Estética de lo inacabado
La exposición Unfinished trata de lo accidental en las obras de arte, lo que se queda abierto, lo que no llega a terminar
Pietro Aretino se pasó años reclamando a su amigo Tiziano que terminara el retrato que le había hecho y que Aretino le había pagado. Ahora nosotros vemos ese cuadro y nos sobrecoge por su maestría, por la sensualidad de los rasgos físicos y los lujosos tejidos venecianos, por la presencia imponente que establece delante de nosotros ese hombre grande y sanguíneo, barbudo, de grandes manos, de fulminante mirada italiana. Si un retrato es la invocación de una presencia, el Aretino de Tiziano es uno de los retratos pintados o esculpidos mejores que existen. Estremece la cercanía física, el volumen rotundo, la carnalidad de ese hombre, la expresión de sus deseos en la mirada y en el gesto de la boca, en la satisfacción del lujo, en el vigor de las manos, un hombre de gran inteligencia y de enormes apetitos, un grandullón sanguíneo dotado de una tranquila arrogancia que no se inclina ante nadie.
A una cierta distancia el manto de terciopelo parece que puede tocarse; y casi sentimos en las manos el peso del medallón de oro que adorna a este hombre como un símbolo definitivo de jerarquía y riqueza. Pero nos vamos acercando y nos cuesta menos ponernos en el lugar del propio Aretino, anteponer a nuestra mirada ejercida en la modernidad la de alguien que viviera entonces, que viera por primera vez ese cuadro. De cerca, la veracidad táctil del manto se disuelve en manchas caprichosas de color y de blanco. A Pietro Aretino y a sus contemporáneos les resultaba chocante y hasta desagradable lo que para nosotros es gozosamente visible, el ajuste intelectual y sensorial de las percepciones sueltas que dan lugar a una imagen completa que solo existe en el cerebro.
La exposición Unfinished trata de lo accidental en las obras de arte, lo que se queda abierto, lo que no llega a terminar
Durante años me he familiarizado con ese retrato en una sala no muy grande de la Frick Collection, en la que todavía impone más, porque al verlo de pronto no parece un cuadro en un museo, sino un potentado de carne y hueso en su palacio, en el esplendor de su poder. Ahora lo miro de otra manera porque lo veo en un sitio distinto, en la antigua sede del Museo Whitney, adquirida y ocupada por el Metropolitan, que está a unas calles de distancia. El Whitney se trasladó a una zona de mucha moda, el Meatpacking District, y a un edificio de moda. Dejó atrás, en la esquina de Madison y la calle 75, una severa maravilla de la arquitectura moderna, la sede que diseñó Marcel Breuer, rotunda como un bloque de basalto, austera de hormigón y de losas oscuras. El antiguo Whitney era un barullo de tiendas, restaurantes, obras más o menos amontonadas, con exposiciones temporales en las que solía predominar la abundancia sobre el criterio. Ahora, cuando el espacio se ha despejado, el efecto sobre el visitante es el de estar viendo de verdad con los ojos abiertos algo en lo que uno solo se ha podido fijar distraídamente. El edificio de Breuer es más diáfano que nunca, con sus techos altos y su pavimento de losas oscuras, con sus ventanas de perspectiva expresionista. Pero esa belleza no interfiere en la contemplación de las obras de arte, sino que la facilita añadiéndole una extraordinaria nitidez espacial.
Es una sede especialmente adecuada para la primera exposición que el Metropolitan ha organizado en ella. El edificio de Breuer parece transformado y rejuvenecido al cabo de los años, una obra en marcha con su identidad definitiva que no deja de modificarse en el tiempo, como en los cambios que traen consigo las estaciones, la luz del sol en los días transparentes y la grisura en los nublados. Y la exposición, Unfinished, trata precisamente de lo accidental en las obras de arte, lo que se queda abierto, lo que no llega a terminar, bien por decisión o abandono del artista o rechazo del patrono o porque el uno o el otro han muerto antes de que el encargo se llegara a cumplir. Solo el Metropolitan tiene la capacidad para organizar una exposición así: un paseo por lo inacabado que empieza en Donatello y Leonardo y Van Eyck y termina más o menos en Louise Bourgeois y en Jean-Michel Basquiat. Uno piensa, con su vanidad de contemporáneo, que ha sido en el último siglo y medio, desde el advenimiento del impresionismo, cuando el arte se desprendió de la pulcritud académica y artesanal de lo acabado, lo perfeccionado y pulido. Vemos en la exposición un cuadro de Pollock y es como si la energía con la que fue pintado actuara todavía sobre el lienzo y las trazas de color, como una música que está sonando ahora mismo.
Pero en uno de los ensayos del catálogo nos enteramos de que Plinio el Joven, en el siglo I de nuestra era, ya celebró el talento de Apeles para dar una apariencia inacabada y como espontánea a algunas de sus obras, de modo que el espectador percibiera el proceso mismo de su creación. Los pintores y los escultores romanos firmaban muchas veces sus obras poniendo detrás del nombre la palabra latina Faciebat, no Fecit: pretérito perfecto, no indefinido. El cuadro o la escultura no se hicieron, se hacían, en una duración imprecisa, nunca cerrada. El descaro magnífico de Basquiat, su aprovechamiento de los materiales de derribo, los graffiti, la urgencia de su entrega a la pintura, a las aventuras eróticas y a las drogas, nos parece un atributo de su vida quebrada en la juventud. Pero el viejo Tiziano o el viejo Rembrandt no son menos irreverentes o audaces. Un san Bartolomé sin terminar de Rembrandt, con la cara pensativa y la navaja de su desuello en la mano, tiene la cruda veracidad masculina de un retrato de Lucien Freud. Y quizás el cuadro más agresivo y desazonante de toda la exposición no es de Freud ni de su amigo Francis Bacon, sino de Tiziano en su extrema vejez, El despellejamiento de Marsias.
Dice George Steiner que en los mitos sobre el origen de la música siempre hay crueldad. El fauno Marsias, tocador de flauta de cañas, desafía al dios Apolo, señor de la música elevada. El castigo que le impone Apolo por su irreverencia es ser despellejado vivo. La Grecia clásica puede ser tan sanguinaria como el martirologio cristiano. A Marsias, colgado de los pies, le arrancan la piel dos personajes con gran aire de profesionalidad, como empleados en un matadero. Un perro diminuto lame la sangre. Apolo contempla la escena tocando su lira. Un viejo Sileno observa también, entre meditativo y complacido, un poco ausente, como lo están con frecuencia los testigos de hechos terribles en la pintura antigua.
Justo al salir del ascensor, en un vestíbulo del edificio Breuer, el cuadro de Tiziano lo asalta a uno con su furia sombría, con sus grumos abstractos como de brochazos o arañazos, como una escena nocturna en un sueño. Se imagina uno al viejo Tiziano, con la vista escasa, con pocas fuerzas, con la mano insegura, atreviéndose a todo, como Jackson Pollock volcado sobre un lienzo en el suelo. No es seguro que Tiziano diera por terminada esa pintura. Quién puede saber si está terminado algo en lo que ha puesto su vida.
Unfinished. Thoughts left visible. The Met Breuer. Nueva York. Hasta el 4 de septiembre.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.