Cortázar, un cronopio entre viñetas
Nórdica publica el primer cómic biográfico del autor de ‘Rayuela’, firmado por Jesús Marchamalo y Marc Torices
Su madre se sentó en la cama y se lo preguntó: “Julio, decime la verdad, ¿los has copiado?”. El niño, tapado con la sábana hasta la nariz, no responde: mira fijo al frente mientras la amarilla luz de la luna va menguando en su rostro, como en una serie de fotogramas, dejándole sumido en desoladora oscuridad. “El hecho de que mi madre pudiera dudar de mí… Yo se los había dado diciéndole que eran míos; fue como la revelación de la muerte, ¿sabés? Esos primeros golpes que te marcan para siempre…”, confesaría ese muchacho años después, ya hito de la literatura, en una mítica entrevista del televisivo A fondo de Joaquín Soler Serrano. No hace falta imaginar ambos episodios: pueden verse, con realismo y sensibilidad notable, en Cortázar (Nórdica), el primer cómic biográfico sobre el autor de Rayuela, que firman Jesús Marchamalo y Marc Torices.
Cortázar, siempre abierto y juguetón con la literatura, hizo el guion de, al menos, dos cómics: Fantomas contra los vampiros multinacionales (pastiche de corte pulp, de 1975) y La raíz del ombú (alegoría sobre la historia argentina desde 1930, con el artista plástico Alberto Cedrón, de 1981). El primero fue su respuesta al también cómic, éste mexicano, La inteligencia en llamas, que, escrito por Gonzalo Martré y con dibujos de Víctor Cruz, cuenta la misteriosa destrucción de grandes bibliotecas de todo el mundo y la amenaza que unos escritores bien reconocibles —Octavio Paz, Alberto Moravia, Susan Sontag y el propio Cortázar— reciben para no publicar más libros. Fantomas acabará enfrentándose al malvado que urde el plan. Ahora, Cortázar es el único protagonista de una historieta gráfica.
“La propuesta son dos miradas generacionales sobre un escritor muy generacional”, resume el libro Marchamalo. Con razón: entre él (Madrid, 1960) y el ilustrador (Barcelona, 1989) median 29 años. Para el guionista, responsable de dos exposiciones y de un libro sobre la biblioteca del argentino, “Cortázar fue un escritor fetiche para los de mi época: poco solemne y con un clarísimo compromiso político”. Las lecturas personales y de nueve biografías permitieron a Marchamalo liofilizar en apenas 35 folios vida y obra del gigantesco escritor de 1,92 centímetros, pero con el sagaz añadido de algunos requiebros de la vida que marcarán una trayectoria, como el propio episodio de desconfianza de la madre ante la inimaginable calidad de los textos de un mocoso.
En ese hilo de lo inopinado se tienden también los recuerdos de un dragón de colores que bien pudiera ser la evocación onírica de la salamandra del Park Güell donde jugaba Cortázar de niño, cuando la familia se refugió en Barcelona por la Gran Guerra. O la tristeza recurrente y silenciosa por el abandono de su padre; los pavores que le despertaba el sótano de su casa en Banfield; el médico que recetó el absurdo de que debía racionársele las lecturas o el hallazgo de Opio, el libro de Cocteau, en un escaparate de una librería de Corrientes y que cambió su vida y la de la historia de la literatura castellana; o hasta una muestra de los 40 destornilladores que tenía de todo color y condición.
Todo ello lo afronta Torices con el bagaje de “algunas lecturas de relatos y biografías”, pero con una riqueza de registros gráficos notable. “Durante una vida una persona cambia, pasa por etapas, y eso debía reflejarse”, asegura. Incluso hay un mensaje subliminal en el color. “Al principio domina el rojo, que para mí es entusiasmo; cuando empieza a irse y al llegar la muerte manda el amarillo, el ocre y el negro”. Hay lujos y guiños de todo tipo: se muestran reproducciones de las anotaciones que Cortázar hacía en sus libros y los edificios han sido reconstruidos con exactitud, en especial las aulas de la argentina Universidad de Cuyo donde impartió el escritor, que la policía tomó y que ya no existen, con su rompedor suelo ajedrezado: “Me acabaron encontrando tres fotos que sirvieron para documentarme”, recuerda el ilustrador, impresionado por la personalidad que Cortázar destila en la charla con Soler Serrano, hasta el extremo de que funciona como discreto nexo visual de la biografía.
La presencia de las hipnóticas espirales que tanto seducían al autor y que depositaba en cartas o libros convive con una geométrica aparición de Carol Dunlop, última compañera del escritor, 32 años más joven. Ella, la Osita; él, el Lobo. Y éste aúlla en solitario en el bosque cuando su último gran amor “se fue como un hilo de agua entre los dedos”, como le describió su muerte a su madre. Sobre la supuesta asfixiante relación que mantuvo el escritor con su progenitora como apuntaba la biografía Julio Cortázar. El cronopio fugitivo, de Miquel Dalmau (2015), el cómic no dice nada; tampoco de las posibles relaciones incestuosas con la hermana ni de las obsesiones sexuales del autor de 62, modelo para armar o de su muerte por combinación letal de cáncer y sida, al parecer por sangre contaminada, temas todos escabrosos apuntados en el mismo estudio. “Eludimos aposta ese libro y otras polémicas porque nos hubieran viciado de origen y porque son aspectos intrascendentes, no cambian la esencia del personaje ni de la literatura que hizo”, opina Marchamalo.
Donde sí creen los autores que su biografía gráfica se moja es en el compromiso político de Cortázar, en especial en el famoso caso Padilla, cuando sólo el padre de Historias de cronopios y de famas, junto a Gabriel García Márquez, eludieron firmar la carta de los intelectuales contra Fidel Castro por aquella detención. La adhesión al escritor con la revolución cubana se plasma en una estética gráfica de corte revolucionaria y con la presencia de reconocibles cameos, como los del dictador cubano y el de Camilo Cienfuegos, o los de, en otros momentos, Gabo, José Lezama Lima, Ernest Hemingway, Carlos Fuentes o Francisco Ayala, quien le encargó las traducciones de Poe.
Con delicadeza felina, como asoman los gatos del escritor (Adorno o Flanelle), Torices (coeditor de Zángano Cómics) resuelve la muerte de Cortázar difuminando su rostro en un paisaje. El libro se cierra con una fotografía decorada de la tumba de Cortázar en el cementerio de Montparnasse. Siempre hay en ella flores, notas, guijarros, rayuelas dibujadas en billetes de metro… y algún libro suyo subrayado. Esta biografía gráfica bien pudiera también reposar ahí.
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