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IDA Y VUELTA
Columna
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Del 11-S al Covid-19: testimonios del tiempo

Ni la investigación histórica más rigurosa puede captar esa tonalidad específica del tiempo vivido y observado en presente

Antonio Muñoz Molina
Una mujer mira a las Torres Gemelas el 11-S en Nueva York.
Una mujer mira a las Torres Gemelas el 11-S en Nueva York.SPENCER PLATT (GETTY IMAGES)

El desasosiego de los días me hace echarme a la calle y pasar horas caminando. Voy a paso muy rápido, casi siempre en una dirección determinada, el lugar donde he quedado con alguien o donde tengo que hacer algo, y a donde tal vez, en otras circunstancias, iría en metro o en autobús. He ido en taxi a un encuentro con lectores ciegos porque me he distraído y se me hacía tarde, pero al terminar he vuelto a casa dando un paseo, aunque estaba muy lejos, más de siete kilómetros según el medidor de pasos de mi teléfono.

Estos ciegos con los que voy a encontrarme han formado un club fervoroso de lectura que se reúne una vez al mes en una sala de un restaurante, por las lejanías corporativas y en otro tiempo futuristas del norte de Madrid. Antes leían los libros en Braille y ahora los escuchan en grabaciones de muy alta calidad que les facilita la ONCE. El momento de los saludos es algo incierto porque a la precaución sanitaria de no tocar se contrapone la necesaria cercanía del tacto. Alrededor de una mesa como de banquete se van congregando los lectores al mismo tiempo que debajo de ella se acomodan perros guía de gran docilidad. La simultaneidad de tantas presencias tan extraordinariamente alertas al sonido y al valor de las palabras crea una especie de campo magnético de la literatura. “Nosotros vemos el mundo a través de las palabras”, me dicen.

El mundo exterior que casi todos damos por supuesto, es una construcción frágil que el cerebro urde a partir de las percepciones de los sentidos

La sala está en un sótano y eso acentúa el sentimiento de inmersión. El mundo exterior de la agitación diurna y de la primacía visual queda lejos. Estamos conversando sobre una novela que he escrito yo, pero ahora la descubro a través de estos lectores de atención infalible que tienen una capacidad particular para apreciar en el relato indicios sensoriales que no son los de la vista. En el título de la novela reconocen una percepción puramente auditiva: el sonido de unos pasos en una escalera. Me hablan de toda la información que pueden transmitir los pasos de alguien, tan singulares y tan reveladores como una voz. Dicen que hay libros más valiosos para ellos porque están llenos de alusiones a todo lo que no pertenece al reino de la vista: los sonidos, los olores, la textura de las cosas, la cercanía de los cuerpos, los sabores. En ese libro yo quería contar algo que había aprendido de mis amigos investigadores de neurociencia, que la realidad, el mundo exterior que casi todos damos por supuesto, es una construcción aproximada y muy frágil que el cerebro urde a partir de las percepciones de los sentidos, y que basta cualquier mínima alteración, cualquier peculiaridad en el equipaje cognitivo, para que ese mundo que parecía tan firme se desmorone o cobre otro aspecto inusitado. En esa sala, en el club de lectura, mi novela eran palabras que suscitaban imágenes despojadas de connotaciones visuales: ciudades hechas de pasos, voces, ruidos de tráfico, resonancias que delimitan espacios, olores de mar, de río, de comida, presencias exactas sugeridas tal vez por el olor de una colonia y el ritmo y la fuerza de unos tacones sobre el pavimento.

La incertidumbre de los tiempos se filtraba en la conversación, en las lecturas. La sensación de que cualquier cosa inaudita puede suceder en cualquier momento, de que el tejido complicado y cotidiano de la realidad es tan frágil como las construcciones imaginativas del cerebro, hizo inevitable el recuerdo del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, que está muy presente para mí estos días. Entonces lo conté en primera persona en el periódico al mismo tiempo que lo vivía. El tiempo actúa como una compostadora de los materiales de la memoria: los va mezclando y removiendo y sometiéndolos a las modificaciones parciales del olvido y los deja preparados para que se conviertan en el suelo fértil de la ficción. Una lectora alza la cara en dirección a mí y me pregunta cuál es el papel del tiempo en la escritura: le contesto que es justo el tiempo el que ha hecho que lo vivido entonces por mí se convierta en el germen y la materia de lo que muchos años después he imaginado, vidas de personajes de ficción que experimentan de otro modo aquella incertidumbre, aquel miedo, aquella incapacidad de aceptar como real lo que teníamos delante de los ojos, pero percibíamos también a través de otros sentidos. Mi recuerdo más poderoso del 11 de septiembre en Nueva York no es visual, sino olfativo, y casi del paladar también: un olor a ceniza mojada y a materia orgánica podrida que se notaba en las aletas de la nariz y en el cielo de la boca.

Lo trivial, lo accidental, lo mínimo, solo dejan rastro en el recuerdo de los testigos.

Entonces salíamos a la ciudad con la intención de ver, de oír, de captar con la máxima precisión todo lo que nos fuera posible, la textura propia de esos momentos. La observación es un deber de ciudadanía. Hay que fijarse muy bien en las cosas de las que somos testigos para poder contarlas tal como fueron a los que están lejos y a los que vengan después. Ni la investigación histórica más rigurosa puede captar esa tonalidad específica del tiempo vivido y observado en presente. Como un novelista policíaco, el historiador conoce el desenlace, y organiza su relato en dirección a él. El que observa en presente ve con igual intensidad lo que después se sabrá que era trivial y lo que era significativo. Pero justo en lo trivial suele residir misteriosamente el sentido del tiempo. Lo trivial, lo accidental, lo mínimo, solo dejan rastro en el recuerdo de los testigos.

Así que me despido de mis amigos ciegos y hago mi travesía caminada de la ciudad a la hora en que ya han cerrado las tiendas y las oficinas y la gente vuelve a casa, va hacia el metro, entra en los bares para las primeras cervezas de la noche. Una enorme luna llena recién emergida ocupa entero el fondo a oscuras de la calle Ayala. Una señora sale de un supermercado con un carrito del que se desborda una montaña de papel higiénico. En dos esquinas sucesivas del barrio están echados los cierres y apagadas las luces de dos tiendas chinas que no cerraban nunca. Hay zonas de silencio sin tráfico y de soledad, como en aquel septiembre, y hay otras, terrazas de bares, paradas de autobús, en las que, también como entonces, la normalidad parece intacta. Nadie sabe cómo recordaremos estos días dentro de unos pocos años. 

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