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LA CIUDAD ILUSTRADA

Los angelitos de Ocaña

Una loseta en la plaza Reial recuerda el universo del pintor, icono gay de los ochenta, inconfundible por su andalucismo desaforado de vírgenes y flamencas y por sus transgresoras ‘performances’

Placa dedicada a Ocaña en el edificio donde vivía, en el número 12 de la plaza Reial, Barcelona.
Placa dedicada a Ocaña en el edificio donde vivía, en el número 12 de la plaza Reial, Barcelona.MASSIMILIANO MINOCRI

Acaba agosto en la plaza Reial, antiguo hogar de la contracultura local hoy tomado por terrazas llenas de turistas. En un rincón de la plaza, bajo la sombra de los soportales, en la esquina con la calle del Vidre se ve una loseta con angelotes procedentes de los cinco continentes que pone: “En esta casa vivió el pintor Ocaña (1972-1982)”. Convertido hoy en icono gay y apóstol del underground barcelonés, José Pérez Ocaña se ha incorporado a esa selecta galería de creadores que definen el espíritu de una determinada época, y de un determinado lugar. Libre, travestido, alucinado, provocador, visionario, así nos lo presenta la clásica Ocaña, retrat intermitent del director Ventura Pons. Imagen de aquellos años insólitos, a caballo entre el franquismo y el pujolismo, que fueron un estallido tras décadas de represión. Pocas veces ha vivido esta ciudad tal grado de atrevimiento, y tanto desparpajo.

La historia del pintor Ocaña se parece a la de tantos otros barceloneses. Nacido en Andalucía, emigró a Barcelona donde sobrevivió un tiempo trabajando de modelo, empapelador o pintor de brocha gorda (la escritora Montserrat Roig contaba en uno de sus artículos que le pintó su apartamento). Aquí, en una ciudad que recuperaba poco a poco su pulso, encontró cobijo y un buen ambiente para explorar su creatividad. El universo de Ocaña resultaba inconfundible, con un andalucismo desaforado de vírgenes y flamencas. Aunque no fueron solamente sus cuadros los que le dieron a conocer, sino su aspecto frágil, sus gafas redondas, el bombín y el mantón de Manila que lucía. En aquella Rambla de personajes populares, su atuendo le situaba como un candidato perfecto para dejar huella en el paseo. Ningún otro lugar de la ciudad está más relacionado que éste con nuestro personaje, un ecosistema que tenía su epicentro en el Café de la Ópera. Fue en ese establecimiento donde conocería a otro pintor sevillano, llamado Nazario. Ambos artistas protagonizarían algunas de las acciones más sonadas de aquellos años.

El artista falleció en

Según contó el propio Ocaña, su primer número tuvo lugar en el festival Canet Rock de 1977, una transgresora aparición con felación en público incluida. Mientras en Londres nacía el punk, ambos amigos tomaban parte en las Jornadas Libertarias celebradas en el parque Güell, donde subieron al escenario con diversos amigos vestidos de mujer para escenificar una especie de orgía coñona, que terminó con Ocaña meándose sobre el público. En el otoño de ese mismo año presentó la exposición Un poco de Andalucía en la galería Mec-Mec de la calle Assaonadors, en cuya inauguración se vistió con traje de cola y se puso a bailar sevillanas. Pero las performances más recordadas tuvieron lugar en la vía pública, quizás la más famosa fue aquella que terminó con su ingreso en prisión. Fue una noche de 1978, Nazario iba disfrazado de Salomé y Ocaña de ancianita. En la puerta del Café de la Ópera se pusieron a cantar, cosa que no gustó a unos guardias municipales. A Nazario lo redujeron pacíficamente pero Ocaña opuso resistencia, provocando un altercado entre los transeúntes y la policía, con lanzamiento de sillas y botellas. En comisaría les dieron una paliza, y de allí a la Modelo donde se vivía un violento motín de la Coordinadora de Presos en Lucha (COPEL). La Rambla le dio a conocer, aunque en sus últimos años afirmó que pronto iba a convertirse en “un campo de concentración”. Ocaña también fue una figura política, muy visible en las manifestaciones del orgullo gay. En la exposición que le dedicó en 2010 la Virreina, pudieron verse filmaciones inéditas de sus performances por Europa. Se le veía vestido de flamenca en el muro de Berlín, increpando a los soldados de la RDA.

Su muerte forma parte inseparable de su leyenda. En agosto de 1983 organizó unos carnavales en su pueblo, él se hizo un disfraz de sol hecho con papel y unas bengalas que se incendiaron. Herido por quemaduras de tercer grado, murió a principios de septiembre. Ese mismo día inauguraban una colectiva en la sala Joan de Serrallonga con obra suya, uno de cuyos organizadores dirige actualmente la fundación Setba que se encuentra en un piso donde también vivió el pintor, en la escalera de la pensión Ambos Mundos. Allí localizaron en la pared unos angelitos similares a los de este azulejo, a pocos pasos de un bar de moda llamado Ocaña.

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