“No quiero que me saquen las pesadillas”
La argentina Mariana Enríquez publica en España el fenómeno editorial 'Las cosas que perdimos en el fuego', un libro de cuentos tenebrosos sobre mujeres perturbadas
Mariana Enríquez tiene pesadillas. Siempre las tuvo. Algunas son recurrentes y otras, como la que tuvo hace días, novedosas.
—Antes de ayer soñé con bichos —dice, en un bar de Buenos Aires—. Primera vez que sueño con bichos. Estaba Paul, mi marido, sosteniendo un gusano enorme. Había una invasión de bichos en la casa.
—¿Las pesadillas te dejan resabios durante el día?
—Un ratito. Pero se me pasa. Ya estoy habituada.
—Vos te analizás hace rato. ¿Tu analista qué te dice de esas pesadillas?
—No se las cuento. No sabe que tengo pesadillas. Nunca le dije.
—¿Por qué?
—No sé. No quiero que me las saque.
Tres años atrás, en la sala de su casa del barrio de Parque Chacabuco, la escritora argentina Mariana Enríquez decía: “Siempre me gustó escribir terror, y es lo que más me gusta leer. El problema es que es muy fácil caer en el cliché. Y el otro problema es quedarte sin tema: ¿cuántas veces podés escribir sobre el fantasma, sobre el muerto vivo?”. Como respuesta nada sutil a esa pregunta, acaba de publicar Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama), un libro de 12 relatos en los que lo tenebroso aparece versionado en historias que tienen como protagonistas a mujeres perturbadas, niños siniestros —o víctimas propiciatorias de perversiones adultas— y espacios físicos malignos. El libro es, desde antes de su publicación en España, un fenómeno: será traducido a 17 idiomas, entre ellos francés, inglés, italiano, chino, polaco, checo, turco, griego, y publicado en 20 países.
“A mi viejo no le gustaba que escribiera terror. Debía pensar: ‘Esta chica lo está pasando pésimo’. Pero yo no lo paso mal”
—Me cuesta entender que está pasando y por qué. Ya soy una escritora grande. Tengo 42. Entonces tampoco es que soy “la joven escritora que…”. Eso ya lo viví y es un bajón.
Pasó la infancia en Lanús, un suburbio de Buenos Aires, junto a su madre —médica— y su padre, un ingeniero que falleció hace un año, a los 82. Era una chica tímida y retraída, que crecía al rescoldo de los relatos lúgubres de su abuela, oriunda de la provincia de Corrientes (rica en creencias de magia oscura). Poco después se mudaron a la ciudad de La Plata y ella se transformó en una adolescente un poco punk. Era el final de los años ochenta, el comienzo de la democracia y un momento de gran dificultad económica en Argentina. Ella sobrevivía al “no hay futuro” aferrada a la lectura y a la música, al punto que empezó a estudiar periodismo para ser periodista de rock. A los 19 se encerró en su cuarto y escribió una novela —nunca antes había escrito más que poemas sueltos— que tituló Bajar es lo peor. La existencia del manuscrito llegó a oídos de la hermana de una amiga suya, una periodista que publicaba en Planeta. La periodista habló de la novela en la editorial y así fue cómo Mariana Enríquez, con 20 años, terminó sentada en el despacho de Juan Forn, director de una colección de narradores argentinos, que le comunicó que querían publicarla. Bajar es lo peor rescataba un espíritu de época —desconcierto adolescente, drogas, alcohol, desazón y rock— que nadie estaba reflejando por entonces, y no recibió buenas críticas pero se vendió mucho y generó lectores que aún hoy le rinden culto (aunque ella se negó a reeditarla hasta 2013). La campaña de marketing fue fulminante: Enríquez paseó por programas donde la presentaban como “la escritora argentina más joven”, y ella retrocedía con horror ante preguntas como: “¿Vos te drogás?”, pero más horror le producían las preguntas de los periodistas culturales, incomprensibles para una chica autodidacta. “Un periodista me preguntó si mi literatura la inscribía en lo autorreferencial o lo narrativo, y yo no tenía idea de qué era eso, entonces le di una respuesta patética: ‘Las dos están rebuenas’. Pensaba: ‘Tengo que aprender o se van a dar cuenta de que soy un engaño”.
A medida que el libro vendía más y más, Enríquez se escondía más y más, y la exposición revirtió en fobia. Empezó a trabajar como periodista free lance hasta que la contrataron en Página/ 12, donde hoy es subeditora de Radar, el suplemento cultural, pero demoró 10 años en volver a publicar otro libro, la novela Cómo desaparecer completamente (Emecé, 2004). Ese mismo año conoció a su marido, el australiano Paul Harper, que se mudó a Buenos Aires para vivir con ella. Y en 2005 escribió, por primera vez, un cuento. Lo hizo por encargo, para una antología, y se llamó ‘El aljibe’. Es la historia de una niña que acompaña a su madre, su tía y su hermana a la casa de una curandera, una de esas mujeres que curan con prácticas ancestrales. Al salir de allí, la vida de la niña está transformada: todo le produce terror, y termina aniquilada por ese miedo feroz. El cuento finaliza con una revelación espantosa: las culpables del miedo que la consume son su madre, su tía y su hermana, que la han ofrecido como víctima propiciatoria a la curandera. En 2009, el cuento reapareció en el libro Los peligros de fumar en la cama (Emecé), junto a otros que ya exploraban abiertamente el terror. Para entonces, Enríquez era una escritora sofisticada e inclasificable, que podía moverse bien en registros de ficción y no ficción. En 2011 publicó la novela Chicos que vuelven (Eduvim), en 2013 Alguien camina sobre mi tumba (Galerna, una serie de crónicas sobre sus visitas a cementerios) y en 2014 La hermana menor (un retrato de Silvina Ocampo publicado en Ediciones Universidad Diego Portales).
Con su primera obra la presentaban como la autora argentina más joven y ella retrocedía ante preguntas como: “¿Vos te drogás?”
—Tenía una cantidad de cuentos, algunos los había escrito por encargo. Cuando tuve cuatro o cinco con parentesco entre sí, empecé a escribir algunos pensando en este libro. Pero no sé si son cuentos de terror. Usan mecanismos del terror, pero son más bien cuentos sobre vidas horribles. Estás leyendo un cuento sobre una mujer infeliz, y pensás que estás leyendo un cuento sobre un tipo que desaparece.
‘Tela de araña’ es uno de los cuentos incluidos en Las cosas que perdimos en el fuego, y está ambientado entre Argentina y Paraguay durante la dictadura de Stroessner. La protagonista está casada con Juan Martín —“(…) no era violento, ni siquiera era celoso. Pero me repugnaba”—, y va con él de visita a casa de sus tíos, en Corrientes. El final es una elipsis que deja abiertas todas las hipótesis: una venganza lúgubre o el fin natural de una relación desesperante. En cuentos como ese el terror es una atmósfera, pero en otros, como El patio del vecino, es explícito. Allí, una pareja se muda a una casa nueva. La mujer descubre, en la terraza del vecino, la pierna de un niño encadenada. La escena final —que incluye a la gata de la casa, al niño y a la mujer— es terror puro y duro.
—Ese es un cuento de terror, claramente. Pero ‘Las cosas que perdimos en el fuego’, por ejemplo, lo veo más como un cuento de ciencia-ficción.
“No sé si estos son relatos de terror. Usan mecanismos del terror pero son más bien relatos sobre vidas horribles”
El cuento que da título al libro es la historia de un grupo feminista extremo que, después de una epidemia de mujeres quemadas por sus parejas, decide quemarse a propósito para cambiar el canon de belleza: hacen fogatas en el campo a las que se arrojan voluntarias que, después, se recuperan en hospitales clandestinos.
—¿Lo pasás mal cuando escribís esos cuentos tortuosos?
—Para nada. A lo mejor el lector piensa que uno vive en un mundo oscuro. Y sí, vivís en un mundo oscuro, pero no es la realidad. A mi viejo no le gustaba que escribiera terror. Me imagino que un padre, cuando ve que su hija está produciendo este tipo de monstruosidades, dirá “esta chica lo está pasando pésimo”. Pero yo no lo paso mal para nada.
Las cosas que perdimos en el fuego. Mariana Enríquez. Anagrama. Barcelona, 2016. 200 páginas. 16,90 euros.
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