada por el inflexible Felip Puig. En febrero de 2011, después de que el mismísimo Puig diera por seguro su nombramiento, Crespo no llegó a ocupar el cargo. Adujo razones personales. Ahora un informe de un síndico publicado por este diario y no aprobado por el plenario de la Sindicatura de Cuentas ha puesto en jaque al universo político catalán.
Crespo compatibilizó su cargo a plena dedicación como alcalde con un sueldo opaco de la sanidad pública. Esos pagos supuestamente indebidos sumaron —para el diputado y su esposa— un total de 209.000 euros. Los hospitales públicos de Blanes y Calella dejaron supuestamente de ingresar 2,4 millones de euros, que fueron a parar a la empresa intermediaria dirigida por Crespo: Centros Médicos Selva Maresme. La sindicatura decidió rechazar el informe hecho por uno de sus miembros. Eso era en 2006. En 2010, el Tribunal de Cuentas archivó el caso basándose en un breve informe de la Intervención de la Generalitat. Ninguna instancia oficial alegó irregularidades en la actividad de Crespo, ni el Gobierno tripartito, ni el Ayuntamiento de Lloret. Han tenido que pasar seis años para que se evidenciara que estamos ante otra muestra de esa actuación tan catalana que —a la manera que tanto placía a san Josemaría Escrivá de Balaguer— es indulgente con los que considera “pecadillos infantiles”.
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