El libro corto más largo del mundo
Del 'Cándido' de Voltaire suele repetirse acríticamente que explica el mundo actual, que es una gran obra de humor, un antídoto contra el optimismo y un clásico en miniatura. Tres de esos argumentos son falsos. En el fondo, está lejos de la maravilla que, en parte, lo inspiró: 'Los viajes de Gulliver'
Alice Otterloop es la protagonista de la tira cómica Cul-de-Sac. Le encanta bailar encima de una tapa de alcantarilla, pero en cierta ocasión se queda atrapada allí “durante días”, rodeada por un mar de barro fresco. Cuando su madre la rescata en la última viñeta descubrimos que en realidad solo han pasado 15 minutos. La angustia del confinamiento ha ralentizado el paso del tiempo en su reloj interno. Cada segundo se ha transformado en una hora, como nos sucedía de niños con los partidos de tenis eternos que pasaban en TVE antes de Bugs Bunny.
Leer Cándido de Voltaire es una experiencia similar. Y ni siquiera puedes hacerle lo que John Carey le hizo al Paraíso Perdido de John Milton, cuando lo editó para el lector moderno sin la retórica antañona o la digresión empachosa, preservando solo los pasajes clave[1]. Porque Cándido es muy corto: un retaco de ciento y pico insignificantes páginas que, sin embargo y según avanzas, se transforma a traición en la Gran Enciclopedia Catalana, leída desde el A-Ami hasta el U-Zw. ¿Cuál es su truco? Fácil: esbelto perfil y tripa enjuta, en combinación con una aureola de “rebeldía” intangible. Al ser flaco, francés y tener fama de gracioso, le abrimos confiados la puerta de nuestra morada, pensando que por una vez en la vida leer un clásico nos proporcionará una velada de refocile. Solo entonces, cuando el francés ya se ha apalancado en la chaise longue, descubrimos que lleva faja, que lo único “rebelde” de él es su pasión por cantar “Bajo la luz de la luna” en karaokes, que la botella de vino que trae es de la gasolinera (1.99), y además piensa bebérsela él solo, para luego contarnos, farfullando pero con estremecedor detalle, las traumáticas secuelas del divorcio de su ex (a quien todavía ama).
Voltaire goza de fama contestataria y de “disparar contra el orden establecido”, pero los genuinos punk rockers de la Ilustración eran Diderot y D’Holbach
Hablemos en sentido no figurado, si les parece. Cándido, de François-Marie Arouet, alias Voltaire, es, según con quién hablen, “uno de los grandes logros de la literatura occidental” o uno de los libros más tabarreros que ustedes, lectores modernos, pueden echarse a las neuronas. Voltaire lo escribió poco después del terremoto de Lisboa de 1755 (que acabó con la vida de miles de personas), y pretendía ser una crítica del optimismo en general, y más concretamente del “determinismo optimista” de un caballero llamado Gottfried Leibnitz (quien afirmaba que vivíamos en “el mejor de los mundos posibles”).
Voltaire goza de fama contestataria y de “disparar contra el orden establecido”, pero todo apunta a que, en el contexto de la Ilustración, era más bien como el abuelo -o cuñado- de derechas que siempre nos arruina la comida de Navidad[2]. Cierto, de joven se ciscó un par de veces en Felipe I, Duque de Orleans y monarca de Francia, lo que le costaría dos encierros en la Bastilla. Esas dos sentencias de dictablanda, así como su destierro cool a Londres (no a la Guayana), le convirtieron en una estrella del radical chic del siglo XVIII, aportándole ese lucrativo halo de artista amotinado que “no se calla las verdades”. Voltaire consideró prueba superada aquellos breves conatos de sedición juvenil y, como Bono de U2, dedicó el resto de su vida a congraciarse con la realeza y el clero, y así convertirse en un hombre “inmensamente rico” (según el historiador Philipp Blom). No exagero: Voltaire era un avispado inversor que en 1728 llegó a comprar, junto a unos cuantos amiguetes yuppies de la época, todos los boletos existentes de la lotería francesa. Ganaron, naturalmente. Voltaire multiplicó aquella fortuna -amasada mediante obvio tongo- actuando como banquero personal de varias monarquías absolutas de Europa, lo que le reportaría pingües beneficios adicionales. Como ven, mucho hablar de “aplastar al infame” (su lema personal) para luego arrodillarse ante el primer terrateniente gotoso que le aumentaba la comisión. “No era un revolucionario nato”, afirma Blom. Más bien no.
Por otro lado, era otra época. El poema épico anglosajón Beowulf se escribió para glosar las hazañas de un cafre de quien lo único bueno que pudo decirse es que “nunca mató a sus amigos cuando iba borracho”, así que tal vez para los estándares del XVIII Voltaire sí era una especie de peligroso Black Panther literario (no el Banc de Sabadell juglaresco que vemos nosotros). En cualquier caso, la reputación de Cándido no se sostiene sobre la personalidad del autor, sino sobre cuatro mandamientos que la cultura seria nos ha forzado a aceptar sin rechistar: 1) Cándido explica el mundo actual, 2) es un gran libro de sátira humorística, 3) perfecto “antídoto contra el optimismo” y 4) “clásico en miniatura”. Tres de los argumentos enunciados son falsos, y uno cierto.
Empecemos con el más manido, que es el de la pertinencia de Cándido en calidad de oráculo y desencriptador del mundo presente. La realidad es muy distinta: Cándido es tan moderno como unos zuecos. La novela es una lista de animales extintos escrita en una lengua muerta y financiada con la divisa de un imperio desaparecido (coronas austrohúngaras, o algo así). Todas las referencias de la obra son abstrusas y fósiles, como también lo son los microfeudos que detalla, sepultados bajo la implacable arena del tiempo siglos atrás. Leer sobre ellos hoy es como revisitar aquella trifulca entre Limp Bizkit y Rage Against The Machine en los MTV Music Awards del 2000: algo que no le importa demasiado a nadie, ni siquiera a los implicados, ni siquiera entonces. Cuando llegas al final del libro te sientes como si hubieses psicoanalizado a un trilobite que no se hablara con los ortocéridos y placodermos de su fangal.
Para sacarle algún tipo de placer lector a Cándido quizás tengas que ser el tipo de persona que, como afirmaba Nick Hornby, todavía está resentido con los Leibzinitas de 1750. Alguien que tiene cuentas pendientes con el Abbé Gauchet, los jansenistas, los jenízaros, Pierre Corneille o los teatinos. Alguien para quien la frase “a menudo veían pasar frente a las ventanas de la alquería barcos cargados de efendís, de bajaes, de cadíes, a los que se enviaba desterrados a Lemmos, a Mitilene, a Erzerum” no suena a la ensoñación morfinosa de un pariente senil en su lecho de muerte. Alguien, en resumen, que cursa o enseña un postgrado de Literatura Comparada.
No, si lo que buscan son explicaciones sobre el mundo actual, vayan a Black Mirror. O Futurama. No llamen a la puerta de Voltaire, que lo único que hará será mirarles con la mueca de demencia aterrada que ponen los ancianos al manipular un smartphone. Es tal la vetustez de Cándido que el lector se ve obligado a consultar las notas finales cada dos frases, en un movimiento que acaba causando una dolorosa luxación de muñeca, por no decir una visible hinchazón de cataplines. Tras varias páginas de misereres, autos de fe, “fabordones”, castratis, papas ignotos, poetas desconocidos y países borrados de la faz de la tierra, todo ello envuelto en un vistoso lazo de decrépitas ojerizas entre corrientes intelectuales apolilladas y críticos embalsamados, el lector empieza a sospechar que el disfrute del libro es algo exclusivamente universitario, como los posters de Blue Velvet o el post-estructuralismo.
Cándido puede ser un libro de crítica literaria, si quieren, o un Excel de las paleoinquinas del autor (no carente de valor histórico), pero no es un libro de aventuras
Ustedes quizás me espetarán que, aunque nada del impenetrable mundo de Voltaire tenga la menor relevancia hoy en día, en última instancia siempre podemos salvar los muebles con la sátira. Es cierto, o podría serlo. El problema con la sátira, como también dijo Nick Hornby, es que “siempre ha sido descodificada antes de que llegue a nosotros”. Es imposible leer 1984 o Gargantúa y Pantagruel sin tener la impresión de que a algún desaprensivo se le ha escapado el spoiler. Cándido no es una excepción: antes de abrir la portada conocemos de sobra su argumento (mozo de corazón sencillo, Cándido, y su tutor optimista, Pangloss[3], recorren el globo para descubrir que está hecho unos zorros), como también nos son familiares las cuatro generalidades de gran angular que exprimimos de sus páginas: los gobernantes son corruptos; las religiones se aprovechan de la candidez del vulgo; el hombre es violento por naturaleza; el mundo apesta. Duh. Le Duh.
Esa característica no es particular de Cándido. Las alegorías político-sociales suelen ir tan atiborradas de gravedad y “mensaje” que a menudo se nos hacen bola. Conscientes de ello, los autores de sátira se esfuerzan en añadir un poco de azúcar a la píldora que nos dan. Hablo, claro está, de las bromas y la aventura. Solo que en esta novela las bromas son una birria, y la aventura un timo. La gracia recurrente del libro (soltar “¡Ah! ¡El mejor de los mundos!” cuando acontece una calamidad, como por ejemplo el destripamiento de Cunegunda tras haber sido violada “tanto como una mujer puede serlo”) no tiene mucha gracia, ni siquiera la primera vez, y hacia la cuarta el lector solo desea que alguien golpee a Voltaire tanto como un hombre pueda serlo. Ese cántico de enumeración de desdichas + frase bumerán es casi tan cargante como la canción de las botellas verdes en la pared que se canta en los autobuses escolares. Leyéndolo sufrí angustiosos flashbacks a los Un, dos, tres, responda otra vez donde Bigote Arrocet o La Bombi soltaban, semana tras semana, la misma p*** coletilla en el mismo p*** sitio.
En lo tocante a la aventura, digamos que Voltaire se inspiró en la otra gran obra satírica de su tiempo, la fenomenalísima Los viajes de Gulliver, pero extravió por el camino todos los mecanismos literarios básicos de creación de ritmo, trama o perfil de personajes que hacen de su predecesora la maravilla que conocemos. Cándido puede ser un libro de crítica literaria, si quieren, o un Excel de las paleoinquinas del autor (no carente de valor histórico), pero no es un libro de aventuras. Ni siquiera pretende serlo. En el capítulo XXV, por ejemplo (“Visita al señor Procurante, noble veneciano”), los personajes y el argumento son torpes excusas unidimensionales, del grosor de una llufa del Día de los Inocentes, para que Voltaire se ponga a rapear, a la defensiva y en modo Yo-Yo-Yo, las razones por las que Virgilio, Milton o Cicerón molan y sus detractores son unos patanes iletrados con boina. No es la inolvidable llegada de Lemuel Gulliver a las costas de Liliput, se lo garantizo.
¿Y el optimismo? Cándido, en efecto, es una diatriba pesimista. Muy ad hoc. Lo que sucede es que algunos ya nos levantamos cada mañana con unas premoniciones de armagedón nada “panglossianas”[4] en el esófago. Lo último que necesitamos, gracias, son recordatorios de que todo es una porquería.
Y acabamos con lo de “clásico en miniatura”: Cándido no tiene pinta de tocho, pero ojo: es el típico alfeñique que no parece gran cosa y luego nos pulveriza la quijada. Les aconsejo no subestimar su tamaño, porque hacia la página 70 estarán llorando, pelo cano y vejiga incontinente, solos en una metrópolis poblada únicamente por robots, tras darse cuenta de que su vida entera se ha consumido como una pila de marca blanca, y Cándido ni siquiera está a mitad de camino.
Lean la entrega anterior de Clásicos Latosos (Moby Dick) aquí.
Lean la explicación teórica e ideológica de esta serie aquí.
[1] Una solución que, de hecho, le iría de perlas a Moby Dick.
[2] Diderot y D’Holbach, los genuinos punk rockers de la Ilustración, no tenían un gran concepto de Voltaire. Le encargaron solo fruslerías para la Encyclopédie, y se negaron a presentarle respetos al “brujo” en su exilio suizo.
[3] Este conocimiento, queridos estudiantes de periodismo, les irá de perlas para saber cuándo incrustar el adjetivo “panglossiano” en sus artículos.
[4] ¿Qué les decía?
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