Amores violentos
David Alden apuesta por una intensa teatralidad para dar vida a la ópera 'Lucia di Lammermoor'
Lucia di Lammermoor no es una ópera cualquiera. Es la que van a ver explícitamente, cantada en francés, Charles y Emma Bovary en la provinciana Ruan, pero también la que interpreta implícitamente Adelina Patti en la aristocrática San Petersburgo, y a cuya representación acuden, por separado, Anna Karenina y el conde Vronski. Se trata de dos escenas psicológica y argumentalmente decisivas en ambas novelas, que Flaubert y Tolstói situaron al final de la segunda y la quinta parte, respectivamente. En la primera novela de E. M. Forster, Where Angels Fear to Tread, se narra asimismo una función de Lucia di Lammermoor en un pequeño teatro italiano y una de las protagonistas, Harriet Herriton, no alcanza a entender las pasiones que se desencadenan en la ópera, ni comprende el bel canto, y ella misma acabará perdiendo luego la razón, igual que la heroína de Donizetti.
Walt Whitman se recluyó al final de su vida en una pequeña casa en Camden, postrado en la cama o atado a una silla de ruedas. Allí pasaría horas hablando con Horace Traubel, que transcribió unas conversaciones que ocuparían más de seis mil páginas y que recordó cómo, pocos meses antes de morir, el poeta seguía hablando con entusiasmo de Lucia di Lammermoor, una ópera que había aparecido expresamente citada en su poema Orgullosa música de la tormenta: “Veo el brillo poco natural en los ojos de la pobre y enloquecida Lucia; / su pelo cae suelto y desgreñado por la espalda”. Y en un artículo publicado años antes, el 14 de agosto de 1851, en el New York Evening Post, había exclamado: “¡Oh, dulce música de Donizetti! ¿Cómo pueden dudar los hombres qué rango darte?”.
'Lucia di Lammermoor'
Músicade Gaetano Donizetti. Lisette Oropesa, Javier Camarena, Artur Rucinski y Roberto Tagliavini, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Daniel Oren. Dirección de escena: David Alden. Teatro Real, hasta el 13 de julio.
Lucia di Lammermoor aparece también en El hotel New Hampshire, la novela de John Irving, donde da lugar a diversas disquisiciones histórico-musicales entre John, el narrador, y su hermano Frank, en las que vuelve a asomar el nombre de Adelina Patti. Paul Muni, que interpreta al pistolero Tony Camonte en Scarface, la película que dirigió Howard Hawks en 1932, cada vez que mata a alguien silba la melodía que canta Edgardo al comienzo del famoso sexteto, al final del segundo acto de la ópera y, con toda certeza a modo de homenaje, Martin Scorsese decide que Lucia sea también la ópera que ve representar el mafioso Frank Costello (Jack Nicholson) en Los infiltrados, y esa misma melodía inicial del sexteto, que Flaubert había descrito con gran detalle en su novela, suena a su vez como el tono de llamada de su móvil nada más morir.
James Joyce llamó a su hija Lucia en homenaje al personaje operístico, ignorando que con ello estaba anunciando tristemente los graves problemas mentales que padecería más tarde. Más cerca de nosotros, no está de más recordar que los burgueses de El ángel exterminador ‒tanto en la película de Luis Buñuel como en la reciente ópera de Thomas Adès‒ se reúnen tras una representación de Lucia di Lammermoor (una de las asistentes es Silvia, que ha cantado el papel protagonista) y los anfitriones de la velada se llaman, no por casualidad, Edmundo (una curiosa mezcla de Edgardo y Raimondo) y, aquí no hay duda, Lucía Nóbile.
Todo esto adjudica un lugar de privilegio a una ópera que ha trascendido con mucho su condición puramente belcantista y ha pasado a ocupar un lugar importante en el imaginario cultural occidental. La puesta en escena de David Alden tiene la virtud de arropar la música con una teatralidad constante de altísima calidad, si bien hecha de pequeños gestos, de detalles casi imperceptibles, de movimientos grupales o individuales respaldados siempre por una idea. Convierte la ópera en un relato gótico victoriano de interiores (la reina Victoria accedió al trono dos años después de su estreno), en la estela de Joseph Sheridan Le Fanu o M. R. James, con la acción situada en una mansión venida a menos, deslustrada, y con muebles desvencijados, de la que a Alden no le importa mostrarnos sus tripas y sus trampas.
Los abundantes retratos de los antepasados colgados en las paredes escrutan a los protagonistas y refuerzan esa condición de clan atenazador, tan importante en la trama. El leve apunte de que Enrico podría sentir una pasión incestuosa por su hermana tampoco molesta. Como ya se vio en el Real en su buen Otello y su muy buena Alcina, Alden sabe lo que hace, se adivina un serio proceso de reflexión previo y su Lucia posee una estética propia: un coro casi siempre hierático, envarado, encorsetado dentro de sus trajes victorianos metaforiza muy bien las cadenas que aprisionan el amor de Lucia y Edgardo. El público del estreno, inusualmente aplaudidor toda la noche, obsequió con demasiados abucheos, totalmente inmerecidos, al director de escena estadounidense, que logra elevar la ópera muchos enteros por encima del interés escénico habitual en otras producciones, que suele ser bajísimo. Aquí, en cambio, siempre merece la pena observar y discernir.
Lisette Oropesa y Javier Camarena encarnan a una pareja protagonista absolutamente creíble en lo físico y extraordinariamente bien avenida en lo musical. Ella, ovacionada en pie al final por buena parte del público, es una cantante completísima y, sobre todo, nada tramposa: su escena de la locura fue, por comparación con lo que suele verse y oírse, un dechado de contención. Y, sin imitar a ninguna de las grandes Lucías históricas (la de Maria Callas la primera, por supuesto), consigue dibujar la suya con perfiles muy personales, una actuación escénica muy contenida y una caracterización vocal completísima en cada una de sus intervenciones. El tenor mexicano, favorito del público madrileño, conquista siempre por su canto espontáneo, entregado y sincero. Su voz va ganando y enriqueciéndose con el paso del tiempo y, paso a paso, fue componiendo un Edgardo rudo, visceral y ardoroso, como reclama el personaje. Su aria final, en plenitud vocal, fue una réplica acorde con lo que acabamos de escucharle a ella.
En el resto del reparto, sin fisuras y con un coro también solidísimo, destacaron Artur Rucinski como un Enrico torturado por el peso de la familia y de canto siempre noble, y Roberto Tagliavini, que acumula ya varias grandes actuaciones en el Real. Daniel Oren es un director, como pudo verse en La Favorite, gesticulero, hiperactivo, casi siempre eficaz, pero rara vez sutil o detallista. Concierta con fluidez, aunque la prestación orquestal es pocas veces distinguida. Lo mejor es que deja cantar y que demuestra un buen conocimiento del estilo belcantista. Lo peor, que no debería azuzar con su batuta al público cuando decide libremente aplaudir después de un aria, ya que su función en el foso es dar continuidad a la acción, no interrumpirla ni prolongar estas cesuras. Y su gesto de salir corriendo por su cuenta y no hacerlo de la mano que le ofrecía gentilmente Oropesa cuando fue a reclamar su presencia en el escenario en la tanda de aplausos fue, cuando menos, desconcertante. Sobre el escenario hay que reprimir el entusiasmo, o lo que sea, y guardar las formas.
Como es habitual ya en muchos teatros, escuchamos la instrumentación original de la escena de la locura con armónica de cristal, no con flauta. El timbre que produce la vibración de estas copas llenas de diferentes niveles de agua, rico en armónicos, casa muy bien con una mente perturbada e inestable (“ondeggiante”, escribió originalmente Donizetti en la partitura para la línea instrumental), por más que aquí la amplificación desvirtuara un poco el timbre natural del instrumento. Muchos años después, el compositor George Benjamin tomaría buena nota de la eficacia de este recurso tímbrico en su ópera Written on Skin, protagonizada por otra mujer de la estirpe suicida de Emma Bovary, Anna Karenina o, a su manera (ella “cade svenuta”, leemos en el libreto, como las heroínas wagnerianas), Lucia Ashton, que, bañada en sangre, con sus brazos en alto, nos recuerda también irremediablemente a la reciente Marie sufriente y ensangrentada de Die Soldaten, su antecesora directa en el Teatro Real. Refiriéndose al tipo de libretos a los que le gustaba poner música, Donizetti no pudo ser más explícito: “Voglio amor, e amor violento”. De los seis cantantes que interpretan el sexteto del segundo acto, tres están muertos al final de la ópera.
Babelia
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