La hipótesis de la felicidad
Una nueva edición de las ‘Cartas a Milena’ y una novela de Michael Kumpfmüller iluminan el último año de Franz Kafka
La primera frase de Anna Karenina dice que “todas las familias dichosas se parecen”, pero que “las infelices lo son cada una a su manera”. Lo que Tolstoi sugería es que seguramente no hay mucho que contar de los que no andan metidos en un lío, de los que no padecen conflictos, de los que no se andan tirando todo el rato los trastos a la cabeza. La felicidad convierte a los que la conocen en personas sobre las que casi mejor guardar silencio, ¿para qué tomar la palabra sobre quienes se limitan simplemente a estar ahí y disfrutar a fondo? Son tópicos literarios que se han quedado como parte del juego: ¡Que se fastidien los felices, que bastante tienen con ser felices! La literatura sólo va a tratar de los desgraciados.
Viene esto a cuento de Franz Kafka. Basta asomarse a su correspondencia con Felice Bauer o a las cartas que le mandó a Milena Jesenská para darse cuenta de que aquellas relaciones le complicaban la vida y lo metían en un laberinto de sufrimientos minúsculos y otros no tan minúsculos. En febrero de 1913, por ejemplo, le escribió a la primera: “¿Has conocido alguna vez la incertidumbre? ¿Has visto cómo se abrían aquí y allá para ti solamente, descontando a los demás, diversas posibilidades, y que con ellas surgía una verdadera prohibición de efectuar todo movimiento? ¿Has desesperado alguna vez de ti misma, simplemente desesperado, sin que entrase en tu mente, ni del modo más fugaz, pensar en el otro? ¿Desesperado hasta el extremo de tirarse al suelo y permanecer así más allá de todos los Juicios Universales?”. A la segunda, le explicó en septiembre de 1920: “Milena, tú no puedes comprender bien de qué se trata o, en parte, de qué se ha tratado, yo mismo no lo entiendo, tiemblo bajo este estallido, me atormento hasta el borde de la locura, pero no sé ni lo que es ni lo que quiere a lo lejos; sólo sé lo que quiere de inmediato: silencio, tinieblas, esconderse en un rincón, eso lo sé y tengo que hacerlo, imposible negarse”.
Fueron dos largas y complicadas historias, de ésas que seguramente le hubieran gustado a Tolstoi. El amor de Kafka por Felice y el amor por Milena fueron realmente amores muy a su manera. No se parecen a las historias dichosas, de las que (volviendo al tópico) no hay nada que decir. No existen cartas que permitan reconstruir lo que le pasó a Kafka con Julie Wohryzek ni con Dora Diamant, las otras dos mujeres de su vida, pero es fácil sospechar que sus respectivas historias no serían un prodigio de sencillez, fluidez y alegre acomodo a la sombra de las circunstancias. Es bastante probable que, como en las otras ocasiones, hiciera cuanto estuviera en su mano para complicarlas hasta la exasperación. O no. En una novela que se ha traducido hace poco, La grandeza de la vida, el escritor alemán Michael Kumpfmüller se mete en un peliagudo desafío: contar lo que pasó entre Kafka y Dora desde que se conocieron en julio de 1923 hasta que el escritor murió en Kierling el 3 de junio de 1924. Poco menos de un año.
Estos son los hechos. Franz Kafka se había jubilado en julio de 1922 de su trabajo en el Instituto de Seguros de Praga, así que estaba en disposición de hacer con su vida lo que le viniera en gana, lejos ya de las obligaciones de un horario y del cumplimiento de unos deberes laborales. Así que, un año más tarde, se fue de vacaciones con la familia de su hermana Elli a Müritz, en el Báltico. Iba a la playa, donde se instalaba en una silla de mimbre techada, nadaba un poco, daba largas caminatas. Una noche lo invitaron a cenar en la colonia de vacaciones del Hogar Judío. Ahí estaba Dora Diamant, una judía procedente del Este de 25 años: la encontró en la cocina limpiando el pescado para la cena. En los días siguientes dieron unos cuantos paseos, hablaron de todo y fueron tejiendo un montón de complicidades que les sirvieron para crear unos lazos lo suficientemente estrechos como para que decidieran irse a vivir juntos a Berlín. A principios de agosto, Kafka abandonó Müritz con Elli y compañía. Se detuvo en Berlín, buscó un lugar donde vivir con Dora, luego pasó a ver a su familia a Praga. Su hermana Ottla, viendo su estado de salud, se lo llevó entonces con ella y con los suyos a pasar unos días de descanso en Schelesen.
El 24 de septiembre Kafka y Dora se encontraron por fin en Berlín y se instalaron en un pequeño piso en el barrio de Stegelitz, en la Miquelstrasse, número 8. La casera no vio con buenos ojos la convivencia de la pareja, así que tuvieron que buscar otro lugar. Lo encontraron ahí cerca, en la Grünewaldstrasse, 13, pero tuvieron que abandonarlo también poco después. La enfermedad de Kafka avanzaba implacable. En febrero se instalaron en Zehlendorf, en una pequeña casa con jardín. Un mes después, un tío de Kafka, Siegfried Löwy, se presentó de visita y consideró que su sobrino estaba demasiado mal y que debía irse a Davos a una clínica para tratar con urgencia su tuberculosis. Mientras tramitaban su ingreso, se instaló en Praga desde el 17 de marzo al 5 de abril. Al final, tuvo que ingresar en el sanatorio Wienerwald, cerca de Ostmann en la Baja Austria, donde sólo permaneció unos días. El día 9 lo trasladaron a la clínica laringológica del Hospital General de Viena. Pero tampoco estuvo allí mucho tiempo. Los médicos creían que no había mucho que hacer. El 19 de abril llegó al sanatorio privado del doctor Hoffmann, en Kierling, cerca de Klostenburg. Dora lo fue acompañando de un lugar a otro desde su primer ingreso y, a este último lugar, acudió también su amigo Robert Klopstock. Kafka corrigió por aquellos días galeradas de Un artista del hambre; los médicos le habían prohibido hablar, así que se comunicaba escribiendo notas en pequeños papeles. El 3 de junio murió a mediodía. Dora lo acompañaba en ese momento.
Durante aquella breve temporada que pasaron juntos, Kafka escribió La obra, un relato que no llegó a terminar como tantos otros y que también se conoce como La guarida. Roberto Calasso ha escrito a propósito de esta pieza en K: “El tono es el de un balance escrupuloso, como de quien dijese: si de verdad queréis saber cómo fue mi vida aquí encontraréis el diario de a bordo, pero despojado de todo carácter accidental, reducido a la geometría de los movimientos, por encima y por debajo de la capa de musgo que ocultaba el acceso a la guarida”.
La obra se inicia haciendo referencia a ese viejo y familiar personaje: “Luego se extendía la llanura ante K. y a lo lejos se hallaba, en medio del azul, apenas distinguible sobre una pequeña colina, la casa a la que pretendía llegar”. Un poco después, K. dice para sus adentros “conque esta es mi casa’ y se dirige hacia ella, se cruza con un gato que se escabulle dando grandes alaridos (“no suelen gritar así los gatos”) y entra. “La puerta de la habitación de arriba también estaba abierta”.
A partir de ese instante, K. desaparece de la narración y el que toma la palabra es el constructor de aquella obra, tal vez un topo. Describe con todo detalle cómo es el lugar, con sus galerías y sus plazas, habla de las dificultades que tuvo cuando debía apisonar (“literalmente a martillazos”) con su frente una tierra “bastante floja y arenosa”, explica las dificultades del aprovisionamiento y de cómo ha ido acumulando grandes cantidades de carne que le permiten regocijarse “con su abundancia”. El trabajo ha sido imponente pero finalmente ha terminado y, además, tiene comida para rato. Enseguida empiezan las inquietudes. “He provisto la obra de todo lo necesario y me parece lograda”, observa el narrador. Pero luego apunta que mientras vive en paz en lo más profundo de su guarida, “quizá el adversario” se le “acerca horadando la tierra en silencio y sin prisa...”. El mundo de Kafka toma entonces ya plena posesión de la situación, y el narrador alude, como de pasada, a “la guerra de exterminio, que hasta entonces nunca había dejado de librarse”.
Kafka empezó a escribir La obra en noviembre de 1923 y la dejó abandonada en diciembre. Estaba viviendo entonces con Dora Diamant en Berlín. En un pequeño texto en el que cuenta su vida con el escritor, que recogió Hans Gerd-Koch en la colección de semblanzas que reunió en Cuando Kafka vino hacia mí, Dora se acuerda de que cuando le preguntó si ella aparecía en el relato le contestó que sí, que era “la plaza de armas”. No un personaje de carne y hueso, más bien un lugar. “¡Por fin en mi plaza de armas! Por fin podré descansar”, dice el narrador de La obra, y en otro momento: “He venido por vosotras, plazas y galerías, y sobre todo por ti, plaza de armas, por vosotras he tenido en nada mi vida después de cometer durante mucho tiempo la estupidez de temblar por ella y demorar mi regreso”.
No era una época fácil para los judíos en Alemania. En la novela de Michael Kumpfmüller se oye de tanto en tanto el ruido de fondo de un país que había quedado herido tras la Gran Guerra y que pasaba por una difícil coyuntura económica (“un litro de leche cuesta 70.000 marcos, una hogaza de pan 200.000, el dólar se cotiza a cuatro millones”, escribe) y social. Había líos de tanto en tanto, conflictos, la policía cargaba contra los que salían a la calle a protestar porque tenían hambre. Dora Diamant era un joven judía que procedía del Este (hablaba con fluidez yídish y hebreo) y que había encontrado en Berlín un lugar donde vivir lejos del rigor de las creencias ortodoxas que marcaban su vida familiar. En su círculo de amistades, como en el del propio Kafka, la idea de trasladarse a Palestina seguía siendo una opción en la que se pensaba con una frecuencia cada vez mayor. Kumpfmüller habla en su libro de una visita que el gran amigo de Kafka, Max Brod, hizo a la pareja y comenta que se refirieron a un intento de golpe de Estado que se había conseguido sofocar en Múnich.
Efectivamente, el 8 de noviembre un grupo de unos 600 militantes del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) tomaron una cervecería en Múnich donde el gobernador de Baviera daba un discurso y proclamaron el inicio de un nuevo orden. El que lo hizo fue el cabecilla del movimiento, Adolf Hitler, un tipo que empezaba por entonces a hacerse célebre y que saltó entonces sobre una mesa para vociferar que la revolución nacional había empezado. Su gente logró tomar el cuartel general del Reichswehr y también el de la policía. Pero fracasaron cuando pretendieron hacerse con los edificios del gobierno. Hubo escaramuzas y varios muertos, y un día después el golpe había fracasado. Hitler fue detenido e ingresó en la cárcel de Landsberg am Lech. La filosofía que defendía aquel siniestro personaje, que iba cosechando cada vez más adeptos, la resume el historiador Ian Kershaw de un modo conciso diciendo que “se reducía a una visión maniquea y simplista de la historia como una lucha racial en la que la entidad racial superior, los arios, estaba siendo debilitada y destruida por la entidad inferior, los parásitos judíos”.
Brod, Kafka y Dora eran judíos y como tales comentarían aquel episodio de Múnich. Estando así las cosas, ¿podía realmente descansar en su plaza de armas el narrador de La obra? Sus inquietudes empezaron al oír unos pequeños ruidos, bastante lejanos, que le hicieron considerar hasta qué punto su construcción era segura. Y sospechó que acaso alguien se estaba acercando. Más adelante, sin embargo, se preguntó si no sería más bien una manada la que “ha irrumpido de golpe en mi territorio, una gran manada de criaturas menudas”. Poco después, sin embargo, daba una vuelta de tuerca y se decía que más bien ha de ser “un solo animal de grandes dimensiones”, que además parecía tener “un plan cuyo sentido no acabo de comprender”, y observaba que ese animal lo “está cercando, que ya ha trazado unos cuantos círculos en torno a mi obra desde que lo veo observando”.
Noviembre de 1923: Hitler quiere hacerse con el poder y Kafka escribe en Berlín la historia de una obra que va siendo cercada, quien sabe si por una manada de criaturas menudas o por un animal de grandes dimensiones. No tiene mucho sentido, desde luego, leer a Kafka como si fuera el cronista adelantado de la catástrofe que se estaba incubando entonces en Alemania. No tomó nunca en mucha consideración lo que ocurría fuera, y de hecho en su diario sólo hay unas pocas anotaciones sobre la Gran Guerra que asoló Europa entre 1914 y 1918 mientras él garabateaba páginas y páginas en busca de una voz propia y una mirada y unas obsesiones y un sentido del humor verdaderamente únicos. Dora contaba en sus recuerdos que se reía mucho con los textos que Kafka leía en voz alta cuando lo visitaban sus amigos, y quién sabe si no fue La obra el que eligió cuando apareció Max Brod aquella vez por Berlín.
¿Es posible, entonces, que Calasso tenga razón y que La obra sea una suerte de “diario de a bordo” de la vida de Kafka? ¿Llevaba dentro, y compartía con el narrador, esa sensación de fragilidad que se tiene por cuanto uno ha construido, y consideraba también esa terrible amenaza que acechaba al otro lado? Inseguridad, inquietud, miedo. Michael Kumpfmüller propone un acercamiento diferente al Kafka que va de un lado a otro durante el último año de su vida. Y que va, además, casi siempre bien acompañado. Por Dora Diamant. Está enfermo, sí, pero es un hombre dinámico que cambia de domicilio, que se atreve a vivir por primera vez acompañado, que llegará a escribir pidiendo la mano de Dora a su padre. Todas esas vueltas y revueltas que le daba a todo están más diluidas. Casi parece un hombre corriente cuando le cuenta una historia a una niña que han encontrado llorando en un parque.
La nueva edición que acaba de aparecer de las Cartas a Milena, en un volumen de la Biblioteca del Traductor dedicado en este caso a Carmen Gauger, tiene entre otras una importante novedad: determina el lugar y la fecha en la que Kafka escribió cada uno de esos singulares, extraños, desconcertantes, apasionados y neuróticos textos que dirigió a aquella hermosa y provocadora mujer checa. “No quiero (...) ir a Viena porque no soportaría psíquicamente el esfuerzo. Soy un enfermo psíquico, la enfermedad pulmonar es sólo la enfermedad psíquica que se ha desbordado. Estoy así desde el cuarto o quinto año de mis dos primeros compromisos matrimoniales”, le contó en una carta fecha en Merano el 31 de mayo de 1920. La simple idea del encuentro con Milena lo desarmaba, lo sacudía, lo trastornaba (y eso que, al final, terminó yendo a Viena y pasó con ella unos días muy felices). Era una relación que tuvo, como en el caso de Felice, mucho más de literario que de real. Le escribía y le escribía, escudriñándolo todo, el más nimio gesto, la observación fugaz, cada sombra que se le atravesaba, ya fuera en sueños, ya fuera asunto de su imaginación desbocada. Y todo el rato la enfermedad. Y el miedo: “yo no puedo mantener un huracán en mi habitación”, le escribió alguna vez. Y también: “todo mi ser no es sino miedo”. Un miedo que lo iba chupando, pero al que no podía renunciar: “mi existencia consiste en esa amenaza soterrada; si esta cesa, ceso yo también, es la forma de mi participación en la vida, si cesa, renuncio a la vida, de modo tan fácil y natural como uno cierra los ojos”.
De vuelta a Calasso: en La obra está, y lo cubre todo, esa “amenaza soterrada”. No sólo tenía con ver, por tanto, con aquella época convulsa (la bronca antisemita de los partidarios de Hitler, la brutal crisis económica, las tensiones sociales), Kafka la llevaba grabada en su condición, era su condena. Por eso resulta sorprendente que aquel hombre frágil o, si se prefiere, aquel perfecto inútil, hiciera tantos progresos durante el último año de su vida. Kafka conoce a Dora, y de pronto le parece posible cumplir el viejo sueño de instalarse en Berlín. “Esa posibilidad no era entonces mucho más realizable que la de Palestina, pero después adquirió más fuerza”, le contó a Milena, a la que todavía seguía escribiendo, en una carta de la segunda semana de noviembre de 1923. “Vivir solo en Berlín, por otra parte, era imposible para mí, en todos los aspectos; y no sólo en Berlín, en ningún otro sitio podía vivir solo. También para eso se me presentó en Müritz una ayuda casi increíble en su estilo”.
Esa “ayuda casi increíble” fue Dora Diamant. Como no se conservan las cartas que Kafka le escribió, resulta imposible averiguar si incluían también, como en las que les mandó a Felice y a Milena, el catálogo casi completo de sus carencias, obsesiones, terrores y sospechas. En esta relación, por eso, no queda otra que atender a los hechos. Se conocen en Müritz en julio de 1923 y en septiembre ya están viviendo juntos. Realizan después varios traslados y, bueno, juntos pasan la pesadilla del final. El perfecto inútil se convirtió en sus últimos días en un hombre osado, un tipo lanzado que se va con su chica y se lanza a la aventura de construir, al fin, una moderada felicidad. A Tolstoi esa hipótesis de embarcarse en la tarea menuda de compartir la vida corriente le hubiera producido pánico si hubiera tenido que armar a partir de ahí una novela.
“Era alto y delgado, tenía la piel oscura y daba grandes zancadas, de tal modo que al principio pensé que debía de ser de sangre medio india y no un europeo”, explicó Dora cuando se acordó de Kafka en aquel texto al que ya se ha aludido antes. De sus ojos escribió: “Más bien había en ellos una expresión de asombro. Tenía los ojos marrones, tímidos, y resplandecían cuando hablaba. En ellos aparecía de vez en cuando una chispa de humor, que sin embargo era menos irónica que pícara, como si supiera cosas que las demás personas desconocían. Pero carecía por completo de sentido de la solemnidad”. Y también: “Kafka estaba siempre de buen humor. Le gustaba jugar”.
Müritz, Berlín, Praga, Schelesen, de nuevo Berlín (de una casa a otra y a otra), Praga, un lugar de la Baja Austria, Viena, Kierling. Viene bien imaginarse a Kafka dando zancadas para trasladarse de un lado a otro, con esos ojos pícaros, llevando sus libretas en el bolsillo del abrigo o en el pantalón o en una cartera, quién sabe, y apuntando sus cosas. En ese último año escribió cartas y cartas, unos cuantos relatos (Una mujercita, La obra, Josefina la cantante), corrigió las galeradas de Un artista del hambre. Unos años más tarde la Gestapo se presentó en casa de Dora y se llevó las cartas y libretas que consiguió liberar del encargo que le hizo Kafka de quemarlo todo. Nunca se han encontrado.
El 3 de junio de 1924 Franz Kafka murió a mediodía. Lo acompañaba aquella joven judía, Dora Diamant. En la necrológica que Milena Jesenská preparó para el Národní listy y que se publicó el día 6, escribió: “Era tímido, medroso, dulce y bueno, pero los libros que escribió son crueles y dolorosos. Veía el mundo lleno de demonios invisibles que destrozan y exterminan al hombre desprotegido”. Luego apuntó que “conocía el mundo de manera insólita y profunda, y él era también un mundo insólito y profundo”. Tiene razón. Insólito y profundo, el tipo de las zancadas, el que le parecía a Dora Diamant que tenía sangre de indio.
Franz Kafka. Cartas a Milena. Traducción, introducción y notas de Carmen Gauger. Alianza. Madrid, 2015. 381 páginas. 22 euros
Franz Kafka. Obras completas III. Narraciones y otros escritos. Traducciones de Adan Kovacsis, Joan Parra Contreras y Juan José del Solar. Edición dirigida por Jordi Llovet. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. 1.222 páginas. 58 euros.
Michael Kumpfmüller. La grandeza de la vida. Traducción de Belén Santana. Tusquets. Barcelona, 2015. 265 páginas. 18 euros.
Roberto Calasso. K. Traducción de Edgardo Dobry. Anagrama. Barcelona, 2005. 360 páginas. 18 euros.
Hans Gerd-Koch (ed.). Cuando Kafka vino hacia mí. Traducción de Berta Vías Mahou. El Acantilado. Barcelona, 2009. 288 páginas. 20 euros.
Ian Kershaw. Hitler. Una biografía. Traducción: no figura. Península. Barcelona, 2010. 1.332 páginas. 47,99 euros.
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