Karajan, al desnudo
La publicación de sus grabaciones radiofónicas realizadas en directo al frente de la Filarmónica de Berlín, en su mayoría inéditas, revela una imagen diferente del director austríaco


Nada habría sido igual si Sergiu Celebidache hubiera sido nombrado —le sobraban talento y méritos para ello y el pasado inmediato parecía apuntar en esa dirección— el sucesor de Wilhelm Furtwängler al frente de la Filarmónica de Berlín en 1954. El rumano, enemigo declarado de los discos, se vio desplazado en el último momento por Herbert von Karajan, un austríaco astuto y ambicioso que transformaría, en cambio, para siempre el poder y el alcance de las grabaciones discográficas. Se pasaron incluso por alto sus veleidades nacionalsocialistas (se afilió hasta en dos ocasiones al NSDAP), aunque, al contrario de lo que le sucedió a Furtwängler, él no hubo de pasar por el amargo trago de someterse a un proceso de desnazificación. Se convirtió en director vitalicio de los Berliner Philharmoniker, que moldeó a su antojo con mano de hierro durante más de tres décadas. Y hubieron de pasar otros tres años después de la muerte de Karajan, cuando Claudio Abbado ya había tomado su testigo, para que Sergiu Celebidache volviera a dirigir en Berlín a su antigua orquesta una irrepetible Séptima Sinfonía de Bruckner.
Aún resuenan las palabras que les dirigió en el primer ensayo: “Tengo una sensación curiosa: aquí hay muchas caras que no conozco. Tienen que comprender que la Orquesta Filarmónica de Berlín fue mi primera orquesta. Estas fueron mis primeras experiencias humanas y musicales. Y, de alguna manera, ustedes han desempeñado un papel determinante en mi vida. Al principio éramos absolutos extraños, cada uno con un bagaje diferente, pero al final logramos encajar de una manera extraordinaria. Podíamos dar conciertos sin ningún ensayo: jamás habría pensado que esto fuera posible. Como puede que hayan oído, soy un fanático de los ensayos, no porque me guste ensayar, sino porque no me gusta oír a la gente tocar lo que no está en la partitura”.
La historia, pues, viró de rumbo y Karajan pasó a ser un nombre conocido aun para millones de personas sin el más mínimo interés por la música clásica, porque los centenares de discos que grabó para Deutsche Grammophon se colaron en todas las casas gracias a una formidable operación de mercadotecnia sin apenas parangón en el siglo XX. Orquesta y director se erigieron en garantía irrefutable de calidad para personas que no sabían siquiera de la existencia del propio Furtwängler, o de Otto Klemperer, o de John Barbirolli. Karajan los engulló a todos y así lo corroboran los más de 200 millones de discos vendidos. Su pasión por cualquier avance tecnológico, su atildadísima imagen pública, su amor por la velocidad pilotada por él mismo (por tierra, mar y aire), su tercer matrimonio con una modelo francesa, su decisión de no tener casa en Berlín, sino una suite siempre a su disposición en el Hotel Kempinski, o una cuidada gestualidad que lo mostraba en trance casi permanente, hicieron de él un icono cultural y mediático de primer orden. Tampoco le faltó una corte de aduladores, dentro y fuera de Alemania, que lo elevaron a la condición de semidiós y que entronizaban y jaleaban todos sus logros, por más que, como es natural, no siempre fueran tales. Su inmenso talento, imposible de poner en duda, y un instinto infalible para traspasar fronteras hicieron el resto.
El sello de la que fue su orquesta —juntos formaron una suerte de todo indivisible— acaba de publicar hace tan solo un par de semanas un álbum que incluye grabaciones radiofónicas de 23 de sus conciertos ofrecidos en Berlín entre 1953 y 1969, es decir, desde poco antes de la muerte de Furtwängler hasta después de la inauguración de la Philharmonie. Las realizaron dos emisoras radiofónicas, la Sender Freies Berlín y la RIAS, que operaba en el sector estadounidense de la ciudad, en las diferentes salas (el Titania-Palast, la Paulus-Gemeinde en Zehlendorf y, sobre todo, la Hochschule für Musik) por las que la orquesta se vio obligada a peregrinar hasta instalarse en 1963 en la que sigue siendo su sede actual. Aunque se han eliminado los aplausos de las modélicas transferencias digitales, las interpretaciones transmiten claramente la emoción, la espontaneidad y las fallas del directo, por lo que nos muestran una cara muy diferente del Karajan que supervisaba y moldeaba minuciosamente sus grabaciones (editadas) de estudio: las que sabía que, inmutables, pasarían a la posteridad y cimentarían, destello a destello, su estatus icónico.
Orquesta y director se erigieron en garantía irrefutable de calidad para personas que no sabían siquiera de la existencia del propio Furtwängler, de Otto Klemperer o de John Barbirolli
Este álbum se convierte, por tanto, en una suerte de cuaderno de bitácora de la primera etapa del austríaco al frente de su orquesta, previa en gran medida a su larga unión de hecho con Deutsche Grammophon, una simbiosis comercial con la que ambos socios ganaron dinero a espuertas. Y no es difícil apreciar tendencias que se verían luego corroboradas, como, por ejemplo, que, por más que se nos quisiera hacer creer lo contrario, Beethoven (su estilo, su sonido, sus hechuras) no fue nunca el compositor con el que mejor se avino: así lo atestiguan dos “Heroicas” de 1953 y 1969, o tres desiguales Novenas de 1957, 1963 y 1968, la segunda para la histórica inauguración de la Philharmonie. Su especial empatía con Richard Strauss –un alma gemela en más de un sentido– sí que se plasma en una personalísima versión de Una vida de héroe y en una emocionante interpretación de sus Cuatro últimas canciones, con Elisabeth Schwarzkopf nada menos, ambas de 1964. El año siguiente trajo un Así habló Zaratustra de referencia y un poético Don Quijote con el gran Pierre Fournier. Dos Quintas de Chaikovski (de 1956 y 1969) ratifican asimismo su afinidad por la música del compositor ruso, que no es tal en una Quinta de Prokófiev deshilvanada y con frecuencia falta de tensión. Su Mozart no suele pasar de la corrección, mientras que su Handel y su Bach, como era habitual en la época, suenan hinchados y aún decimonónicos.
No faltan tampoco las sorpresas, como unas excelentes Variaciones op. 31 de Schönberg (estrenadas por Furtwängler), que preludian con claridad su legendario álbum dedicado a la Segunda Escuela de Viena. O la primera interpretación de su orquesta de Atmosphères, de György Ligeti, estrenada sólo ocho años antes en Donaueschingen. Abundan los solistas de campanillas, sobre todo varios de sus cantantes predilectos (Gundula Janowitz, Christa Ludwig, Walter Berry, la propia Schwarzkopf), con una temprana aparición estelar de Glenn Gould, con quien Karajan forma la más extraña pareja imaginable. El canadiense se muestra, sin embargo, bastante ortodoxo, manso y dócil en un Tercer Concierto de Beethoven de 1957, aunque para entonces ya había grabado las Goldberg, con los dos bastante ajenos a las connotaciones que siempre tienen las obras en Do menor del músico alemán. Y, diez años después, Karajan tocaría él mismo el tercer piano (junto con Jörg Demus y un joven Christoph Eschenbach) en el Concierto K. 242 de Mozart.
Sus Bruckner presagian también algunas maravillas posteriores y en general se aprecia que no habían asomado aún algunos futuros amaneramientos sonoros. Es este un Karajan sin retoques, premítico, espontáneo (como en una Cuarta de Schumann en la que bordea la pérdida de control) y, con sorprendente frecuencia, marcadamente humano.

Herbert von Karajan. Live in Berlin 1953-1969
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