Del cepillo de bigote de Hitler al tanque Tigre: cien objetos para explicar el III Reich
El historiador Roger Moorhouse selecciona en un libro los elementos más representativos de la Alemania nazi a fin de contar su historia
¿Qué cien objetos representan mejor lo que fue el III Reich hitleriano? Parece uno de esos juegos (si se puede considerar lúdico algo relacionado con el nazismo) que consisten en confeccionar listas frívolas de casi cualquier cosa. Pero en este caso se trata de una cuestión completamente seria y la respuesta -los cien objetos- la ofrece un libro magníficamente documentado, muy ameno y revelador, obra de un bien conocido historiador especializado en la historia moderna de Alemania. El británico Roger Moorhouse, autor de obras como Matar a Hitler (publicado por Debate), Berlin at war o The devil’s Alliance, Hitler’s pact with Stalin 1939-1941, selecciona en The Third Reich in 100 objets, a material history of nazi German (Greenhill Books) cien objetos icónicos del régimen nazi, y lo hace con un rigor y una precisión asombrosos, y al servicio de una cierta narratividad. Están todos los que uno puede imaginar y bastantes más, todos, hay que convenir, bastante indiscutibles. En el recorrido que hace por ellos, explicándolos, a lo largo de 250 páginas, el autor desgrana la historia completa de la Alemania de Hitler. Cada elemento está ilustrado con fotografías y da pie a un texto con cantidad de información histórica.
El volumen, que dedica entre dos y tres páginas a cada objeto y cuenta con prólogo del gran historiador Richard Overy (otra garantía), arranca con una caja de acuarelas de Hitler y se cierra con la cápsula del veneno con que se suicidó Hermann Goering en Núremberg. En medio, iconos del III Reich como la tristemente célebre estrella amarilla que se impuso a los judíos, la placa de identificación de la Gestapo, o medallas como la Cruz de Hierro, por supuesto, ese gran símbolo que, parafraseando al buen sargento Steiner, de Peckinpah, crecía en los lugares más peligrosos del Frente del Este, y la Mutterkreuz, que premiaba a las buenas madres alemanas (en bronce, plata y oro, según tuvieran cuatro, seis u ocho o más hijos) y que fue popularmente conocida, por lo bajito, como la Kaninchenorden, la Orden de la Coneja.
Mucha memorabilia nazi en la lista, como es natural, pero no de exhibición gratuita sino consagrada a explicar la historia y las raíces ideológicas y simbólicas del régimen. El brazalete del Leibstandarte Adolf Hitler; la Bandera de Sangre, empapada en la de los mártires del golpe de Múnich de 1923 y que, se explica en el libro, siempre enarbolaba el mismo tipo, un enorme SS llamado Jakob Grimminger (Hitler ungía las nuevas banderas y estandartes tocándolos con esta primigenia Blutfahne); el águila nazi, ilustrada con el impresionante ejemplar de aleación de cobre de la Cancillería que se exhibe en el Imperial War Museum de Londres y en cuyos agujeros de bala, recuerdo de la caída de Berlín, yo mismo he metido los dedos como un santo Tomás de lo militar; el carnet de Hitler del Partido de los Trabajadores Alemanes (DAP), firmado por Anton Drexler y con el número inflado 555 (¡casi 666!), que en realidad correspondía al 55; un ejemplar del Mein Kampf o la insignia de oro del partido nazi (la número 1 es la que usaba Hitler y la única condecoración que portaba junto a su Cruz de Hierro de primera clase y el emblema de herido de guerra); Moorhouse explica que el Führer se la regaló a Magda Goebbels antes de suicidarse en el búnker de la Cancillería -ella no la aprovechó mucho- y sigue la pista de la insignia hasta su robo en 2005 en Moscú, donde había recalado tras la guerra. También está la limusina Mercedes-Benz de Hitler (“los mejores momentos de mi vida los he pasado en coche”, decía).
El libro recoge patrimonio nazi no solo material sino inmaterial, como el saludo brazo en alto o el himno Host Wessel. Y desde objetos pequeñitos como un pote de tabletas de anfetamina Pervitin, el speed de la Wehrmacht en la guerra relámpago, o un estuche de barra de labios de Eva Braun regalo de Hitler y que sirve para explicar la extraña condición de la primera dama nazi y su personalidad, hasta elementos arquitectónicos y edificios enteros: la infame villa de Wansee, donde se pusieron las bases administrativas del Holocausto, el estadio olímpico de Berlín, el letrero de “Arbeit macht frei” de la entrada de Auschwitz, o la puerta de la muerte de Birkenau por donde pasaban los trenes camino al exterminio.
Por supuesto la lista incluye la máquina de codificar Enigma, la caja metálica cilíndrica para máscara de gas que es quizá el objeto más icónico del soldado alemán de la II Guerra Mundial (y que se usaba para llevar raciones de campaña), el casco de acero (con una interesante entrada sobre los cambios en su diseño) y la daga de las SA. También una primera página del infame diario Der Stürmer. Entre lo más curioso, el cepillo para bigote de Hitler, una entrada en la que se recuerda como hubo algunos de sus partidarios que le recomendaron no lucir tan pequeño ornamento capilar, por risible, e incluso dejarse una buena barba.
En la selección, el reactor Me-262, la gorra del Afrika Korps, el anticarro Panzerfaust y la hélice del crucero 'Prinz Eugen'
La parafernalia bélica está muy representada: el Stuka, el submarino, especialmente el modelo tipo VII - el 70 % de la flota-, que hundió más barcos que ningún otro y que mandaron comandantes como Prien o Kretschmer; la pistola Luger, tan codiciada como souvenir por los soldados estadounidenses; el cañón de 88 milímetros, la granada de palo, el tanque Tigre, un carro estupendo -que le pregunten al Brad Pitt de Fury-, pero del que solo se fabricaron 1.350 unidades, mientras que del T-34 se hicieron 60.000 y del Sherman, 50.000; el Junkers Ju 52, Tante Ju, que compite con el Stuka por la consideración del avión más icónico del III Reich; el Messerschmitt Bf-109 (otro candidato), las V-1 y V-2, y la metralleta MP-40 (Moorhouse señala que, pese a los filmes de Hollywood, no era tan omnipresente en el ejército alemán y que el popular nombre de Schmeisser es una denominación errónea de los aliados). Alguien echara a faltar la motocicleta de orugas Kettenkrad.
Figuran en la lista elementos de vestuario, como las botas militares de marcha, a juego con el paso de la oca, el uniforme de las Juventudes Hitlerianas o la gorra de diario del Áfrika Korps (Afrikamütze). Muy acertada la inclusión de las camisolas de camuflaje de las Waffen SS, recordando que las tropas de élite del ejército alemán fueron pioneras en tomarse muy en serio la ropa de camuflaje que reducía, se calculaba, las bajas en un 15 %, y que luego todos los ejércitos modernos han copiado. Moorhouse explica que en la II Guerra Mundial los estadounidenses eran reacios a usarla porque les recordaba demasiado, precisamente, a la de las despiadadas unidades de combate de las SS, y no querían llevar nada parecido.
Entre los objetos más terribles, una lata Zyklon-B, el gas usado en las cámaras de Auschwitz y Birkenau, y la cama metálica de un asilo psiquiátrico alemán, reminiscencia del programa T4 de eutanasia eugenésica nazi. Entre los más emotivos, el certificado de matrícula universitaria de Sophie Scholl, la líder del movimiento antinazi la Rosa Blanca. Cosas inesperadas también, como las autopistas o el Volkswagen escarabajo. Y elementos muy específicos que muestran como afina el autor: la gorguera de la Feldgendarmerie (la policía militar, a la que se denominaba, aunque nunca en su cara, Kettenhunde, “perros encadenados”), el bastón de almirante de Doenitz, el caza a reacción Me-262, el arma contracarro unipersonal Panzerfaust, el tanque miniatura Goliath, empleado por Otto Skorzeny en Budapest, la hélice del Prinz Eugen -el buque compañero del Bismarck y que acabó radioactivo al usarlo los EE UU en pruebas nucleares tras la guerra-, las latas de combustible copiadas por todos los ejércitos (las famosas jerrycans), o la Leica de Heinrich Hoffmann, el hombre encargado de la imagen oficial de Hitler.
Como historiador británico, Roger Moorhouse no podía evitar, pese a lo terrible del asunto, un detalle de humor: con el número 72 figuran en la selección los calzoncillos largos de Rudolf Hess, confiscados después de su vuelo a Gran Bretaña y que el autor señala que no eran de gran calidad.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.