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Gladiadores, esos grandes deportistas

El historiador Alfonso Mañas destaca en un libro la dimensión atlética de los combates del anfiteatro

Jacinto Antón
'Pollice verso', óleo del pintor del XIX Jean-Leon Gérôme, que toma su nombre del supuesto gesto para decretar la muerte del perdedor.
'Pollice verso', óleo del pintor del XIX Jean-Leon Gérôme, que toma su nombre del supuesto gesto para decretar la muerte del perdedor. phoenix art museum

“My name is Gladiator…”, y soy un gran deportista. Esto es lo que podría decir Maximus Decimus Meridius, protagonista de la famosa película de Ridley Scott, a tenor del estudio sobre los gladiadores de la Antigua Roma llevado a cabo por el historiador granadino Alfonso Mañas (1976) y compilado en un libro completísimo y lleno de sugerencias que acaba de aparecer (Gladiadores, el gran espectáculo de Roma, Ariel, 2013). Mañas, que une a su gran conocimiento del asunto una destacable pasión y un afán empírico que le ha llevado a probar la indumentaria y las armas de un reciario para dilucidar exactamente cómo combatían esta clase de gladiadores (los que luchaban con red y tridente, como el Draba del Espartaco de Stanley Kubrick, ¿recuerdan?), subraya el componente deportivo de la gladiatura y le quita sangre al espectáculo del anfiteatro.

Dice que en el caso de las popularísimas grandes estrellas (como sería el personaje interpretado por Russell Crowe), que cobraban un caché astronómico, muy excepcionalmente se les mataba en la arena, aunque perdieran. “Sería tan absurdo como matar a Messi por perder un partido”, afirma. “O a Tyson por caer en el cuadrilátero”. En contra de lo que hemos visto en la pantalla y leído en numerosas novelas, según el historiador, los combates de gladiadores no eran una salvaje y gratuita efusión de sangre y crueldad, sino un espectáculo cuidadísimo en sus más mínimos detalles y muy reglamentado, que hasta disponía de árbitros, verificación técnica de armas y calentamiento. La mayor equivocación es creer que valía todo y que siempre se acababa con la muerte de uno de los contendientes. Sorprendentemente, el investigador afirma: “La mayoría de las ocasiones (dependiendo del período de la historia de Roma que estudiemos) ambos luchadores salían de la arena con vida”.

El lío del pulgar

Los combates de gladiadoras existían, pero Mañas los considera mayormente "charlotadas" para animar los intermedios. Las mujeres luchaban, como los hombres, con el pecho descubierto.

No se usaba el pulgar arriba o abajo (pollice verso) para decretar la vida o muerte del perdedor. Se usaban pañuelos para lo primero y el universal gesto de degollar para lo segundo.

Entre los diferentes tipos de gladiadores (tracio, murmillo, secutor...) figuraba uno gay: el tunicatus.

La dieta de los gladiadores era muy rica en grasas para darles masa corporal.

Existía un mercado de sangre de gladiador, que se consideraba medicinal y una cura para la epilepsia.

Lo que describe Mañas, apoyándose con gran rigor en las fuentes clásicas, se parece más a un deporte de lucha (incluso al Pressing Catch, con su teatro) que a las masacres y aspersiones de hemoglobina de Gladiator o la serie Spartacus. Un deporte de riesgo, sin duda. “Pero no una orgía homicida de muertes sin sentido ni una carnicería sin más”. Para los romanos, dice, el combate de gladiadores, estaba en la misma categoría que el pugilismo, la lucha (en esa época, ciertamente, más duros que ahora) o el pancracio, y todos los que los practicaban eran athletae, deportistas.

El estudioso, que gusta de sabrosos símiles como decir que el Coliseo era “la Champions League del deporte gladiatorio”, le echa además de conocimiento mucho sentido común a su análisis. “Al ritmo que muestran las películas en poco tiempo no quedarían gladiadores suficientes para llenar los 385 anfiteatros que conocemos en el mundo romano, por no hablar de que difícilmente nadie escogería esa profesión, y sabemos que aparte de prisioneros de guerra, esclavos y condenados existía una gran cantidad de gladiadores profesionales voluntarios”. Gente que cobraba unos sueldazos (hasta el equivalente de 200.000 euros por un solo combate) que no se volvieron a pagar hasta la aparición del deporte profesional de élite en el siglo XX.

“La mayoría de las veces los dos combatientes salían con vida”

Los inicios eran difíciles, por supuesto, los gladiadores novatos o de baja categoría tenían cláusulas de rescisión (definitiva), por así decirlo, baratas, y la propensión era a que sufrieran más muertes o los enfrentaran en combates sine missione, en los que el vencido siempre era ejecutado por el vencedor e incluso al vencedor se le enfrentaba a otro y a otro gladiador hasta que caía (la reforma de Augusto eliminó este tipo de luchas). “A medida que un gladiador ganaba combates se hacía más valioso y ningún lanista ni editor sensato de ludus (juegos) se arriesgaría a dejarlo morir sin pensárselo mucho”: había que pagarle su cuantiosa ficha en ese traspaso (!). Julio César, que miraba el bolsillo, evitaba siempre el veredicto de jugula (degollado) para el vencido.

La muerte ocurría y era parte de la gladiatura —los conceptos de piedad, compasión y humanitarismo eran en el violento mundo romano muy diferentes de los nuestros, más laxos—, pero en ningún caso se dispensaba arbitrariamente. Aunque Mañas reconoce que no se puede generalizar y la gladiatura era tan variada en el mundo romano como hoy los toros: “Es muy diferente un festejo en Las Ventas que una corrida en una plaza portátil en un pueblo”.

Parte de la confusión se debe, apunta Mañas, a que hemos metido en el mismo saco diversos fenómenos romanos: no eran lo mismo, por ejemplo, los combates de gladiadores que las luchas de los damnati ad gladium, los condenados a morir por la espada, o ad bestias, enfrentados a fieras, simplemente modalidades de ejecución. Mañas cree que los combates de gladiadores, que siguieron siendo populares cuando el imperio se hizo cristiano, no acabaron por humanidad, “sino porque eran muy caros”.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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