Robert Mapplethorpe, retrato de un ángel oscuro
El museo J. Paul Getty y el LACMA exponen la obra completa de Robert Mapplethorpe, el fotógrafo que llevó el arte a los límites de su propia experiencia sexual
Quiso ser una leyenda y su obra le inmortalizó. Esperó a la muerte mirándola de frente, empuñando un bastón coronado por una calavera. El sexo fue el elixir que alimentó su vida, su arte y su fama. Pero también su condena. Murió, debido a las complicaciones causadas por el sida, no sin antes haber sido capaz de diluir la frontera entre el arte y la pornografía. “Patti, ¿nos la ha jugado el arte?”, preguntaba Robert Mapplethorpe a su antigua amante y leal compañera, la cantante y poetisa punk, Patti Smith, poco antes de morir.
Mapplethorpe moría a los 42 años, el 9 de marzo de 1989. Durante su último año se preocupó por dejar bien custodiado y organizado su legado artístico. A partir del 15 de marzo, The Perfect Medium exhibirá este legado por primera vez al completo; una exposición organizada por el Museo J. Paul Getty y el LACMA, en Los Ángeles. Acompañando a la exhibición se publican dos libros: Robert Mapplethorpe: The Archive de Francis Terpack y Michelle Brunnick y Robert Mapplethorpe: The Photographs, escrito por Paul Martineau y Brut Salvesen. Estos reevalúan y dan muestra de la obra que incluye: su temprana obra como estudiante, joyas, los collages de los 70, sus ensamblajes y las fotografías que sirvieron de fondo a las “guerras culturales”, que dominaron el debate de los de los años 90 en Estados Unidos. Debate enardecido por una derecha reaccionaria, en contra de una cultura que consideraban atentaba contra la moral, el espíritu nacional o la religión. Coincide esto con el estreno en el mes de abril de un documental de la HBO, Mapplethorpe: Look at the pictures, dirigido por Faenton Bailey y Randy Barbato.
La obra de Mapplethorpe, rica y compleja, sigue latiendo con fuerza (aunque por debajo de los precios que se le suponía), polarizando a los críticos, y sobre todo, sacudiendo a sus espectadores. “Esa fue su intención”, dice Patricia Morrisroe, autora de su única biografía autorizada, “y se sentiría muy frustrado si en el 2016 aun lo siguiera haciendo. Es lo que pretendía: epatar”. Para Paul Martineau, comisario de la exposición del J. Paul Getty Museum y autor de uno de los libros que la acompañan, “las exposiciones suponen una magnífica ocasión para revaluar la obra del artista. Cada una lo hace desde una perspectiva diferente. Confrontan obras que nunca se han visto juntas”.
Poco antes de marchar al hospital New England Deaconess de Boston, donde murió, el artista habló por última vez con su biógrafa: “no me saques aburrido”, le rogó. Su primer encuentro había tenido lugar en 1983, cuando la periodista tuvo que entrevistarle con motivo de una exposición en el ICA de Londres: “Parecía un vampiro, en aquel desolador e inquietante loft de Bond Street. Había un colchón con sábanas negras de seda, encerrado en una jaula de alambre. Se sentía incómodo con la luz del día, incluso en la oscuridad de su estudio. Entonces resultaba atractivo, con un cierto aire de Rimbaud. Siempre estaba muy pálido. Tenía una mirada penetrante. Su figura era menuda, y llevaba su característica chaqueta de cuero. Sus ojos estaban vidriosos, tomaba muchas drogas, probablemente estaba puesto. Parecía una criatura de otro mundo. Pero había algo muy tierno en él. No hay duda que pretendía sorprender, observar y juzgar la reacción que tenían sus obras en los demás. Conectamos por nuestra procedencia católica”. Nacido y criado en el barrio de Queens, Nueva York, procedía de una familia católica de clase media. A su madre le hubiese gustado que fuese cura pero se quedó en monaguillo, atraído por el misterio y la estética de la Iglesia. Aprendió entonces a creer en el diablo: “Hazlo por Satán”, susurraría más tarde al oído de sus parejas sexuales.
La periodista no volvería a verle hasta 1988, poco después de que se inaugurase The Perfect Moment, la gran retrospectiva del artista celebrada en el Whitney Museum de Nueva York. En una silla de ruedas, vestido con un estiloso esmoquin, pajarita, zapatos de terciopelo negro con sus iniciales bordadas en oro y su bastón con empuñadura de calavera, su aspecto delataba su fin. Pero allí estaba para observar el brillo de su fama y la conmoción que producían sus imágenes homoeróticas. “Murió en el cénit de su carrera, sabiendo que había conseguido todo lo que se había propuesto. La búsqueda de la notoriedad y el arte habían ido de la mano a lo largo de su vida y hubiese sido muy miserable de no haber obtenido fama. Su obra había empezado a venderse con mucha rapidez una vez que se conoció su enfermedad”. Sin embargo, a la periodista le costó convencer a la editorial Random House de la necesidad de hacer una biografía, ya que su fama abarcaba solamente a la comunidad artística. Fue a partir de junio de 1989 cuando su leyenda se extendió: El Corcorian Gallery de Washington cancelaba su retrospectiva y al año siguiente el director del Cincinnati Contemporary Arts Center fue juzgado por obscenidad. “A Mapplethorpe le hubiese encantando verlo, señala Morrisroe, todo el mundo del arte se alzó en la defensa de la libertad de expresión”.
Paul Martineau considera que “es hora de valorar la obra por sus propios méritos alejada de las controversias que causó en su día”, sin embargo, Morrisroe insiste en que sin la controversia no estaríamos hablando de él: “¿Dónde hubiese llegado, si solo hubiese hecho retratos? Fueron sus fotografías sobre sexo las que le dieron notoriedad. Su meta fue convertir la pornografía en arte y así me lo hizo saber. Se sentía muy cómodo llamándolo pornografía. Arte sí, pero pornográfico”. Gestionaba el mercado del arte con gran habilidad, dividiendo su obra en tres partes: “Sus hermosas flores, aunque de evidente carga erótica, podían colgarse sin problema en las paredes de cualquier hogar; los retratos de factura clásica del beaumonde eran una forma fácil de ganar dinero y le abrían paso a las altas esferas que tanto le atraían; pero su serie S&M (sadomasoquistas) le convertía en el provocador que atraía la notoriedad”, señala la biógrafa. “Aunque no creo que esto fuera premeditado, era instintivo por naturaleza”.
Patti Smith, fue crucial en la vida del fotógrafo. Su libro Éramos unos niños, es un emotivo y tierno tributo a aquellos tiempos de pureza e inocencia, en los que se adentraron juntos en las desafiantes aguas de la bohemia del Village, del Chelsea Hotel, del Max´s Kansas y del Factory. Actualmente está siendo adaptado a una serie de televisión. Sin embargo, se ha mostrado muy contraria a la imagen negativa, manipuladora e incluso racista que Patricia Morrisroe mostró en su biografía Mapplethorpe: A biography, publicada en 1995. “Creo que defraudó a muchos de quienes le conocieron, porque utilizaba a la gente. Me autorizó a escribir lo que quisiera. Curiosamente le agradaba que fuese una mujer la que escribiese su biografía, ya que temía que se le clasificase como un fotógrafo gay. No hubo ningún tema que no tocásemos o él escondiese. Desde la perspectiva actual creo que mi biografía fue bastante justa. Y no creo que Mapplethorpe sea un caso aislado a la hora de manipular en un mundo que se mueve tan rápido como el del arte. Iba con la velocidad de una bala, pero dejo muchas víctimas a su paso”.
Fue Sam Wagstaff quien realmente creó a Robert Mapplethorpe. Hombre exquisito, rico y de amplia cultura, su amante y benefactor le puso en contacto con la alta sociedad a la que gustaba provocar enfundado en un pantalón de cuero, que sujetaba con un cinturón en cuya hebilla se leía 'Shit'. Luego se perdía en los clubs gais donde reclutaba modelos para sus sesiones sadomasoquista. “Su autorretrato, con el mango de un látigo de cuero insertado en su ano, dejó absolutamente claro hasta donde estaba el artista comprometido con su proyecto”, comenta Paul Martineau.
“La fotografía era el medio de expresión perfecto para él, señala Morrisroe, ya que le gustaba trabajar de forma rápida. Era una criatura totalmente visual. No le gustaba leer (solo leía las páginas de cotilleo del New York Post), pero era muy permeable a la información”. Wagstaff poseía una de las colecciones de fotografía más importantes de América, a través de la cual Mapplethorpe pudo estudiar la evolución de este medio. Mientras el crítico de arte Robert Hughes, uno de sus más acérrimos detractores, señalaba las claras influencias de Weston, Horst y Baron von Gloeden, el fotógrafo se distanciaba de ellas definiendo la obra de Weston como "fría”. “Nunca me nombró a ningún otro fotógrafo, destaca su biógrafa, en su mundo solo existía uno: Robert Mapplethorpe”.
“Era un hombre simple a la vez que complicado. Existían muchas zonas grises que me hubiesen gustado penetrar, pero no lo conseguí. Existía una parte en él que era muy dulce y aniñada y otra muy cruel. Se puso muy nervioso cuando se enteró que sus padres iban a ir al Whitney a ver su obra. Eso me impactó”, concluye Morrisroe.
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