Águilas sin peligro de extinción
Tratado de paz, la exposición central de San Sebastián Capital Europea de la Cultura, recorre de manera ejemplar la representación histórica y artística del cese de la violencia
Hace tiempo, demasiado ya, que el arte y sus múltiples lugares han dado por muerto y enterrado al visitante de una exposición, dejándole entrar en el museo, primero, como si fuera un zombi, después —y para recompensar su audacia— como honorable cliente de sus tiendas de bibelots. El público sale del centro tal cual ha entrado, casi siempre satisfecho porque “todo lo que sabía estaba ahí”. Afortunadamente hay excepciones, aunque estas se adornen con la aparente instantaneidad de un tema tan engañoso como es el de la paz y un evento que ocurre solo una vez en la vida de una ciudad.
La apelación a Warburg y Broodthaers subraya la relación, casi siempre inaccesible, entre arte y construcción de la memoria
La exposición central de la capitalidad cultural San Sebastián 2016 no será un clamoroso éxito popular, pero sobresale entre las de su tipo —se podría decir que funciona como una bienal— por su rareza y su carácter monstruoso, pues está hecha a trocitos de inteligencia y con el rápido movimiento de la exactitud. Tratado de paz ha inaugurado un modelo teórico aplicable a cualquier manifestación cultural, al plantear de principio a fin un profundo escepticismo respecto a la condición contemporánea del estatus de la obra en cuanto opuesto a su entorno histórico, y además recupera la institución —el museo— como elemento fundamental de una sociedad integrada que tiene que defenderse de los embates de la industria cultural, convirtiendo al visitante de nuevo en lector y no en un simple espectador.
Entre medias, existen sobradas razones para dejarse llevar por todas las ilusiones que rodean la obra de arte, pues el casi medio millar de piezas en todos los formatos posibles son en su mayoría reproducciones, objetos, documentos, leyendas infinitamente abiertas, dispositivos, estrategias y, claro, pinturas y esculturas originales pero alejadas de su poder epifánico. Una estructura alegórica que, más que explorar las formas y representaciones complejas que la paz ha atravesado históricamente —ya sea como Pax imperial, victoria, abandono de la violencia, goce o alegría de vivir—, interpela al público sobre sus propias creencias y lo convierte en “codificador institucional”, algo normalmente impuesto al objeto artístico.
En este sentido, son dos las figuras esenciales que permitirán entender este wagneriano e instintivo artefacto, y ambas hacen hincapié en la relación casi siempre inaccesible entre las prácticas artísticas y la construcción de la memoria histórica: las heterotopías del artista belga Marcel Broodthaers con su Musée d’Art Moderne, Départament des Aigles, Section des Figures (1972), y las del alemán Aby Warburg con su Atlas Mnemosyne. Ambas taxonomías aparecen en los dos momentos clave del recorrido, la primera hacia la mitad, sección Emblemas, para señalar la transformación de la obra de arte de objeto en reproducción y su diseminación en formas de escritura e imágenes críticas; la segunda, en los dos Enagramme del atlas ideado por el historiador e iconógrafo hamburgués y cuyas copias pertenecen al Archivo F. X. de Pedro G. Romero, desplegadas justo donde la exposición muere. Es precisamente esa falta de centralidad y absoluta diseminación de imágenes (aquí tanto la paz /paloma como su opuesto, la dominación /águila, funcionan como pretexto) lo que hace que esta exposición sea reverberante y única.
Resulta sorprendente cómo el mismo propósito de representar la paz implica reconocer su insolubilidad como narración
Tratado de paz es la continuación de 1813. Asedio, incendio y reconstrucción de San Sebastián (2013) por otros medios. A diferencia de aquella (que adoptaba la voz de Goya como relator de una idea de paz que nace con la Revolución Francesa, Kant, la Ilustración y la llegada de la Revolución Industrial), esta es polifónica: las obras que ocupan las salas del Museo San Telmo y del Koldo Mitxelena se disponen ingeniosa y articuladamente como un palimpsesto cultural que reclama ese ideal de la mirada inocente, con una gama enorme de sugerencias emocionales desde la primera estancia: nada más suprematista —y oteiziano— que un cuadrado blanco en representación de la bandera de la paz como conciliación y señal del fin de un conflicto.
A partir de ahí, el río de imágenes y documentos serpentea por nueve capítulos, desde la narración de la primera comunidad patriarcal contenida en el libelo de Tomás Moro, Utopía (cinco siglos exactos de su publicación), hasta las diferentes y posibles escenificaciones de la concordia. Los meandros se benefician de los accidentes (límites fronterizos entre países, sacralización del paisaje), el velo de la atmósfera (monumentalización del héroe, memoria histórica, ruinas, banderas, memoriales, botines), pantanos y charcas cenagosas (guerras contra los civiles, refugiados, migraciones, mestizajes) y el incesante juego de planos en los diferentes dispositivos de las guerras contra el islam y la colonización de América, que permiten encontrar la translación correcta al presente.
Muchas de las piezas prestadas por 21 museos europeos (el Prado, el Louvre, Rijksmuseum, los Bellas Artes de Bilbao y Álava, Museo del Ejército, de la Cartografía Nacional, Fundación Oteiza, Reina Sofía, Macba, entre otros) evocan a la institución como su fuente y a la vez exigen del espectador su recodificación dentro de la nueva estructura alegórica. Resulta sorprendente comprobar cómo el mismo propósito de representar la paz implica reconocer su insolubilidad como narración. Es a partir de esta imposibilidad desde la que podremos ser críticos con el estado de excepción en que viven hoy las diferentes comunidades y culturas del planeta, cada vez más fragmentadas bajo el intolerable disfraz de la globalización.
Tratado de paz. Comisario: Pedro G. Romero. Museo San Telmo y Koldo Mitxelena. San Sebastián. Hasta el 2 de octubre.
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