Las muestras de intolerancia crecen en España
La polémica de Arco ilustra un fenómeno del que alertan expertos y artistas: el ataque contra la discrepancia
La condena de cárcel al rapero Valtònyc; el secuestro del libro Fariña, del periodista Nacho Carretero, y el controvertido gesto de retirar de la feria Arco la obra de arte Presos políticos en la España contemporánea, de Santiago Sierra, ante decenas de galeristas y comisarios extranjeros -todo en la misma semana- han puesto el foco sobre el posible retroceso de algunas libertades fundamentales en nuestro país. O, cuando menos, del aumento de la intolerancia hacia lo que se detesta. Entre 1995 y 2007 solo hubo tres condenas por delitos de odio. Hoy, las sucesivas reformas legislativas, su aplicación judicial, las demandas de víctimas y colectivos discriminados y la amplificación de mensajes a través de las redes han multiplicado las condenas. ¿Dónde debería estar el límite a la libertad de expresión? ¿Debe existir?
“Es un periodo de regresión, casi como de vuelta a la oscuridad”, opina Vicent Todolí, exdirector de la Tate Modern de Londres. “Y hay que actuar, porque si no se produce el efecto acumulación, el efecto anestesia: al principio pincha un poco, luego menos, y al final ni lo sientes. Habría que plantarse. El arte es libertad. Por lo tanto, no debería participar en espacios donde está cercenada”.
En los últimos años ha habido múltiples ejemplos de esa vuelta a la oscuridad de la que habla Todolí. Si revisamos la hemeroteca de la última década, recordaremos la famosa retirada en 2010 en Valencia de una exposición de imágenes sobre el caso Gürtel; la ceremonia de la confusión censora de una controvertida obra que representaba al rey Juan Carlos I sodomizado que llevó a la dimisión de Bartomeu Marí como director del MACBA en 2015; la reciente condena de cárcel al rapero catalán Pablo Hasel por ensalzar a ETA y a los extinguidos GRAPO o la amenaza de dos años y un día que pende ahora sobre el grupo de rap La insurgencia, también por las letras de sus canciones.
El arte en la hoguera
Vicent Todolí, exdirector de la Tate Modern. "Si en un museo que dirijo intentan coartar la libertad de expresión dimito, por supuesto".
Isabel Coixet, cineasta. "Una democracia sana es un concepto utópico: la sociedad está perennemente en la UCI. Con creación crítica o sin ella. El humor crítico en los países del Este no contribuyó a la democracia, ayudó a la gente a sobrevivir a la dictadura".
Fernando Savater, filósofo. "Recuerdo a un ministro alemán del Interior que con motivo de unas zafias demostraciones de cabezas rapadas decía, desesperado: 'La imbecilidad no puede encarcelarse'. El caso del rapero y el de Sierra, que además de imbécil es un bribón, entran en esta desesperada categoría".
Ángeles Caso, escritora. "Yo sé muy bien lo que quieren: tener una sociedad de ciudadanos sumisos, obedientes, acríticos. Ya sabemos cuáles son los países en los que no se apoya la creación artística".
Miguel Zugaza, director del Museo de Bellas Artes de Bilbao. "Creo que quien ha tomado esta decisión paternalista [retirar la obra de Sierra de Arco], efectivamente, no ha hecho más que picar en la provocación del artista".
Carmen Calvo, artista. "La censura es preocupante en una sociedad que cada vez está más reprimida. Pero también quiero decir que hay otros problemas más importantes en este momento en España".
Amelie Aranguren, galerista. "La provocación es una manera de trabajar que quiere generar unas reacciones y definir una sociedad. En ese sentido, la obra de Santiago Sierra ha sido muy eficaz".
María Dolores Jiménez Blanco, profesora de Historia del Arte (UCM). "El tema catalán ha hecho que muchos temas de los que se podía hablar con naturalidad hace unos pocos años ya no se puedan tocar".
Enrique Radigales, artista. "En un Estado de derecho de un país europeo no podemos permitir estos juegos con la libertad, la opinión, en disciplinas y territorios que son absolutamente necesarios para entender el mundo en el que vivimos".
En una época en la que Francia pelea con Facebook en los tribunales por censurar El origen del mundo, de Courbet, y la National Gallery de Washington ha pospuesto una muestra de Chuck Close, acusado de abusos, en una época en la que la corrección política recorre Occidente y las redes sociales han amplificado el impacto del insulto y multiplicado el número de ofendidos, España acusa los problemas de todos y otros muy específicos suyos que retrasan en décadas su reloj artístico y social, como apuntan algunos observadores neutrales.
“Alzar la voz, incluso a través de las redes sociales, se ha vuelto cada vez más peligroso “gracias” a las reformas en la Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana y del Código Penal, por las cuales se amordaza el ejercicio de los derechos de reunión pacífica y de libertad de expresión y se daña el derecho a la información”. Amnistía Internacional daba así la puntilla a la marca España apenas unas horas después de que The New York Times —que también aludía al encarcelamiento preventivo en 2016 de los famosos titiriteros por mostrar en el cartel Gora-alkaEta durante una actuación—, The Guardian y varias revistas especializadas, se hicieran eco de la censura a Sierra por la obra que retrata como presos políticos, entre otros, al líder de ERC, Oriol Junqueras, y los presidentes de la ANC y de Òmnium Cultural, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, en prisión preventiva acusados de rebelión y sedición.
¿Estamos renunciando a la libertad de expresión, que el Tribunal Constitucional califica como una de las bases del principio de legitimidad democrática?
Piensen en los 80 y 90. La joven democracia lo permitía casi todo. Loquillo se ha hartado de cantar La mataré, de 1987, sin sobresaltos pese a que la canción se cierra con un “por favor, solo quiero matarla, a punta de navaja, besándola una vez más”. Se puede pensar, con razón, que la violencia de género no estaba entonces en la agenda, pero también se permitían letras que de manera evidente apoyaban a ETA.
“Antes de 2000 había barra libre en materia de canciones”, explica Manuel Cancio, catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid. “Solo hay que recordar Sarri, sarri de Kortatu (“a menudo la gente empieza a bailar, tendrá algo que ver con que faltan dos en el “recuento general”) o No hay tregua de Barricada (“estás asustado, tu vida va en ello, pero alguien debe tirar de gatillo”). Pero en ese momento habría sido marciano que alguien imaginase que la policía y los jueces pudieran entrar a analizar y juzgar estas letras. Simplemente, no cabía en la cabeza de nadie”.
Tip y Coll hacían chistes en público con el asesinato por ETA del presidente del Gobierno franquista Luis Carrero Blanco. “Era algo que formaba parte del poso popular de ironía, sarcasmo y humor negro que siempre ha caracterizado a España desde Quevedo o mucho antes”, afirma César Strawberry, cantante de Def Con Dos, condenado en 2017 a un año de cárcel por el Tribunal Supremo por enaltecimiento del terrorismo por tuitear que añoraba a los GRAPO y bromear con mandar un roscón-bomba al Rey. “A mí me dicen entonces que iban a pasar estas cosas en España y habría creído que no era posible ni en la peor distopía”, concluye. “Hay que pensar cómo hemos llegado hasta aquí a base de ceder pequeñas parcelas de libertad”, añade Todolí.
"Es un periodo de regresión, de vuelta a la oscuridad", opina Vicent Todolí
Las reformas legislativas han tenido mucho que ver en ese retroceso, pero no solo. El Código Penal de la democracia, en 1995, ya incluía los delitos de odio —aunque de forma más restringida— y los castigaba con cárcel de uno a tres años. Sin embargo, apenas llegaban a los tribunales, como muestra el recuento de casos realizado por la catedrática de Derecho Penal de la Universidad Jaime I de Castellón, Marisa Cuerda: solo tres condenas hasta 2007.
Desde entonces, la demanda de ciertos sectores sociales, en especial asociaciones de víctimas o colectivos discriminados, y el endurecimiento de las leyes, han ido de la mano, de manera que ahora llegan a los tribunales muchos más casos de este tipo y los jueces los resuelven con normas cada vez más severas.
En 2000 se incluyó en el Código Penal el enaltecimiento del terrorismo como parte de la ofensiva contra ETA y su entorno. Pero en un primer momento fue aplicado con cautela. Explota zerdo, de Soziedad Alkoholika, por ejemplo, llegó a los tribunales en 2006. “Algún día reventarás, ¡explota zerdo! Tus tripas se esparcirán. Huele a esclavo de la ley, zipaio, siervo del rey (…) Sucia rata morirás”. El fiscal pidió un año y medio de prisión por esta y otras dos canciones —lo que suponía que en principio no entrarían en prisión— y no hubo condena.
“A partir de mediados de esa década empezaron a llegar cada vez más casos de delitos de odio y enaltecimiento del terrorismo a los tribunales”, explica la penalista Cuerda. “Y, paradójicamente, el legislador, en vez de pensar que estas infracciones ya se estaban sancionando, modificó ambos delitos para agravar las penas e incluir en ellos más conductas”.
Las reformas han llevado a situaciones peculiares, como que haya muchas más condenas ahora que ETA no mata que antes. Entre 2005 y 2011, el año del cese de la violencia, la Audiencia Nacional dictó 13 sentencias condenatorias por enaltecimiento; de 2015 a mediados de 2017 fueron 54 (49 de ellas ligadas a ETA).
Esta intensa actividad judicial ha llevado al desconcierto a creadores y ciudadanos. El nuevo artículo 510 que persigue los delitos de odio, por ejemplo, es tan amplio —y tan enorme la capacidad del ser humano de sentirse ofendido—, que permite interpretaciones muy distintas por parte de los jueces. Y lo mismo ocurre con el enaltecimiento del terrorismo.
“La jurisprudencia debería ser más uniforme, argumenta Cancio. “El Tribunal Supremo, por ejemplo, tiene dos tesis incompatibles. Por un lado está la doctrina que se aplicó al caso de Strawberry. Fue la primera vez que se dijo que la voluntad del acusado —en este caso, la de humillar o no a las víctimas del terrorismo— daba igual. Que lo único importante era difundir algo y saber qué efectos podía tener. Pero en otros fallos se exige para condenar que esa conducta suponga un riesgo concreto para alguien”.
¿Cuál sería una barrera razonable? ¿Dónde exactamente debería estar el límite a la libertad de expresión, si es que debe haberlo?
"Antes de 2000 había barra libre con las canciones", según un jurista
“Esta es la pregunta del millón”, señala Celso Rodríguez Padrón, portavoz de la Asociación Profesional de la Magistratura, mayoritaria entre los jueces y de tendencia conservadora. “No se puede establecer un límite matemático y debemos resolver caso a caso según el contexto. Ahora bien, entiendo el debate social que se abre con este tipo de condenas. ¿Estos tipos penales son excesivamente amplios? ¿Las penas son desproporcionadas? Pero son cuestiones que han de dirigirse sobre todo al legislador. Nosotros resolvemos los asuntos que nos llegan, que ahora son mucho más numerosos que hace unos años, y de acuerdo con las leyes vigentes. No es que los jueces de repente nos hayan entrado unas ganas locas de sancionar estas conductas. El debate debe ser político y social”.
“La tolerancia es una virtud pero no una obligación (las virtudes nunca lo son)”, plantea el filósofo Fernando Savater. “En una sociedad plural hay que acostumbrarse a no dar demasiada importancia a las faltas de respeto a lo que nos parece respetable... pero hasta cierto punto”, matiza. “La apología del crimen, de la violación, de los abusos de género o a menores, de la xenofobia, etc... no son tolerados en la mayoría de los países civilizados, salvo que tengan la excusa relativa del humor o de un arte excelso. Y aún así no están los tiempos como para hacer ciertas bromas... Hay que ver cada caso en su contexto”.
El debate lleva toda la semana en boca del mundo de la creación. “Los límites al arte los debe poner el propio artista y el público al que está destinado la obra que produce”, opina la cineasta Isabel Coixet. “La obra puede asquear, turbar, incomodar, pero aquellos que se sientan asqueados o turbados deben simplemente ignorarla”. “Es el público el que tiene que censurar una obra llevándola al olvido”, coincide Amelie Aranguren, directora artística de la galería Max Estrella.
A esas reflexiones, cargadas de malestar, se han sumado también la clase política, la calle y las propias instituciones. La alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, no acudió a la sesión inaugural de ARCO —presidida por los Reyes— para protestar por la decisión de retirar la obra de Sierra, un artista que siempre juega a provocar, y que ha vendido por 80.000 euros una propuesta que se ha revelado como una auténtica obra de arte, si al arte se le supone la capacidad de reflejar las tensiones que vive la sociedad. “El artista ha conseguido todos los objetivos posibles”, zanja Miguel Zugaza, director del Museo Bellas Artes de Bilbao, que censura la “decisión paternalista”, aunque la cree “anecdótica y coyuntural”. “Episodios como la presentación de la Olympia de Manet en el Salón de 1895”, defiende, “forman parte de la recepción pública del arte moderno en la edad contemporánea”.
La mayoría de los expertos consultados, sin embargo, creen que a esa controversia inherente al arte se suman otros factores. “Hay una serie de indicadores de que la sociedad está cada vez más atemorizada o menos preparada para recibir ideas que no les gustan”, opina María Dolores Jiménez Blanco, profesora de Historia del Arte de la Universidad Complutense de Madrid. “Y hay también un ambiente social muy dirigido desde los círculos políticos que dificulta hablar con normalidad de los problemas reales que tiene el país”.
¿Hay solución a este retroceso? ¿Hacia dónde deberíamos ir?
"Los límites al arte los deben poner el artista y el público", señala Isabel Coixet
“Desde mi punto de vista, jurídicamente habría que reducir la sanción penal de estas conductas”, opina la penalista Cuerda. “En primer lugar, son delitos de opinión y en ellos no debería caber el ingreso en prisión. El discurso se combate con discurso. Por otro lado está la cuestión central. ¿Se puede decir todo? No. Pero el límite debería estar en que la expresión o la obra de arte inciten directa o indirectamente a la violencia. Solo en este caso se debería recurrir a la sanción penal. Si no es así, ahí queda la vía civil para quien desee acudir a ella. Hay que buscar el equilibrio y la proporcionalidad y no seguir en un acoso y derribo a libertad de expresión”.
Eso sí, la izquierda y la derecha, defiende Strawberry, “tienen que ser coherentes y no aplaudir cuando la restricción de libertades es para el contrario y solo llevarse las manos a la cabeza cuando se identifican con la ideología del acusado. A mí me parecen repugnantes los mensajes machistas, pero no creo que deban castigarse con dos años y medio de cárcel. Es una desproporción. La libertad de expresión es un derecho de todos”.
La polémica es congénita al arte en todo el mundo y evoluciona, para bien o para mal, con la sociedad de la que ha nacido y su mayor o menor grado de tolerancia. Ahí está La Maja desnuda de Goya, en su tiempo denostada. O Lolita, de Vladimir Navokov, convertida en peligro público por la sociedad anglosajona de la posguerra y todavía hoy polémico clásico de la literatura universal. Lo que se admite en un país, además, puede ser ofensivo y desatar la ira en otro.
“Yo vengo del franquismo”, dice Carmen Calvo, Premio Nacional de Artes Plásticas en 2013. “Conquistamos una libertad y tenemos que mantenerla a costa de perder lo que sea”.
El Tribunal Supremo de Estados Unidos tiene una conocida frase que debería tenerse en cuenta ante cualquier tentación de censura: “La libertad de expresión es una garantía para que las demás libertades puedan respirar”.
Babelia
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