Ascetas y acróbatas versus paranoicos
Cuando analizamos los discursos de la reciente campaña electoral, nos consta que la destreza más influyente ha sido la difamación
Uno. Cuando analizamos los discursos de la reciente campaña electoral, nos consta que la destreza más influyente ha sido la difamación. Enfatizar acusaciones, acentuar recelos, consolidar prejuicios, fomentar la suspicacia como activismo cívico. A esto se reduce el nervio narrativo de los candidatos. Su logro consiste en imputar al adversario como reo de la gran murmuración. Es el último recurso de una política agotada por la inquina.
Dos. Somos lo que proclaman los demás. Así de frágil es nuestra condición social y así de quebradiza es nuestra identidad. La infamia taladra la conciencia del hombre contemporáneo y destruye la ficción de su autonomía personal. Esta inquietud psicótica es contagiosa. Sometidos a la desconfianza del prójimo, mendigamos su aprobación o negamos su existencia. La cultura política protege a los escamados y les anima a sospechar. Los otros serán lo que nosotros sabemos que son. ¿Qué importa lo que ellos digan? Debe ser obvio que esconden sus intenciones.
Tres. Esta presunción ha creado escuela. En lugar de responder a una objeción o refutar un argumento, el candidato improvisa un desmentido. Preferiblemente, una chanza. O un titular, que viene a ser lo mismo. Entre los tertulianos se han formado nuestros mejores oradores. A los más espabilados se les envía a la tertulia nacional y allí prosperan. Quién aprenda a destruir la credibilidad ajena: ése hará carrera. Su mandato le obliga a excitar la fogosidad terapéutica de los militantes. Se le ha encargado negar lo real y sustituirlo por la ficción corporativa. Las cosas no son lo que parecen: yo os diré qué hay detrás de todo esto.
Cuatro. La reforma de las deficiencias del sistema se enfrenta por ello a un obstáculo insalvable: el hastío. La ingenuidad de ayer es absuelta por la amnesia y la credulidad de hoy brota como convicción personal. En esta cinta de Moebius nadie permanece indemne. El sujeto de la política lo sabe y juega a hacerse querer. Pues sólo a veces se le reclama, se le halaga, se le regalan elogios, consideraciones, promesas. Una fiesta de besos y abrazos indiscriminados. Resulta agradable ser necesario para la gente importante que gobierna. Pero como espectador sólo puede aplaudir. Hoy en día la gente bien educada no abuchea en el teatro.
Cinco. El pensador alemán Peter Sloterdijk elabora en uno de sus últimos tratados (Has de cambiar tu vida, PreTextos) los requisitos educativos para el crecimiento vertical del hombre, una paideia que nos rescatará de la indigencia intelectual y de nuestros errores culturales. Dice Sloterdijk que una vida ejercitante propicia el crecimiento de la inteligencia y que debemos adiestrarnos en una doble práctica: ascetismo y acrobacia.
Seis. Aunque frente a la realidad, un bostezo se abre con amargo resentimiento. Dos reacciones se ofrecen entonces como alternativas: el falso abstencionismo, que recluye a los ciudadanos en la mansedumbre, esa credulidad orgullosa de su candor; y el impaciente enfado, que impulsa un furioso y desorientado nihilismo. Pues ha venido a ser éste el tiempo de los agotamientos: se van agotando las utopías (incluida la utopía más respetada: la de que las cosas tampoco van tan mal) y la conciencia ilustrada de la emancipación política.
Siete. Dará comienzo entonces la fase paranoica de la historia. Ese momento en que la política debe contribuir con su discurso al descrédito del mundo, la celebración del espejismo, la invención de los acontecimientos y el fomento de las ilusiones. Cualquier cosa antes de encararse a la desnuda realidad de las cosas.
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