Una escritura para quedarse
El estreno de la chilena Paulina Flores no es narrativa joven, es literatura tan viva como la de Chéjov y Munro, que ella sigue
¿Cuándo somos capaces de detectar en un primer libro que ha nacido una escritura para quedarse? El tópico suele decir que es más fácil distinguir a un escritor joven si es innovador en el lenguaje u ocupa el lugar de la provocación, identificada con la frescura. Nada de eso hay en los nueve cuentos del primer libro de la chilena Paulina Flores (1988), sino algo más rico, un estilo nítido al servicio de la complejidad de lo que quiere contar: el choque entre la identidad y la sublimación de la mentira, la permeabilidad entre la autonomía del individuo y el desamparo social.
Entonces, si no es necesario, ¿por qué insistir en la juventud de la autora? Porque con apenas 25 años Flores ganó el Premio Roberto Bolaño por el relato que da título a Qué vergüenza. Y aunque no es el mejor del conjunto, da la medida de su inteligencia y de algo que podríamos llamar “estructura irónica”. Dos niñas acompañan a su padre a una entrevista de trabajo. El padre lleva desempleado tanto tiempo que la relación con su esposa se resiente. Con buen oído para enfocar y desenfocar, y ayudada por el vaivén de los tiempos verbales, asistimos a la escena desde el punto de vista de la hermana mayor, para la que su padre es un héroe que sólo ella comprende. El relato se va cargando de un patetismo que a veces roza la cursilería. Hasta que llegan a la entrevista y… No contaremos qué sucede, sino que el terreno sentimental que creíamos pisar desaparece y nos encontramos suspendidos en el desamparo.
Los cuentos de Paulina Flores condensan estos desmentidos, esta lucha de perspectivas en escenas cotidianas. Como breves novelas de formación, todo está a punto de suceder y a la vez ya ha pasado: los padres han perdido el trabajo y están a punto de encontrarlo, las parejas comienzan y están a punto de separarse, los niños se inician en la vida y están a punto de fracasar. Con una habilidad especial para retratar el mundo infantil, también el mundo adulto con ojos de niño, los personajes de Paulina Flores son individuos descolgados: en cualquier edad están obligados a decidir. Su mundo parecía estable: los pobres seguirán siendo pobres, y los cuicos (pijos en Chile), afortunados. Pero Flores capta precisamente los pequeños movimientos de la promesa de cambio, cuando el personaje debe apropiarse de su vida. Por ejemplo, el niño pobre que veranea con sus primas de casi clase media en ‘Últimas vacaciones’, una maravilla de cuento, y se debate entre desclasarse o ser pueblo. O en ‘Talcahuano’, donde las anécdotas de una adolescencia de barrio esconden una carga de profundidad: el deterioro del padre, militar durante la dictadura. Otra vez esa estructura irónica. Como en la sutil teoría de la pertenencia y del voyerismo en el relato más largo, ‘Afortunada de mí’.
No insistamos, Qué vergüenza no es literatura joven, sino literatura a secas, tan vieja y tan viva como la tradición que ha elegido continuar: Chéjov, McCullers, Munro…
Qué vergüenza. Paulina Flores. Seix Barral. Barcelona, 2016. 296 páginas. 18,50 euros
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