‘Cyrano’ (grandes éxitos)
Pese a tratarse de una versión minimalista, que pasa de treinta personajes a cinco, Lluís Homar conmueve con su interpretación
Lluís Homar y Pau Miró han afrontado un doble riesgo con Cyrano: los antecedentes del enorme éxito de Flotats, en 1985, en el Poliorama, y el reciente triunfo (2012) de Pere Arquillué, a las órdenes de Broggi, en el Teatro de la Biblioteca de Cataluña. El nuevo montaje, estrenado en el festival Temporada Alta y que se ofrece en el barcelonés teatro Borrás, cuenta con el mismo equipo de producción de Terra baixa, un tour de force que le valió a Homar el Max al mejor actor en 2015 y realizó gira por media España. Miró firma de nuevo puesta y adaptación: si allí era un monólogo en el que el actor encarnaba a cuatro personajes, aquí le rodean cinco intérpretes, en la línea del Cyrano que presentó Álvaro Lavín en 2002.
Edmond Rostand cocinó un texto popular y profundamente romántico, que conjuga la comedia de aventuras y el drama pasional; una función divertida, emocionante, entretenidísima, con una torrentera de verso que roza el virtuosismo. Y con un protagonista excepcional: Cyrano, insólito cruce entre Porthos y Alceste, librepensador que ha elegido el difícil camino de “ser admirable en todo”, que seduce y conmueve por su ingenio y su grandeza de corazón.
Edmond Rostand cocinó una función divertida, emocionante, entretenidísima, con una torrentera de verso que roza el virtuosismo
Por temperamento actoral, diría que Homar se siente más a gusto en los héroes entre idealistas y líricos, desde aquel Leonci de sus comienzos o los recientes Manelic y el profesor Bernhardi. Quizás por eso su Cyrano tarda en arrancar: en la primera parte es el espadachín mattatore, desafiante, temible burlón, que el actor sirve con gran oficio (el duelo rimado, la tirada in crescendo del “No, gracias”, las formas casi quevedescas de reírse de su propia napia), pero, a mi juicio, de un modo un tanto apresurado, como si quisiera sacárselo de encima para pasar a lo que realmente parece interesarle y en lo que pisa fuerte: basta comparar ese tercio inicial, en el que a ratos el verso se le enturbia, con la admirable escena del balcón y la declaración ventrílocua, donde te deja boquiabierto por su cambio de gamas, su extrema matización entre el humor y el dolor contenido. A partir de ahí, todo su trabajo va para arriba, con pasajes mágicos, como la fabulación del viaje a la Luna, o el conmovedor quinto acto.
Hay que aplaudir la notable traducción al catalán (y en verso, claro) de Albert Arribas, la canciones de Sílvia Pérez Cruz, que ya esmaltaban el montaje de Terra baixa, o el cuidado trabajo sonoro de Damien Bazin. No me acaba de convencer, por el contrario, la escenografía de Lluc Castells, ambientada en una sala de esgrima, con hileras de espadas y floretes, uniformes blancos (excepto el conde de Guiche) y máscaras protectoras: creo que promete demasiado y se queda en la imaginería. Desde luego se percibe el entrenamiento, pero falta tensión en las peleas. Tampoco me seduce la iluminación de Xavier Albertí: excesiva penumbra.
La adaptación de Pau Miró es hábil, pero, lógicamente, al pasar de treinta personajes a cinco y de tres horas a poco más de la mitad (quizás fue más, pero el tiempo me pasó muy rápido), tuve la sensación de que estaba ante un “grandes éxitos” de la pieza, con algunos personajes demasiado comprimidos. Joan Anguera, por ejemplo, ha de bregar con el breve rol del pomposo Montfleury, con Le Bret (el amigo fiel), con Ragueneau, el “pastelero de los poetas y comediantes” (curioso: su diálogo con Cyrano recuerda el patrón rítmico de ‘A Little Priest’, de Sweeney Todd), y el fraile capuchino. Los sirve con su estupenda veteranía habitual, pero quedan un tanto abocetados. Albert Prat, que ya destacó en Islàndia, de Llüisa Cunillé, ha subido varios enteros y está muy seguro en su doble papel: el conde de Guiche y el borracho Lignière. Aunque a ese conde, personaje suculento, le hacen pasar demasiado aprisa de la maldad a la redención: falta, de nuevo, desarrollo textual. Aina Sánchez imprime sensualidad y fuerza a Roxanne, y abre las compuertas de la emoción cuando cura el rasguño de Cyrano y evoca su infancia. Dice muy bien, pero debería proyectar su voz un poco más. Àlex Batllori tiene encanto y gracia en el rol de Christian, el joven enamorado, aunque a ratos se echa de menos una mayor claridad de dicción.
Se afianza la compañía en la escena del asedio de Arras, muy complicada de montar (y sobre todo en clave minimalista), y bordan las escenas del convento: han pasado 15 años (¡audaz salto!), una melancolía crepuscular baña la escena, y Pau Miró sostiene admirablemente esa tonalidad. Es difícil contener las lágrimas, porque Homar se sale y te rompe el alma en la escena de la carta que escribió para Christian y, cómo no, en su despedida. No acabo de entender, sin embargo, que en la última escena traduzcan “mon panache” por “mi dignidad”, y que Cyrano se saque la nariz como si fuera una máscara. Sin duda es un concepto, pero a mí se me escapa, y enfría un tanto la clausura, lo que no impide que el público ovacione puesto en pie. La función será un éxito.
‘Cyrano’, de Edmond Rostand. Teatro Borrás (Barcelona). Director: Pau Miró. Intérpretes: Lluís Homar, Aina Sánchez, Joan Anguera, Albert Prat y Àlex Batllori. Hasta el 22 de febrero.
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