‘Verano Azul’ es Nunca Jamás
Cuando la serie se estrenó, ya en el otoño, me quedé con la extraña impresión de que me había perdido lo mejor aquel verano en 'MálagaNerja'
Llegamos en un 127 que recorría la carretera con la desidia trabajosa de los últimos setenta. Con las ventanillas abiertas. Mis padres fumando. En el transistor, sobre la guantera, la interferencia permanente de la antena que no daba para más. MálagaNerja parecía querer decir el ruido de los baches. Creía entonces, aquella primera vez que salí de mi barrio, que el lugar al que íbamos se llamaba así. MálagaNerja. Así lo pronunciaba mi padre. Todo junto. Este año vamos de vacaciones a MálagaNerja. Y a mí me parecía un lugar misterioso con nombre de trabalenguas. Como Nunca Jamás. Aquello debía ser otro país.
Y cuando llegué confirmé que lo era. A mis seis años, nunca había visto playas con la arena de aquel color. Ni a niños tan rubios como aquellos niños. Niños que hablaban una lengua arcana e incomprensible. Venajugaalgurejoquél. Lo decían muy rápido señalando con el dedo más allá del mirador. Y yo me quedaba petrificada con mi cubo y mi pala. Fascinada por la velocidad de sus palabras amontonadas. Pero cuando gritaban venvenven y me tiraban de la mano, comprendía que había que seguirles y explorar. Gurejoquél resultó ser un tremendo boquete entre las rocas por el que entraban las olas mojándonos la cara. Y nos reíamos sin que la risa necesitara más traducción.
Me pasé los diez días comiendo filete con patatas porque no conocía nada más de lo que ponían en el menú. Salmorejo. Ajoblanco. No-sé-qué-a-la-rondeña. Aquel comedor tenía algo de nave espacial: una sala circular acristalada suspendida sobre el mar. Me creía a los mandos de Halcón Milenario. Lo que nunca entendí era que ese lugar se llamara Balcón de Europa si Europa caía justo en la otra dirección. El último día, los señores del hotel me regalaron un bastón lleno de caramelos. Fui a repartirlos con los niños rubios, pero ya nos les encontré. Tenían la capacidad de esfumarse al grito de su mamá.
Cuando volví a clase nadie en el colegio conocía aquel lugar de nombre abigarrado. MálagaNerja. Hasta que un año después estrenaron Verano Azul. “Oye, ¿MálagaNerja no era el sitio ese en el que estuviste tú?” Y no sabía muy bien qué decir porque el pueblo de aquella serie no se parecía demasiado al que recordaba yo. Sí, eran iguales los botes de Copertone. Y la fruición con la que las madres nos embadurnaban convirtiéndonos en pequeñas croquetas. Los padres llevaban las mismas mariconeras con el tabaco y la cartera. Y gorritos absurdos. Los más postineros, cadenas de oro que se recalentaban al sol. Y ya.
Me había pasado el verano buscando una pandilla porque había oído que eso era lo que se tenía que hacer. Pero los chicos rubios que el primer día me llevaron a los acantilados nunca se quedaban juntos demasiado tiempo. Mallamaomimama, decían y se desperdigaban sin más. No. En mi verano azul nunca pasó un grupo de chavales risueños en bicicleta. Ni una rubia en chándal rojo corriendo por las mañanas con su corte de niños perdidos.
Juro que jamás vi un barco plantado en medio de una huerta. Ni a un pescador barbudo que tocara el acordeón. Ni nunca Bruno se contoneó al ritmo de Soy como tu arropado por el Ballet Zoom. Ni ningún chaval de ciudad se quedó atrapado en un risco. Ni nadie, nunca nadie, cantó No nos moverán. Y jamás me crucé con un chico con los ojos tan grandes como los de Pancho. Eso lo habría recordado pese a mi corta edad.
Quizá MálagaNerja sí era Nunca Jamás. Cuando Verano Azul se estrenó, ya en el otoño, me quedé con la extraña impresión de que me había perdido lo mejor. En el fondo fue una buena lección. Muchos años después comprendí que esa es la trampa y la bendición de la ficción: hacernos creer que en la vida hay algo más.
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