Ortega después de Ortega
La reedición de sus 'Obras completas' es un buen punto de partida para hacer una lectura crítica de las aportaciones de un pensador tan admirado como cuestionado
…trying hard to look like Gary Cooper
Cuando los antiorteguianos le liberaron, los orteguianos le hibernaron como pope de una ucrónica “edad de plata”
Hubo un tiempo en el que Ortega y Gasset tenía todo lo que un intelectual europeo del siglo XX podía soñar: era uno de los protagonistas del debate filosófico internacional y pilotaba la importación a España de esas ideas desde su despacho de director de la Revista de Occidente en la Gran Vía de Madrid; diputado en el Parlamento, conferenciante de salas abarrotadas y siempre presente en el periódico, gozaba de una indiscutible influencia política y cultural en la vida del país, cuyo público lector devoraba y discutía sus discursos con iguales dosis de razón y de pasión; desde la cátedra de metafísica de la universidad de la capital había renovado en profundidad el trabajo académico en el ámbito de las humanidades y había reunido a su alrededor un grupo de discípulos brillantes y entusiastas. La publicación de sus libros era un acontecimiento civil, su pensamiento estaba vivo en Europa, en América y en España como una de las vetas principales de una conversación intelectual de primer orden, su tertulia reunía a diario lo mejorcito de todos los terrenos, desde el toreo a la poesía, y Gary Cooper (al que todo el mundo se esforzaba en parecerse) le regalaba sus camisas de vaquero. Si las cosas hubieran seguido su curso natural, el pensamiento de Ortega habría envejecido como los buenos vinos, entre la crítica constante de sus lectores y colegas, y se habría transmitido como una lectura normalizada a las generaciones siguientes. Pero la guerra (civil primero, después mundial) destruyó por completo aquel mundo y abortó esta posibilidad.
La guerra simplifica las cosas hasta el extremo, y exige al intelectual un compromiso con uno de los dos bandos, algo que en aquellos años adoptó a menudo la forma de una elección entre comunismo y fascismo. Quienes optaron por el primero acertaron con la corrección política de su tiempo. Quienes eligieron el segundo fallaron, pero una vez “desnazificados” pudieron emprender una segunda navegación. Aquellos que, como Ortega, se negaron a elegir, sufrieron un castigo en cierto modo más grave para su obra. Los republicanos exiliados le consideraban un desertor por haber vuelto a la España de Franco, y esta, oficialmente enemiga de Ortega por su “acatolicismo”, le sacó de la universidad y le privó de la libertad de expresión escrita. Sus multitudinarios cursos en el cine Barceló del Madrid de mitad de siglo comenzaban con un bedel en el escenario, que escribía en los extremos opuestos de una enorme pizarra “Yo” y “El otro”, y a continuación trazaba una línea de tiza angustiosamente larga para intentar unir esos extremos, como escenificando la dificultad del filósofo para conectar con las nuevas generaciones. Aunque siguió escribiendo, entre otras cosas sus espléndidos Papeles sobre Velázquez o su monumental La idea de principio en Leibniz, su figura y su prosa se quedaron varadas en una España que la historia hizo imposible.
Aquellos que, como Ortega, se negaron a elegir un bando sufrieron un castigo más grave para su obra
Cuando yo empecé a estudiar Filosofía en la década de 1970, en la misma facultad que había sido la suya, el profesorado apenas hablaba de él: la doctrina oficial, establecida por las necrológicas publicadas tras su muerte, era que había sido un agudo estilista incapaz de construir un verdadero sistema metafísico (algo que sí tenían quienes le dirigían ese reproche, aunque afortunadamente ya no nos acordamos de sus nombres ni de sus “sistemas”). Tampoco hablábamos de él los estudiantes, que estábamos totalmente politizados, porque su única etiqueta ideológica era el liberalismo, que entonces se consideraba un crimen mucho peor que el totalitarismo, puesto que sí hablábamos a todas horas y con ardor de Sartre y de Heidegger, cuyos “compromisos” conocíamos perfectamente.
Yo, que hacía la carrera en el turno de noche, recuerdo que iba a trabajar de madrugada, en unos autobuses destartalados que se llamaban camionetas, y leía en un rincón La rebelión de las masas. Sus críticas a la democracia nos sonaban terriblemente inoportunas a unas masas que, después de 40 años sometidas a una “minoría selecta” de chusqueros y desaprensivos, no queríamos ni oír hablar de unas élites que nos llevasen por el buen camino. Aquellas páginas de El hombre y la gente en las que se define a la mujer como un “ser en vista del hombre” resultaban muy chocantes cuando se estaba reconstruyendo en España la causa de la emancipación femenina (que era todo menos una evidencia). Por no hablar de cómo desentonaba, en plena restauración de la Generalitat y mientras se diseñaba el Estado de las autonomías, la definición de nuestro país como una espada de puño castellano que puede leerse en España invertebrada, o de lo indigesta que se hacía su prosa afectada, por momentos lasciva o cursi, en escritos como El origen deportivo del Estado. Y además le gustaban los toros.
Podríamos haber discutido con él en ese momento sobre todo ello, pero esta conversación, que antes impedían sus detractores, ahora la boicoteaban sus defensores, bajo la consigna de que era preferible, por su bien y por el nuestro, no leer demasiado a Ortega si queríamos preservarlo. Cuando los antiorteguianos le liberaron, los orteguianos decidieron mantenerle hibernado como patriarca de una mitificada y ucrónica “edad de plata” (no fuera que alguien mancillase el ejemplo mayor de intelectual que se podía esgrimir en nuestra tierra), empeñados en demostrar hasta el ridículo que había sido más original que Sartre, Heidegger y Bergson juntos, que en realidad era feminista, autonomista, federalista y hasta un poco marxista, inspirador secreto de la Transición y desde luego un demócrata incombustible, como si no fuese propio de los demócratas dudar a veces de la república misma, sobre todo en tiempos como los que a él le tocaron, en los que la democracia estaba llena de pistoleros y salvapatrias. Todavía en los años noventa del siglo pasado, cuando hice un curso sobre su Velázquez para alumnos de posgrado, comprobé que se habían acostumbrado a ver sólo en Ortega el anacronismo en el que le habían convertido quienes intentaron salvarle de sus incorrecciones políticas.
Pese a todo, Ortega ha seguido siendo la envidia de todo intelectual español. Incluso cuando Gregorio Morán abrió la veda con El maestro en el erial, su perfil seguía sobresaliendo entre el enjambre de unos seguidores reducidos a la mediocridad por su enorme sombra y apagados por su brillo, aunque fuese un brillo algo amarillento. Así que, después de que los antiorteguianos y los orteguianos obstaculizasen su lectura, les llegó el turno a los orteguescos, es decir, aquellos que quieren ser el Ortega de nuestros días (y créanme que se forman largas colas para reclamar este papel), tomando todo lo bueno del maestro y desechando lo malo, como esos anuncios inmobiliarios que prometen todas las ventajas de vivir en la ciudad pero sin ninguno de sus inconvenientes. Y a estos, claro está, lo que realmente escribió Ortega les estorba, porque tienen mucha prisa por ocupar su lugar y suplantarlo en las aulas y en los salones, en los periódicos y en las estanterías. Lo único que a Ortega le liberaría del peligro que para él han supuesto, tras sus detractores, sus defensores y sus émulos, sería la posibilidad de una lectura desprejuiciada y genuinamente libre de su pensamiento, que lo sacase del formol y lo abriese a la crítica y a la normalización de la discusión sobre una obra que merece la pena tomar en consideración. Esta reedición nos da otra oportunidad para ello.
Ortega 2.0
Total. La editorial Taurus y la Fundación José Ortega y Gasset - Gregorio Marañon acaban de relanzar la versión corregida de los cinco primeros volúmenes de las Obras completas del filósofo. Incluyen ensayos y artículos escritos entre 1902 y 1940, entre ellos, títulos como Meditaciones del Quijote, España invertebrada, La deshumanización del arte o La rebelión de las masas.
Digital. En septiembre se relanzan los cinco tomos restantes y la versión digital de los 10 volúmenes.
Liberal. José Lasaga Medina y Antonio López Vega publican Ortega y Marañón ante la crisis del liberalismo (Cinca, 2017), un análisis de la postura pública de ambos durante la convulsa primera mitad del siglo XX.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.