Érase una vez en... el nuevo Hollywood
En su actual política de diversidad, la Academia se está abriendo y globalizando y los votos ya no llegan solo de sus miembros locales sino de todas partes del mundo
La mutación en la que está enfrascado Hollywood cristalizó la pasada madrugada con la concesión de su premio más codiciado a una película surcoreana hablada en coreano. Parásitos es un filme extraordinario convertido en un fenómeno histórico. Pero ¿desde cuándo a la Academia le han importado las películas extraordinarias? Hay una larga lista para demostrar que poco o nada, empezando por la que se llevó el mismo honor hace un año, Green book. Es obvio que en su nueva política de diversidad, la Academia se está abriendo y globalizando y los votos ya no llegan solo de sus miembros locales sino de todas partes del mundo. La edad media ha bajado de los 62 a los 50 y el porcentaje de mujeres y negros entre los votantes ha crecido. Una regeneración que este domingo se hizo palpable celebrando una película sobre la lucha de clases que recurre a un amplio abanico de géneros, del drama familiar al thriller, la comedia o el terror, para concluir que entre pobres y ricos la brecha es insalvable.
Parásitos, Palma de Oro del Festival de Cannes convertida en un éxito de taquilla desde su estreno el pasado otoño en Estados Unidos, ha logrado un consenso global insólito. Sin embargo, en la madrugada del lunes su director y guionista, Bong Joon-ho, tenía prisa por abandonar el escenario del Dolby Theater. El ataque de pudor le había sobrevenido ya en su penúltimo Óscar, el de mejor dirección. Fue entonces cuando se dirigió a Martin Scorsese para reconocerle el alcance de su magisterio y a Quentin Tarantino para brindarle también su reconocimiento. Que Scorsese se vaya de vacío en los premios de su propia industria o Tarantino se conforme con dos estatuillas (al mejor actor de reparto para Brad Pitt y al mejor diseño de producción) con una película que como pocas celebra a esa misma comunidad resulta algo indigesto. Quizá lo explique que uno de ellos es un mito forjado en las calles de la costa este y con un universo violento de matones y corruptos, aunque en el fondo hable del fin de una estirpe de hombres condenados a la soledad y el silencio por sus equivocadas lealtades y traiciones. O tal vez también se deba a que el otro sea un eterno enfant terrible enamorado de la cara b de la historia del cine, capaz de convertir en un cuento de hadas el episodio que finiquitó el ideal de otro Hollywood: el asesinato en su casa de Cielo Drive de Sharon Tate y otras cuatro personas a manos de los seguidores de Charles Manson.
Erase una vez en …Hollywood no es solo una película gozosa, es uno de los homenajes más hermosos que se ha hecho nunca de los perdedores y supervivientes de un oficio y una industria cuya grandeza se construye precisamente con tipos como los que Tarantino recrea. Dos pobres diablos convertidos en los héroes de un mundo que está a punto de saltar por los aires y a los que el cineasta concede la gloria de haber podido cambiar la historia. Pero la nostalgia de un mundo mejor ya no convence a una Academia que quizá mira con recelo la primera película de Tarantino sin su mentor, Harvey Weinstein, o que de verdad cree que la acusación de que la película es misógina tiene algún fundamento.
El mundo está cambiando y los Oscar no son ajenos a esa metamorfosis, aunque el precio sea acabar con la personalidad que han tenido hasta ahora. En los últimos años, sin un presentador pisando charcos, la retransmisión no acaba de acertar con su tono hasta convertirse en una gala cada vez más parecida a Eurovisión. Es decir, más hortera, más plana y sin alma. Que dos expresentadores como Steve Martin y Chris Rock fuesen los primeros en pisar el escenario y que Rock lo hiciese con un chiste sobre cómo las redes sociales se han cargado la legendaria figura del maestro de ceremonias dejó claro el peso de la corrección política en la balanza.
Hubo las lógicas reivindicaciones de género en la voz de algunas presentadoras y también en forma de bordado en la capa de Dior de Natalie Portman, donde llevaba zurcidos los nombres de las mujeres cineastas olvidadas. Pero nadie echó en falta ausencias masculinas igual de inexplicables: como la de los hermanos Safdie y Adam Sandler por la impresionante Uncut gems o Richard Jewell, la última película de Clint Eastwood, que de forma también injusta solo fue considerada en el apartado de mejor actriz de reparto para Kathy Bates y que tampoco se ha librado de las acusaciones de misoginia.
Joker sumaba el mayor número de candidaturas pero se quedó con lo único que de verdad la distingue, su excepcional actor protagonista. Salvando las distancias, es lo mismo que le ocurre a Judy, que sin el trabajo de Renée Zellweger sería directamente la nada. Con su Oscar al mejor actor en la mano, Joaquin Phoenix hizo gala de esa capacidad suya para generar tensión sin mover las manos de los bolsillos. Su discurso animalista se escoró hacia la redención pública cuando agradeció a sus colegas haberle dado una segunda oportunidad pese a su fama de intratable. Reclamó justicia para la comunidad queer, la indígena o, su verdadera cruzada, los animales. Pero sobre todo hizo algo que no había hecho hasta la fecha, mencionar a su hermano, River Phoenix. Con la voz rota, recordó unos versos que River había escrito a los 17 años sobre la salvación a través del amor. Su prematura muerte por sobredosis en la acera de una ciudad sin aceras forma parte de la leyenda de ese Hollywood hasta ayer ensimismado y que hoy, en su apertura a nuevos horizontes, se enfrenta a una incierta nueva vida.
Babelia
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