¿Qué piensan los jóvenes?
Desde el estallido brillante del 15-M no han vuelto a decir lo que quieren. Quizá simplemente no creen en el futuro
Hicieron una rutilante aparición el 15-M de hace tres años. Llenaron de color las plazas, crearon un lenguaje propio y devolvieron el sentido a palabras empañadas como democracia y participación. Quisieron organizar un movimiento universal, que se expresaba en las plazas de todo el mundo, desde Nueva York a Berlín. Crearon una marca desconocida llena de esperanza, la #spanish revolution que deseaba reiniciar el sistema.
En un solo mes rejuvenecieron el lenguaje político y, bruscamente, todas las opciones políticas se tornaron viejas a su lado. No aceptaban banderas, ni preguntaban a nadie de dónde venía sino adónde iba, e hicieron renacer las esperanzas de corazones casi fríos. Pero la presencia de los jóvenes duró lo que dura un suspiro, y al año siguiente el movimiento fue ocupado poco a poco por gentes de mayor edad, con deseos de cambiar el mundo pero con la mochila excesivamente llena de experiencias, con el lenguaje gastado de ilusiones demasiadas veces traicionadas, con análisis tan perfectos, tan acabados, tan redondos que sonaban nuevamente a pasado. Nada que objetarles, a fin de cuentas, con su esfuerzo han mantenido vivas pequeñas llamas de ese incendio en muchos barrios o en movimientos como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. Pero la mayoría de los jóvenes desaparecieron tal como habían llegado: sin previo aviso.
A pesar de que la propaganda se esforzó en presentarlos como perroflautas, eran en su mayoría jóvenes con un alto nivel de formación. Me temo que gran parte de los que aparecen en los vídeos de la acampada de Sol o en Las Setas de Sevilla están ahora a miles de kilómetros: en Berlín, en Singapur, en Brasil. Otros guardan un bello recuerdo y una instintiva aversión a la política partidaria. Los menos, han seguido participando de forma ocasional en las movilizaciones sociales o en la política.
Miro las caras de la mayor parte de las manifestaciones actuales y los jóvenes vuelven a ser una minoría. Sus padres y sus madres sustituyen amorosamente su presencia. Las verdaderas víctimas de la crisis (los jóvenes, los parados, los degradados en su trabajo, los esquilmados) no salen a la calle a protestar.
Puede ser que no crean en la utilidad de la movilización social, o que les resulte ajena, lenta y aburrida. Puede que incluso la protesta se haya ritualizado de tal modo que sea como ir a misa los domingos y tomar unas cervezas a su término, pero la realidad es que no expresan sus deseos, sus demandas, sus soluciones. En términos políticos, y según las encuestas del CIS, nuestros jóvenes son el sector de la población con ideas más cercanas a la izquierda, pero son los más remisos a votar en estas elecciones.
Quizá no haya en nuestra historia reciente una generación tan desconocida como los jóvenes actuales. Se expresan poco en términos sociales y rara vez mantienen debates públicos sobre sus opiniones y sus deseos. Desde el estallido brillante del 15-M no han vuelto a decir lo que quieren. Quizá simplemente no creen en el futuro, y no me refiero a la confianza que tengan en lo que ocurra pasados unos años, sino que el concepto de futuro les parece un fantasma que se disuelve entre las brumas, una palabra obsoleta que invocamos los que ya no somos jóvenes, un espacio perdido al que no se llega más que a través de un carpe diem eterno. Mientras la vida es solo un día a día salpicado de emociones, de mensajes, de gustos o disgustos. Pero hace tres años, tuvieron el futuro en sus manos y todavía se escuchan algunos ecos y huellas, como las que el agua deja sobre una tierra seca.
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