Chema Cobo, el disidente permanente
El pintor trabaja en su casa-estudio de Alhaurín El Grande desde 1999. Un espacio en el que reina el orden y los colores se difuminan
Desde su ventana, pequeña para evitar distracciones, se ve La Sierra de las Nieves. Chema Cobo (Tarifa, Cádiz, 1952) trabaja en su casa-estudio del municipio malagueño de Alhaurín el Grande rodeado de árboles frutales, en La Dehesa Baja, una zona alejada del pueblo en la que el artista se aísla para cumplir con su rutina.
En los límites de su universo —que también habitan su mujer, Rosa Lefevere, un perro y dos escurridizos gatos— higueras, nísperos, perales, naranjos y ciruelos se entremezclan con la vegetación de la dehesa y, más que un huerto, su pequeña finca parece un bosque. Esa difusa frontera se repite en sus pinturas. “Mis colores tienden a crear una atmósfera de indefinición que, en lugar de definir la imagen, la difumina”, aclara Chema Cobo, uno de los artistas andaluces que revolucionó la pintura en la década de los setenta y que formó parte de la llamada Nueva Figuración. Su estudio, normalmente atestado de lienzos, está ahora “esclarecido”, ya que muchas de las 47 obras que se cuelgan en la muestra Joking holes. Un pintor en la diáspora. 1975-2015 han salido de este espacio. La exposición, que puede verse en la Diputación de Cádiz hasta el 5 de julio, revisa su carrera desde que, en 1975, realizó su primera muestra individual en la galería Buades de Madrid.
“Algunos amigos me dicen que mi estudio parece de un alemán. Todo está siempre en su sitio. No soporto el desorden”, explica el artista, para quien el humor y la ironía forman parte de su paleta. Una paleta que se despliega sobre cualquier soporte, como los platos de una vajilla desechada en los que en lugar de las suculentas recetas de Rosa aparecen ahora sus famosos colores indefinidos que pueblan lienzos como The gate of heavens (2006), un falso Partenón en el que el artista ha creado “una ficción dentro de otra ficción”. “El tema de las ruinas me interesa mucho porque me permite jugar con la idea de memoria. Es como un flash de luz tras el que todo parece gris y blanco; pero si te fijas bien empiezas a ver los colores. Es el reflejo de una sociedad en la que no hay nada puro, todo está contaminado por algo”.
Cobo es un hombre de rutinas y cumple con la suya desde que, en 1999, se mudó a Alhaurín el Grande, después de vivir en Chicago, donde impartió clases en el Art Institute, y de pasar varios años en Bélgica, de donde es su mujer. “Por las mañanas leo la prensa, libros y escribo en mis cuadernos de notas sobre cosas que se me ocurren para desarrollar después en el lienzo. A veces trabajo a partir de una imagen, pero otras es una idea la que acaba convertida en un boceto muy esquemático”, comenta el artista, que estudió Filosofía en Madrid y, antes que pintor, quiso ser cineasta. “Desde las tres de la tarde y hasta las nueve de la noche estoy siempre pintando. Que la luz sea natural o eléctrica me resulta indiferente. Incluso durante el día enciendo la luz, porque yo me guío más por la intuición que por el color en sí”.
“Cada lienzo es una carrera de obstáculos. Como una partida de ajedrez en la que tienes que seguir las reglas, pero todas son distintas porque te ves obligado a tomar decisiones nuevas. Eso es precisamente lo interesante de pintar, de lo contrario no tendría sentido y sería aburrido”, aclara el pintor quien siempre se ha sentido “fuera de la corriente principal de la vida”.
“Cuando estaba en el colegio hacía preguntas que los demás no entendían. Esa disidencia permanente ha hecho que siempre me sienta fuera de cualquier grupo. Al final te fabricas un personaje que te sirve para relacionarte con los demás. Es como una chaqueta que te pones cuando vas a una boda. Pessoa dijo que el artista es un fingidor porque es un falsificador de personajes”, reflexiona Chema Cobo al tiempo que se da cuenta de que su perro, Umpy, en un descuido y con el trajín de las fotografías, ha traspasado el umbral prohibido de su estudio. Otro que se siente fuera de lugar.
Cuestión de gustos
1. ¿En qué obra se quedaría a vivir? Ya tengo la sensación de que estamos viviendo en una copia muy mala de obras de Brueghel , algo así como una mezcla entre su Torre de Babel y La parábola de los ciegos. En estas circunstancias y sin dudarlo me iría a vivir en La venus de Velázquez.
2. ¿A qué artista de todos los tiempos invitaría a cenar? Para Francis Picabia, la humanidad estaba compuesta por dos tipos de hombres, los fracasados y los desconocidos, si de artes plásticas se tratara yo hablaría de farsantes y falsificadores. Para no parecer un fantasmón al uso omito los famosos con los que he cenado, así que solo me queda por invitar a un falsificador y por tanto desconocido.
3. ¿Cuál ha sido el mejor momento de su carrera? Plantearme algo así me parece una quimera. En mi trabajo hay poca correspondencia entre cómo uno valora lo que hace y cómo esto es valorado por otros sea para bien o para mal. Son dos cosas que no se corresponden, ¡mi insatisfacción es crónica!
4. ¿Qué encargo no aceptaría jamás? Uno acepta de entrada el peor: someterse a los criterios coyunturales de la institución del arte y su aparato de guardianes que dictan lo que se puede o no hacer hoy aquí y ahora… a cambio de unas propinas como reconocimiento.
5. ¿Qué libro exposición no pudo terminar? Todas aquellas exposiciones que cumplen rigurosamente los dictados de moda del momento, normalmente, las evito, son aburridas por previsibles.
6. ¿Qué hizo el último fin de semana? Olvidarme que era fin de semana… y pintar… que en días así parece aún más de aficionado.
7. ¿Qué está socialmente sobrevalorado? Todo salvo la inteligencia. La estupidez se ha impuesto como guía para la mayoría en un momento en que se habla de cultura y se olvida la escuela y la educación. Lo peor de la estupidez es que cíclicamente deviene mesiánica y en eso estamos.
8. ¿A qué pintor le daría un premio? De estar bien remunerado se lo daría a un amigo que necesitara el dinero y de no estarlo se lo daría a cualquier tonto útil de la cultura comparsa que los coleccione.
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