¿El Nobel debe consagrar o descubrir?
El premio de literatura se falla este jueves. ¿Debe ser condecoración o apuesta?
Demasiados agraviados
Por Miguel Munárriz
Como cada año, en octubre, la sociedad literaria espera conocer el nombre del último premio Nobel de Literatura. Y como cada año, esos nombres casi nunca coinciden con los que se barajan en las quinielas de los mentideros. Dos años antes de que se lo concedieran a Gabriel García Márquez, el escritor colombiano contó un interesante encuentro en casa de Lundkvist, uno de los miembros del jurado que mejor conocen la literatura en español del grupo de provectas figuras de las letras que lo forman. Gabo, que escribió más de una vez sobre los entresijos del galardón, contó que un amigo soviético le dijo una vez que “el Premio Nobel es bueno cuando se lo conceden a un escritor que nos gusta, y malo cuando sucede lo contrario”. Esto que parece de Perogrullo es algo que cada uno de nosotros sentimos al escuchar el nombre del ganador. Y es inevitable que, cada año, muchos de los escritores que no llegaron a tenerlo hayan soñado con la llamada de la Academia Sueca. Desde que la Fundación Nobel concediera el primero al francés Sully Prudhomme en 1901 se podría confeccionar una lista paralela de agravios, entre los que podríamos anotar a grandes como Proust, Tolstói, Joyce y Nabokov, y entre los nuestros, al inevitable Borges, quien solo un mes antes de la ansiada llamada —de la que ya no sabremos si se hubiera llegado a producir— dijo lo que nunca debió haber dicho ante el sanguinario Augusto Pinochet: “Es un honor inmerecido ser recibido por usted, señor presidente. En Argentina, Chile y Uruguay se están salvando la libertad y el orden”. García Márquez estaba seguro de que los suecos no entendieron el “humor porteño” de Borges y que aquello le costó, por parte de la Academia, su destierro de por vida. Hoy, la concesión del Nobel aumenta con nuevos nombres la lista de agravios, y muchos seguiremos acordándonos de Philip Roth. Afortunadamente, ya no tendremos que seguir implorando el nombre de Vargas Llosa.
Otra poeta polaca, por favor
Por Javier Rodríguez Marcos
Digámoslo así: el Nobel de Literatura tiene poco que ver con la historia de la literatura. De hecho, su palmarés es bien distinto antes y después de la II Guerra Mundial. Ni parecen el mismo galardón. Antes de 1945 lo raro es que acierte (o no tanto: Hamsun, Yeats, Thomas Mann…), después de esa fecha lo raro es que se equivoque (Churchill). Los lectores justicieros aprovechan que la Academia Sueca no se acordó ayer de Kafka, Proust o Joyce para, en el fondo, echarle en cara que hoy no se acuerde de sus autores favoritos o —qué menos— de uno cuyo nombre sepan pronunciar. A Borges le pasaba lo mismo. Convencido de que “lo infinitamente probable es que la obra más ilustre del año se haya producido en París, en Londres, en Nueva York, en Viena o en Leipzig”, no entendía que el famoso comité se empeñara en “fatigar las librerías de Addis Abeba, de Tasmania o de Líbano”. Después de patinar en los años treinta jugando la baza de los superventas (Sinclair Lewis) y para desesperación de los forofos, en los setenta la Academia sugirió que no tenía sentido aclamar lo que ya tuviera reconocimiento global. Dado que no existe “el mejor escritor del mundo”, valga con uno “muy bueno” venga de donde venga. El premio no sería condecoración sino apuesta: por un autor original, un género postergado o una cultura insuficientemente atendida. “Oh, no, otra poeta polaca”, se oye decir cada octubre al lector justiciero, menos pendiente de conocer que de reconocer. Si el criterio en Estocolmo fuera el suyo, cada año ganaría un novelista (y hombre y anglófono), o sea, Philip Roth. A veces pasa. El lector hedonista, mientras, agradece que un otoño que otro 18 esforzados lectores suecos le avisen de que se había perdido a gente como Isaac B. Singer, Yasunari Kawabata, Wislawa Szymborska o Herta Müller, tan grandes como los más grandes. ¿La justicia? Que se ocupe la historia de la literatura.
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