La vaca Rata
La vida ha ido tan deprisa que ahora ya estamos de vuelta, y la Generalitat trabaja en un decreto para que los ganaderos puedan volver a servir leche a los consumidores, sin tratamiento previo ni intermediarios
Nunca me gustaron los toros, ni bravos en la plaza ni parados en el campo, tampoco estampados en la bandera de España. Y, sin embargo, desde joven pedía que hubiera una feria cada mes y una corrida el fin de semana para leer a Joaquín Vidal y aprender a escribir, a tener sentido del humor, a ser tan profesional, puntual y entusiasta del oficio como el cronista taurino de EL PAÍS.
También he huido de una ceremonia tan ancestral como la matanza del cerdo y, al mismo tiempo, no me pierdo ningún texto de Andreu Manresa. Quizá porque me crié en una casa de un pueblo de payés de economía doméstica nunca reparé en el espectáculo sino en una supervivencia asumida y agradecida desde el nieto al abuelo, todos a una como en Fuenteovejuna.
Los animales formaban parte de la familia, incluso los jilgueros y los pinzones, a los que mimaba tanto como Azarías cuidaba de su milana bonita, ¡quiá¡, seguramente porque el protagonista de Los Santos Inocentes sabía tanto de pájaros como Miguel Delibes. A mí me hubiera gustado ser Jacinto Antón para contar cómo los niños escapábamos del parque para montar cabañas de indios en los bosques del Lluçanès.
Nunca traté con serpientes como mi amigo y mis aventuras infantiles fueron escasas y locales, alejadas de cualquier grandeza y muy especialmente de los cuernos de los toros, a los que solo visitaba cuando había que cubrir a las vacas, el tesoro de una casa cuyo cabeza de familia era un payés que vivió del ingenio de mi madre mientras soñaba con bailar como Fred Astaire.
Mi padre volaba de noche con los pies de charol y ordeñaba al salir y al ponerse el sol con esperdenyes de vetes, sentado en la baqueta, las manos en las ubres de la Pulida, la Bonica, la Rata. Yo tenía bautizadas a las siete vacas de la cuadra, elegía su nombre de manera rigurosa de acuerdo a su fisonomía, y mi preferida fue siempre la Rata porque daba 28 litros diarios, que entonces eran muchos, y porque un día parió dos terneros: Xato y Morrut.
A la Rata no la mataron ni la vi morir sino que envejeció, como la vida misma, igual que si fuera de la familia, agradecida y mimada porque me alimentaba cada día, camino de la escuela al encuentro del maestro Carlos.
Ayudé durante un tiempo a mi madre a arreglar el establo dos veces por día, a abrevar mañana, tarde y noche y a cuidar de la Rata. Y procuré también aligerar la faena de mi padre para que, una vez limpias, a las vacas no les faltara de nada, así que las servía un poco de pienso del bueno y la mejor alfalfa, aquella que se ganaba al campo justo antes de que rompiera a llover después de una solana que reventaba la cabeza, solo aliviada cuando corría agua por Els Sorreigs. El trato siempre me pareció justo: a cambio de mimarlas, tenía la mejor leche, ninguna como la de la Rata.
Yo nunca me alimenté sino que disfrutaba con la comida, la del campo, la de los animales y la de la tienda. Un día tocaba pan con vino, al otro pan con aceite y sal, al siguiente pan con chocolate y a menudo pan con tomate, porque el pan mataba el hambre; yo, por suerte, vivía a cuerpo de rey y cada mañana tenía mi ración de pan con nata de la Rata.
Al poco de levantarme, tomaba una rebanada que había cortado con una hoja de acero muy larga, una ganiveta —no un cuchillo grande— y con un tenedor la untaba con la flor de la leche que cubría los cubos de aluminio dispuestos desde la noche anterior después de ordeñar a las siete vacas. Unos 75 litros al día, repartidos en potes también de aluminio, que un camión recogía a pie de carretera para la Letel.
A mí me daba igual cómo ordeñaba mi padre, solo aguardaba al despertar aquella nata que sobresalía medio centímetro de la leche fría y reposada de la noche anterior, para esparcirla sin hervir, blanca y untuosa, sobre aquel pan de miga abierta e irregular, denso para absorber y con la mejor textura para masticar, largamente fermentado, mejor parido en el horno de leña y concebido en los campos de trigo abonados también con la mierda de las vacas.
Nunca enfermé, ni siquiera tuve diarrea, sino que crecí sano y feliz, hasta que con el tiempo se empezó a trampear con el pienso, a cebar a las vacas, a hinchar a los cerdos, a putear a los toros, a abonar los campos con pesticidas, a pintar el pan con tomate en lugar de fregarlo. Ya no había payeses ni negociantes, ni vacas con nombre, sino máquinas y mercaderes porque el proceso industrial abonaba el anonimato; los animales no cagaban sino que escupían peste; y los potes no se llenaban de leche sino de agua blanca bautizada con bacterias. Incluso se dijo que las vacas se habían vuelto locas y se prohibió la venta de leche cruda, célebre en vaquerías como la de la familia de mi amigo Robert Àlvarez en Sarrià —las vacas eran asturianas, santanderinas o del país, como la Rata—.
La vida ha ido tan deprisa que ahora ya estamos de vuelta, y la Generalitat trabaja con un decreto para que los ganaderos puedan volver a servir leche a los consumidores, sin tratamiento previo ni intermediarios, con la condición de que sea hervida y tomada tres días antes. También en Francia y en Estados Unidos se habla mucho de la leche cruda o raw milk. ¿Y quién no ha recibido una propuesta de Benviguts a Pagès? Yo recomiendo la Ruta de la Llet que organiza el Consorci del Lluçanès. Vuelve el producto de proximidad, aunque sospecho que la leche nunca tendrá el sabor intenso de aquella nata de la Rata que de niño tomaba camino de la escuela.
Las vacas de mi padre eran la leche, igual que los toros para Joaquín Vidal. Y ahora que estoy de mala leche me queda el consuelo de seguir el rastro de la sobrasada de los cerdos que mata Andreu Manresa y de contemplar a mi madre cómo pone migas de pan en el balcón para pájaros que ya no distingo después de una invasión de palomas que exige una crónica de aventuras de Jacinto Antón.
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