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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Castas y clases

¿Puede una sociedad donde crece la desigualdad garantizar un sistema de gobierno fundado en la igualdad de derechos?

Josep Maria Vallès

Ha hecho fortuna el uso del término “casta” para referirse despectivamente al personal político. El término fue importado de un libro italiano de 2007 que jugaba hábilmente con la paradoja. Por un lado definía a sus políticos como “insaciables brahmanes” y, al mismo tiempo, los tachaba de “intocables”: una llamativa contradicción conceptual. Porque un leve conocimiento de la cultura hindú informa de que los brahmanes constituyen la categoría privilegiada de todo su sistema de castas mientras que los intocables o parias se sitúan precisamente en el extremo inferior de la escala: son intocables porque el contacto con su impureza contamina y degrada. Esta asociación contradictoria —brahmanes intocables— no es relevante en una refriega política donde cuenta menos la precisión conceptual que el impacto de una expresión inexacta pero contundente.

Más trascendencia tendría reducir la política a una confrontación entre aquella casta y la ciudadanía. Como si el principal cometido de los impulsos regeneradores de la democracia tuviera que aplicarse a esta confrontación. Es cierto que la distancia creciente entre profesionales de la política y ciudadanos de a pie ha dado lugar a una percepción de la política que muchos miembros de la comunidad rechazan. Se sienten extraños a ella porque la perciben como expropiada y explotada por un núcleo cerrado y autoprotegido de dirigentes partidistas que se hacen con el control de sus organizaciones y desde ellas con el aparente control de las instituciones estatales. Ilumina repasar lo que el sociólogo germano-italiano Roberto Michels escribió sobre los partidos y sus dirigentes hace ya más de cien años.

Pero sería una lectura reduccionista de la política necesaria —aquí y en otros países— limitarse a insistir en la urgencia de reducir o eliminar la distancia entre políticos profesionales y ciudadanía. Porque hay otra brecha central que fractura nuestras sociedades: la que separa en función de los recursos disponibles para cada uno de sus miembros. En renta y patrimonio, ciertamente. Pero también en reconocimiento de la dignidad de todas las personas y de su condición igual de protagonistas en la relación social. Lo que se ventila hoy en la arena política es si una sociedad donde crecen sin cesar las desigualdades económicas puede garantizar de verdad un sistema de gobierno que se declara fundado en la igualdad en derechos de todos sus miembros.

Los datos son contundentes y la autoridad de quienes los manejan e interpretan es difícilmente contestable. No son los sospechosos habituales. Son ahora instituciones como el BM o la OCDE en el plano internacional o como el Consejo Económico y Social o Caritas-Foessa los que advierten contra los efectos socialmente disolventes y democráticamente corrosivos de las políticas impulsadas por los poderes financieros y desarrolladas por algunos de sus antiguos o de sus futuros gestores.

Apuntar a la casta de políticos profesionales y pretender la eliminación de sus excesos, prebendas y delitos es objetivo irrenunciable.

Se agranda la diferencia de participación del trabajo y del capital en la distribución de la renta. Disminuyen los salarios como consecuencia de las reformas estructurales recomendadas incesantemente por la doctrina económica dominante. Aumentan los subempleos o empleos-basura —-de modo más elegante denominados mini-jobs— que generan más trabajadores pobres o situados en el umbral de la pobreza. Se reduce además el salario indirecto que representaban las prestaciones sociales universales en sanidad, educación, dependencia, protección del desempleo, etcétera, cuyas limitaciones progresivas son también parte de las reformas estructurales.

No hay que recurrir solo al célebre Piketty. Estudios autorizados por instancias como el FMI ponen de relieve que la globalización no ha significado progreso para todos. Hay claros ganadores y perdedores en este proceso. Sus beneficios no se han repartido de modo razonablemente equilibrado y sus costes han cargado más intensamente sobre algunos grupos. La situación en la escala social —niveles de renta— y la localización geográfica —países subdesarrollados, países emergentes y países avanzados— determinan este reparto desigual de pérdidas y ganancias. La fiesta que algunos auguraban con la globalización no lo ha sido para todos. Al contrario: son muchos los que cargan con sus peores efectos, mientras que otros acaparan ventajas.

Hay que revisar la división en grupos sociales que estructura la sociedad global y cada una de nuestras sociedades. Sobre el concepto de clase y su evolución se ha debatido largo y tendido. Pero a la vista de los datos habrá que decir de ellas lo que de las meigas gallegas: se puede discutir mucho sobre ellas, pero haberlas haylas. Su presencia condiciona las prácticas políticas de nuestras comunidades, especialmente en las decisiones de mayor alcance social y económico. Su capacidad de movilización y de influencia mediática determina la configuración y el resultado de las principales políticas públicas a escala nacional, europea y mundial. No hay que perderlo de vista. Apuntar a la casta de políticos profesionales y pretender la eliminación de sus excesos, prebendas y delitos es objetivo irrenunciable. Pero sin convertirlo —ingenua o deliberadamente— en una maniobra de distracción que nos haga olvidar que la regeneración de la democracia consiste en hacer viables proyectos alternativos y más justos de organización social y económica.

Josep M. Vallès es profesor emérito de Ciencia Política (UAB).

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