Noches de rumba en el paraíso de los pisos turísticos
El aumento de turistas por alquileres como los de Airbnb cambia la fisionomía de barrios tradicionales como La Latina
Este edificio castizo de pequeños balcones, situado en el corazón del barrio de La Latina, esconde la historia de unos años en los que se vivió a toda prisa. Lo compró una empresa que adquiría fincas completas y después de rehabilitarlas en tiempo exprés vendía los pisos troceados al mejor postor. El pinchazo de la burbuja inmobiliaria —2007, 2008— les agarró con varios edificios a medio terminar. Uno de ellos era este. No era momento de vender, el negocio sería una ruina, así que la compañía alquiló sus pequeños apartamentos a solteros y parejas jóvenes deseosas de vivir en un lugar de la ciudad en el que ocurrían cosas interesantes.
Diez años después, de nuevo, todo ha cambiado. En los bajos del edificio, cerca de la medianoche, hay abierto un local acristalado que funciona como recepción. Sofás blancos, mapas de la ciudad, un escritorio tras el que se sienta un señor que da las llaves a los recién llegados. Porque ahora el viejo edificio se dedica al alquiler turístico. Gente de visita en Madrid, que viene a pasar un fin de semana. Un negocio más lucrativo que el de inquilinos que pagan su alquiler cada mes.
-Hola, tenemos dos reservas, se presentan seis huéspedes a los que un taxi que ha obstaculizado esta calle estrecha ha traído desde el aeropuerto de Barajas.
-Pasen, pasen, invita el recepcionista.
El empleado explica a los huéspedes algo que no se escucha desde el otro lado del cristal pero que puede apreciarse como el que contempla el espectáculo de un mimo. No es arriesgado deducir la charla: horarios, llaves, prohibido fumar, armar alboroto. Después les cobra con un datáfono y a continuación, solícito, con gran cortesía, saca un manojo de llaves y abre una puerta alterna que conecta directamente con el portal del edificio.
La comitiva está formada por tres parejas de Palma de Mallorca que han venido a Madrid a tirarse en paracaídas. "Y salir de marcha", añade Nerea Salaberri, de 35 años. Suben las maletas, acomodan el equipaje y al rato salen a la calle en busca de un lugar en el que les den de comer. Traen un hambre de lobos. Este fin de semana quieren comerse la Gran Ciudad.
No lo saben pero se acaban de instalar en una de las tres manzanas -una pegada a la otra- con más alquileres turísticos de Madrid. Según datos de InsideAirbnb, hay 25 anuncios subidos a Airbnb por cada 100 viviendas.
El boom de este negocio ha cambiado la fisionomía del barrio. Como una de las zonas más pegadas el centro su transformación desde hace más de una década es más que evidente. Ver convertidos sus edificios en pequeños hoteles no ha hecho sino acelerar el cambio. Cada vez queda menos del sabor a barrio tradicional y más a los lugares dedicados al turismo.
Ese mundo nuevo y el que pelea por no extinguirse conviven puerta con puerta en la calle Santa Ana. Donde había hasta hace poco un bar de barrio, de molletes y patatas bravas, ha abierto un moderno restaurante italiano, minimalista, con un toque pretencioso. Un lugar que hace unos años era impensable que abriera en este rincón de la ciudad. Al lado de ese lugar de pasta, sin embargo, resiste La Gloria del Acebo, otro bar tradicional cuyos dueños han decidido adaptarse.
¿Resulta descorazonador para ellos este cambio? En absoluto, conviene la dueña, María Dolores Sánchez Tornero. En poco tiempo ha visto como ha cambiado su clientela. "Vienen muchos matrimonios con niños que vienen a ver Madrid. Nos viene genial para los desayunos, las cenas. Incluso a tomar unas copas. Bienvenido sea el turismo", dice ya pasada la una de la mañana. En otro tiempo ya tendría el bar cerrado, las sillas recogidas, pero ahora su hijo mayor sube el volumen de la música y atiende a un grupo de mujeres jóvenes. Queda noche por delante.
Los turistas se internan en la noche de Madrid en un barrio de por sí bullicioso. A unos metros, en la plaza del Cascorro, parece que hay verbena. Un poquito más abajo, hay gente comiendo bocadillos de calamares en unas escaleras. Las iglesias evangélicas de los alrededores han dado por finalizado el culto y los feligreses, de punta en blanco, de traje ellos, vestidos y tacones ellas, recorren de arriba a abajo las calles. Del balcón de una casa sale techno a toda máquina, en una regresión momentánea a los noventa.
Iluminado por una farola, un ser que parece venido de otro tiempo aguarda sentado en la acera, junto a una furgoneta. Por lo que se lee en un cartel que tiene pegado en un cristal se trata de un restaurador de sillas. No parece el tipo de arreglo que uno vaya a hacer de madrugada pero si está ahí será por algo. Su quietud representa a los que no están tan contentos con lo que proyecta el futuro. "Este era un barrio clásico, nos conocíamos todos los vecinos. Nos dedicábamos al comercio. Eso está desapareciendo. Me da la sensación de que el dinero, que es lo que manda, nos acabará echando a todos", reflexiona en la puerta de su vivienda Dolores Hualde, que vuelve a casa después de echarse unas cañas con las amigas.
La incertidumbre abre rendijas por las que se cuelan los más espabilados. Paco Garrido y Puri González, un matrimonio de granadinos, vio como su negocio en Almuñécar zozobraba en los años de la crisis pero, lejos de amilanarse, hicieron las maletas y se vinieron a Madrid. Abrieron un restaurante en esta manzana ahora llena de turistas y les fue tan bien que tuvieron que irse a un local más grande, aunque en el mismo lugar. Así nació La Barca del Patio, un restaurante de comida andaluza. Garrido, bueno para los eslóganes con gancho, lo resume así: "Un lugar para la gente que echa de menos la comida de su madre". Y por tanto a su madre. El matrimonio está feliz de tener clientes de los apartamentos turísticos: mexicanos, colombianos, brasileños, franceses, españoles de todos lados del país.
El fresco de la madrugada no languidece la noche. Los bares de copas de los alrededores despachan sangría, cerveza pero también mojitos y caipiriñas. Lo que haga falta. Un coche aparca en un sitio libre, milagrosamente. De él salen cuatro o cinco hombres de negro, parecen vestir en mallas. ¿Imitadores de Batman? No, es la tuna. Sacan guitarras, panderetas, un estandarte. Lo que le faltaba a esta noche de locos.
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