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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Bala de plata

A la espera de una voz lúcida, valiente y convincente que diga la verdad a los catalanes y sobre todo a los independentistas

Lluís Bassets

Cuando ya no queda esperanza, aparece el arma secreta. En el último instante, justo cuando todo se da por perdido, llegará la salvación, el instrumento o el personaje milagroso que dan el vuelco definitivo y nos entregan la victoria.

Es la bala de plata con la que el héroe mitológico liquidaba a vampiros y licántropos; Santiago sobre el caballo blanco, que decantaba las batallas a favor de los cristianos; o el rey Don Sebastián, al que esperan las huestes miserables de Canudos en su guerra desigual con el ejército brasileño. El sitio de Barcelona en 1714 también la tuvo y era la Virgen de la Mercè, proclamada capitana generala e invocada en procesiones y rogativas por un grupo de clérigos, monjas y beatos fanáticos.

El arma secreta tiene una funcionalidad política. Es un instrumento para mantener la cohesión y proseguir el combate cuando la derrota está descontada. Sirve para contener las deserciones y apelar a un último sacrificio cuando ningún sacrificio sirve para nada. El nazismo también tuvo su arma secreta, nada menos que la construcción del arma atómica que permitía a sus partidarios seguir creyendo en la salvación in extremis de una derrota ineluctable.

Cuando el Procés está entrando ya en la última fase, este 2017 en el que se nos dice que se producirá el desenlace, la mayoría parlamentaria independentista, formada por Junts pel Sí y la CUP, acaba de exhibir también una misteriosa bala de plata, rodeada del mayor secretismo. En nuestra época el motivo de la última esperanza no puede ser, naturalmente, una figura o un instrumento redentor al que se convoca para auxiliar a las devotas tropas independentistas ante su inminente derrota en manos del unionismo.

La bala de plata que tiene el independentismo es jurídica, una ley llamada de transitoriedad que solo muestra, como el cebo en el anzuelo, un artículo primero por el que Cataluña se constituye en república social, democrática y de derecho. Es una especie de Constitución clandestina y anticipada, de forma que el anuncio del acuerdo entre Junts pel Sí y la CUP para impulsarla tiene la virtud adicional de convertirse en una proclamación adelantada de la independencia en el mundo de la post-verdad, que es la única realidad del proceso desde hace mucho tiempo.

La debilidad del procesismo es extrema. Hablar de liderazgos es un sarcasmo. Su capacidad de aglutinar mayorías está estancada. Por tres veces ha demostrado su fuerza y también sus limitaciones, a enorme distancia de lo que se necesitaba para saltar los altísimos muros de la legalidad y del reconocimiento internacional: en las elecciones de 2012, cuando Artur Mas pasó de 62 a 50 diputados en vez de obtener la mayoría absoluta indestructible que demandaba; en el 9N, cuando solo un 37% de los catalanes participaron en la consulta declarada sobre la independencia; y el 27 de setiembre de 2015, cuando Artur Mas no obtuvo la mayoría de votos independentistas en las elecciones que convocó con la pretensión de presentarlas internacionalmente como un referéndum de autodeterminación.

La mayoría parlamentaria independentista, sometida a las veleidades revolucionarias de la CUP, solo se mantiene gracias al auxilio inestimable de Mariano Rajoy. Alguien habría tocado a retirada en condiciones políticas normales, es decir, de diálogo político efectivo, de intervención muy prudente y acotada de los tribunales y sobre todo de respuesta al proyecto independentista con una alternativa española seria. El primer gobierno independentista de la historia de Cataluña ha demostrado una incapacidad y una pobreza de recursos espeluznante. Su mayor mérito es existir y haber conseguido pasar una moción de confianza. Hace cinco años que ha dejado de funcionar la idea de que los gobiernos trabajan. Son gobiernos sin obra. Si encima se hunde el castillo de naipes del proceso, solo queda entonces la disolución y unas elecciones que abran las puertas un gobierno que vuelva a gobernar.

La resistencia a reconocer esta realidad es enorme. Disolver, por más que se declaren constituyentes los próximos comicios, será el reconocimiento del fracaso y, aunque de forma vergonzante, del error estratégico colosal que ha significado el diseño del dichoso choque de trenes sin un cálculo realista de la correlación de fuerzas interna, española e internacional. Solo queda mientras tanto la bala de plata, la fórmula mágica que permite mantener el proceso más allá del proceso para que el procesismo siga aguantando. Siempre a la espera de un dirigente independentista lúcido y valiente, y también convincente naturalmente, que diga de una vez y claramente la verdad a los catalanes, y sobre todo a los fervorosos creyentes procesistas.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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