La fe pierde puntos
Los líderes religiosos sensatos se pliegan a la ciencia, y los demás quedan desautorizados por sus propios fieles
Para un ateo como yo, la cualidad más asombrosa de las religiones es su plasticidad, su resiliencia, su capacidad para adaptarse a cualquier nuevo entorno tras estrellarse contra el duro suelo de la realidad. No pretendo criticar ese talento, más bien quiero elogiarlo, y hasta creo que otras instituciones y corporaciones harían bien en copiarlo. Adaptarse o morir. En un sentido profundo, ese es uno de los cimientos de la ciencia. La teoría más bella y elegante vale menos que un dato bien tomado que la contradiga. Pero la religión ha sufrido en estos días y semanas una ducha de realidad para la que, tampoco ella, estaba preparada, y sus reacciones han sido bien interesantes, a veces poéticas.
“No deseches las oraciones que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien líbranos de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita!”, le soltó el papa Francisco a la Virgen del Divino Amor el 11 de marzo. En el lenguaje laico, eso quería decir que el líder católico acataba las medidas antipandémicas que acababa de declarar el Gobierno italiano, incompatibles con los atascos humanos que se suelen producir en la plaza de San Pedro. De hecho, la Virgen del Divino Amor reside a 30 kilómetros del Vaticano, que es desde donde el Papa emitió su mensaje profiláctico. Pese a su poesía gongorina, Francisco se portó de acuerdo con los criterios científicos, lo que es muy de agradecer. Aunque hubo en España alguna misa evangelista que tuvo que dispersar la policía, ninguna voz de la jerarquía se ha opuesto a la suspensión de las procesiones de Semana Santa. Han entendido perfectamente los argumentos de la razón sanitaria y han emitido ese mensaje a sus fieles.
Ninguna voz de la jerarquía se ha opuesto a la suspensión de las procesiones de Semana Santa. Han entendido perfectamente los argumentos de la razón sanitaria y han emitido ese mensaje a sus fieles.
El patriarca Kirill de la iglesia ortodoxa rusa dijo a final de marzo: “He rezado durante 51 años, y espero que entiendan ustedes lo difícil que me resulta decir a la gente que no acuda a las iglesias”. Pero el caso es que se lo dijo. Otras doctrinas se han mostrado más correosas. La prensa internacional informa de que, en Estados Unidos, las iglesias evangélicas de las que se nutre el electorado de Donald Trump se han destacado como negacionistas del coronavirus. Según aprendo en The Economist, el predicador de Florida Rodney Howard-Browne fue detenido el 30 de marzo por fletar autobuses a su homilía asegurando que él podía inactivar el virus. El gobernador de ese Estado se apresuró entonces a incluir las actividades religiosas en la lista de servicios esenciales. En este caso, las religiones no se han dedicado a ayudar, sino a estorbar.
En cualquier caso, la fe está perdiendo puntos en esta crisis. Los líderes religiosos sensatos no están siguiendo su doctrina, sino los criterios de la ciencia, y los insensatos quedan desautorizados por sus propios fieles para dar consejo alguno a la población. Cuando un tratamiento funcione, veremos obispos haciendo cola en los hospitales.
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