Gore Vidal, mi querido apóstata
Amaba tanto a la humanidad que se sentía en el deber de ser duro con ella.
Las palabras son la única medicina que tenemos para la enfermedad llamada muerte, pero saben a poco cuando escribo a Fabián a Los Ángeles para confirmar la noticia más triste. Siempre quise conocer a Oscar Wilde, quizá por eso fui premiada con la suerte de gozar de la amistad del Wilde del siglo XX: un Wilde que no dejaba títere con cabeza. Odiaba la vulgaridad y a Jean Bowles y odiaba aún más a Amelia Eckhart, que era la novia de América cuando él era niño, pero sobre todo era la novia de su padre. Gore Vidal tenía fama de misántropo, no era cierto. Amaba tanto a la humanidad que se sentía en el deber de ser duro con ella. “Pensábamos que Obama acabaría con todas las guerras, por eso estoy enfadado con él”, me decía.
Cuando leía Creación o incluso cuando estudiaba la relación de Gore Vidal con Anaïs Nin y con Peggy Guggenheim en Venecia, no hubiera soñado nunca que llegaría a compartir con él tantas cosas, algunas tan hermosas como una fiesta griega con tamburiatta y cantos ancestrales. Como decía Vidal: “Los únicos límites que tiene un artista son los que él mismo se impone”, y la literatura hace extraños compañeros de cama y sueña extraños sueños.
Nunca pude evitar quererle desde que le conocí, a pesar de sus intentos por parecer gruñón y por destronar a mis iconos literarios. Le gustaba imitar a Truman Capote y lo hacía muy bien, como todas las cosas. Adoraba a Paul Bowles, “a pesar de su mujer” y le gustaba recordar conmigo la Biblioteca de la Academia Americana en Roma, donde tanto he escrito y donde a él tanto le gustaba escribir.
A veces la gente me preguntaba si Vidal era tan importante como decían; para las gentes de la Costiera era un personaje excéntrico más, uno al que amaban. Gore no quiso que la Villa Rondinaia se convirtiera en museo o fundación porque prefería tener el dinero “para repartirlo entre sus amigos”. Bebía mucho whisky y apenas comía, a veces parecía alimentarse de frases en latín. Solo se enfadaba cuando Muzius o yo intentábamos consolarle de su invalidez de hombre hermoso en silla de ruedas.
Como considero la bondad una forma de inteligencia, pienso que la bondad de Vidal era la lucidez de su vejez. Quería más a la princesa Margaret que a Lilibeth, su amiga, y quería a los clásicos muertos más que a los genios vivos. Con su voz cavernosa de actor que amaba representar a Shakespeare me dijo una vez en el hotel Rufolo: “Los que quieren vivir para siempre merecerían ser convertidos en pirámides”. Los únicos monumentos a los muertos que los dos aprobamos se escriben con palabras. Los escritores queremos vivir para siempre o al menos escribir para siempre, que es otra forma de respirar. Nadie sabe en qué momento se convierte en escritor ni quién será el que pueda armarle caballero de esa orden misteriosa y en los últimos tiempos marginal. Vidal me ungió como escritora cuando me animó y me ayudó en mi carrera literaria. Me convertí en novelista la noche en que Gore Vidal me contó quién mató a Kennedy y cómo amaba a Tennessee Williams, pero no me dijo cómo sobrevivir a un mundo en que los dardos de su inteligencia ya no se clavan en el centro de las cosas. Lo único que podemos hacer por los muertos es amarlos o leerlos, que es lo mismo.
Eugenia Rico es escritora.
Babelia
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