Atados a una rueda de fuego
El Lliure presenta una extraordinaria puesta de 'El rey Lear', a cargo de un Lluís Pasqual tocado por la gracia, con una descomunal Núria Espert
El rey Lear comienza como un cuento. Érase una vez un viejo monarca que tenía tres hijas; érase otra vez un fiel consejero que tenía dos hijos. Antorchas. Tambores. Un eclipse. Estamos en el tiempo inmemorial de los relatos fundacionales, de los árboles que crecen y se entrelazan. El rey Lear. Qué enorme obra. No tengo duda: la mejor de Shakespeare. La más rica, la más inabarcable, la más valiente. Qué impresionante galería de locos, de malvados, de ciegos, de corazones rotos, de leales hasta la muerte. Cómo cambian todos, qué bajo caen unos y qué alto vuelan otros. La gran tragedia sobre la vejez, el aullido bajo un cielo sin dioses. La obra que contiene un cosmos y, en su furiosa mezcla de temas y géneros, inventa el teatro moderno.
Estamos en el Lliure, desbordado de público. Espacio desnudo, disposición en pasillo. En el centro, plataformas a motor que crean y elevan mesas, escalones, laderas montañosas. A ambos lados, una hilera de butacas para los miembros del coro y los actores que esperan salir a escena y la contemplan como personajes. A derecha e izquierda, dos aperturas que fingen la entrada a sendos camerinos, con bombillas en torno al rectángulo de los espejos. Camerinos reales, donde los cómicos, apenas entrevistos, se preparan, se cambian de ropa. Pantallas en lo alto de las gradas, como tragaluces, para que entre el viento, la luz de tormenta inminente, la música de las esferas.
Un montaje histórico. Se utiliza demasiado ese término, pero esta vez lo sentí así, uno de los mejores 'Lear' que he visto
Un montaje histórico. Se utiliza demasiado ese término, pero esta vez lo sentí así: uno de los mejores Lear que he visto. Lluís Pasqual está tocado por la gracia últimamente: Els ferèstecs, El caballero de Olmedo, y ahora este Lear. La ligereza y la densidad caminando juntas. Clasicismo y modernidad. Las escenas fluyen, como la corriente de un río saltando en los rápidos. Y las piedras brillan por el agua y el sol de la mirada. Histórico también por un extraordinario reparto de 24 actores, sin un desnivel, sin un paso en falso. Al frente, en lo alto, Núria Espert. Mi admiración por esta actriz ya no puede ser mayor. Yo estaba cansado la noche de la función, ya con la queja en la boca, y pensé: “¿No te da vergüenza? Mírala. Tiene casi ochenta años y ahí está, subiendo cada noche esa montaña. Qué digo montaña: esa cordillera. Cállate. Cállate y aprende”.
Un gran pájaro de pico feroz y ojos desvelados. En ningún momento la vi como un rey. No me hizo falta. Vi a una reina, una vieja princesa guerrera. Una criatura de leyenda. Una reina violenta, irracional, que recoge lo que ha sembrado, que enloquece al perder el mando, y aprende a la intemperie, pero apenas tiene tiempo de poner en práctica lo aprendido. Triste, amarga historia. Durante el primer tercio, Espert relumbra con autoridad natural y nos muestra lo peor del monarca, y lo detestamos, como está mandado. Lear se rompe luego por las dentelladas de la ingratitud y escuchamos el crujido de un enorme árbol viniéndose abajo en el silencio de un bosque. La conmovedora fragilidad aflora en el encuentro con el Pobre Tom: “¿Es por tus hijas que estás así?”. Y, ah, cuando entra con locura feliz y corona de papel, danzando en la escena de las flores, como la madre de Bernarda Alba imaginando el mar, como un ensueño de doña Rosita: lágrimas, lágrimas. Las hijas: hay maldad pero también hay razón lógica en la temible Goneril de Miriam Iscla. Es la que más sale al padre, diría. (Me hubiera gustado conocer a la señora Lear, por cierto). Y me vuelven ahora las risas casi orgásmicas de Regan cuando brota la sangre, la locura liberadora y fatal de un temperamento hasta entonces reprimido: con qué atroz alegría participa Laura Conejero de la salvajada contra Gloucester.
El viejo engañado que aprende a ver con las cuencas vacías es Jordi Bosch, soberbio, no solo cuando sufre el desojamiento, no solo en la escena del acantilado: yo me llevé a casa la preciosa escena de Lear ya loco, como si el espíritu del bufón hubiera entrado en él, riendo junto a Gloucester tras su resurrección, los dos juntos, becketianísimos. Y tampoco olvido la inmensa fuerza de Ramon Madaula como Kent, el raisonneur desatendido que lo deja todo y se reinventa como un vagabundo para seguir protegiendo a su rey, hasta el final y más allá del final. Julio Manrique es Edgar, y es la vez que mejor me han contado al Pobre Tom, un loco roto por la pena, con aires de Fuso Negro. Manrique está haciendo una temporada espectacular: primero Timón de Atenas y ahora Edgar/Tom. Sin olvidar al Cheng Ying de L’orfe del clan dels Zhao el año anterior. ¿Y el Edmund de David Selvas, dirigiéndose al público, con monólogos excepcionales? Qué villano más lúcido, mofándose de los hombres que culpan de su estupidez a los astros. Qué miedo en sus ojos cuando tropieza y cae por exceso de ambición; qué grandeza en el riesgo de ese miserable jugándoselo todo a una carta.
Qué química tan grande entre Núria Espert y Teresa Lozano, el bufón. Un bufón brechtiano, que se mete a la parroquia en el bolsillo
Y qué química tan grande entre Núria Espert y Teresa Lozano, el bufón, con un trasluz de aquel lejano Pedradetoc de Joaquim Cardona en Al vostre gust del primer Lliure. Un bufón brechtiano y cabaretero (las canciones, puro Weill, a los sones del órgano de Juan de la Rubia, ayudan mucho), que se mete a la parroquia en el bolsillo. Y emociona: es amargo, le zurra la badana a Lear pero, atención, no le abandona nunca y le sigue bajo la tormenta. Hay mucha música, en la escena de la tormenta, en la obra entera. La música está cada vez más presente y mejor calzada en los montajes de Pasqual. Tras la formidable intuición flamenca de El caballero de Olmedo, se le ha ocurrido utilizar aquí un coro que realza sin subrayar, terrestre y aéreo, de actores/cantantes dirigidos por Dani Espasa. Música y ritmo en la traducción de Sellent cuya versión firma Pasqual, ritmo que en la segunda parte nos da una puesta alada, velocísima pero sin aceleraciones. Ahora veo a Lear y Cordelia en la escena “de la residencia”, Espert en silla de ruedas, recuperando, quijotesca, la lucidez, y Andrea Ros, igualmente espléndida, tratando de mantenerla en el lado de la luz. Ahí está Cordelia entera, ahí Lear te vuelve a partir el alma. ¡Y aún no hemos llegado al momento del “nunca, nunca, nunca, nunca, nunca”! ¿No parará el dolor? No, apenas unos segundos, el tiempo de aflojar un botón. Al final, la cabeza quiere que el dolor se convierta en sueño, un sueño muy extraño, mil años atrás. ¿Cómo empezaba? Había muchas antorchas, un rey que enloquecía, un dragón y su furia, y luego pasaban muchísimas cosas, como si una rueda de fuego echara a rodar, y nosotros atados a ella, cuesta abajo. Pasaba todo. Todo. Corran, si encuentran entradas.
El rey Lear. De William Shakespeare. Dirección: Lluís Pasqual. Intérpretes: Núria Espert, Jordi Bosch, Julio Manrique y Teresa Lozano, entre otros. Teatre Lliure. Barcelona. Hasta el 22 de febrero.
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