Las cosas por su nombre
Cambiar el título a la obra ‘Joven negra’ es adecuarse a los tiempos, que, afortunadamente, han revisado sus nociones de exclusión
La noticia saltaba el mes de diciembre pasado y con ella la polémica: el Rijksmuseum de Ámsterdam había decidido cambiar los nombres de las obras que fueran ofensivos o, sencillamente, que apelaran a la raza, la religión o a ciertas diferencias físicas. Regresando al ejemplo más comentado, la Joven negra, de Simon Maris, pasaría a ser Joven con abanico.
La vieja Historia del Arte —y en ella incluyo a expertos y aficionados— se ponía en guardia, como era de esperar, en parte por esa prevención que se tiene hacia los cambios de lo que “siempre ha sido así” y en parte porque lo que tiene regusto a corrección política pone nervioso a mucha gente. Artículos, comentarios de lectores, declaraciones y posicionamientos de directores o conservadores de museos han ido apareciendo en los periódicos y las redes, dejando claro cómo a tantos no les convencía nada la propuesta. Para qué perder el tiempo en esas tonterías, era el argumento.
Pese a todo, no es ninguna pérdida de tiempo en una sociedad que aspire a posiciones igualitarias, ya que cualquier cambio se genera en el lenguaje: somos lo que nombramos y lo que nos nombran. Eliminar los comentarios machistas, xenófobos, homófobos… de nuestro lenguaje cotidiano es un primer paso para animar la negociación con el otro. Piénsenlo un momento: ¿hubiéramos llamado a la misma pintura de Maris, si hubiera retratado a una joven blanca, Retrato de joven blanca?
Cambiar el título a la obra ‘Joven negra’ es adecuarse a los tiempos, que, afortunadamente, han revisado sus nociones de exclusión
La cosa es sencilla, y el hecho de calificar la obra en virtud del color de piel de la retratada parece elocuente. ¿Por qué? ¿Por qué es excepcional que una persona afrodescendiente aparezca en un retrato, vestida de gran dama, además? ¿O porque lo “normal” es lo blanco, hombre, clase media, heterosexual y todo lo demás hay que especificarlo a partir del color de la piel, el sexo, la opción sexual y la clase? Pero en la producción pictórica de los Países Bajos los afrodescendientes no son tan excepcionales: por ejemplo, los esclavos aparecen con frecuencia retratados. ¿Por qué llamarlos negros y no esclavos, porque si se les llama esclavos se pone en evidencia algo que se quiere ocultar, como el tráfico de personas en la Sevilla moderna?
Quizás se trata más bien de la condescendencia con la cual Occidente —Europa y Estados Unidos— ha tratado lo que llegaba de fuera, esa otredad que ha metido en un cajón de sastre donde no hay diferencias ni distinciones. Es la idea de las “máscaras africanas” entre los hombres de las vanguardias, una definición que mezcla sin criterio mejor obvias las procedencias y los detalles. ¿No es, acaso, hora de cambiar esta forma de entender el mundo?
Más importante aún que los anteriores planteamientos es algo que tendemos a olvidar: es raro que los artistas —al menos los clásicos— den el título a las obras. Quienes lo hacen suelen ser los museos, la crítica, los historiadores o hasta el público —al David de Miguel Ángel, por ejemplo, le llamaban El gigante—. Las propias Meninas pasaron por varias vicisitudes a la hora de denominarlas —en las que nada tuvo que ver Velázquez— y sus llamados “enanos” tienen cada uno el nombre que les corresponde. Cambiar, pues, el título a la Joven negra —o a cualquier otra obra— no supone ninguna agresión a la voluntad del autor: es adecuarse a unos tiempos que, afortunadamente, han revisado sus nociones de exclusión. Ahora sólo queda quitar las momias de la exhibición pública, como se hizo con “el negro de Bañolas”, aquel “ejemplar” humano disecado que observaba anacrónico la historia. No parece muy correcto dejar a faraones y líderes mundiales detenidos en el tiempo, expuestos como otro artefacto cultural más.
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