Cosmopolitas sin salir de casa
Nos creíamos ciudadanos del mundo pero la pandemia ha cerrado las fronteras. Varios libros revisan un ideal cultivado por pensadores como Leibniz y Hume y pervertido por otros como Kant, Nietzsche y Heidegger
El intelectual contradice a otras personas, el sabio se contradice a sí mismo. Esta variación sobre una máxima de Oscar Wilde se puede aplicar al cosmopolita. El cosmopolita de algún modo insiste en el hábito de contradecir su identidad nacional. Alguien dijo que quien no conoce una lengua extranjera no conoce la suya propia. Salir permite ver las cosas desde fuera. En mi primera estancia en India no dejé de pensar en la impronta del cristianismo en el pensamiento europeo (marxismo y positivismo). Nunca me había encontrado fuera de esa esfera de influencia y el desplazamiento me permitió ver nuestra civilización (ese cruce de helenismo y judaísmo) desde fuera. Desde entonces he vivido en Asia, América y Europa, y pasado largas temporadas en África. En todas partes he visto (además de caravanas de tristeza) cosmopolitas genuinos e impostados.
El cosmopolitismo bien entendido fue el de los cínicos, la secta del perro, que se reían de los deseos del hombre común e iban desnudos de prejuicios por la vida. El espurio fue el de los ilustrados, cuyo epítome es Kant. Desgraciadamente, hoy predomina el segundo. Se dice que Diógenes inventó el término. Cuando le preguntaron de dónde procedía respondió: “Soy ciudadano del cosmos” (kosmo-politês). No dijo del planeta o de esta clase social, dijo del cosmos, que para él, como para los antiguos, era complejo y tenía diversos planos de existencia que podían visitarse en sueños o meditación.
Pero Diógenes no anticipó la globalización, la anticiparon ilustrados que apenas salieron de sus salones. Esa actitud de los cínicos la compartieron los estoicos. Zenón el chipriota, su fundador, dejó dicho: “Consideramos a todos los hombres conciudadanos y connacionales”. El cosmopolitismo nacía como vacuna contra el nacionalismo y con vocación errante: la patria en las sandalias. Con el tiempo, la Ilustración lo confundiría con el universalismo y ese momento se desvirtuó. Puso en marcha la aspiración a una lengua universal (las matemáticas, el inglés científico) en la que el significado no dependiera de los rasgos constitutivos de una cultura particular, sino que fuera algo común a todas ellas. Esa fue y continúa siendo la obsesión recurrente de las culturas dominantes, que tienden a imponer sus significados más allá de sus propias fronteras, hasta extenderlos, si fuera posible, a toda la humanidad. Como si el sentido estuviese poseído de una ansiedad que le llevara a sobrepasar sus propios límites. Los cínicos de la secta del perro llevaban una vida errante precisamente para huir de esas ambiciones imperiales. Pero todo se hizo con la mejor intención. Como si estuviera amenazado por una pandemia, Kant abrió el paso hacia una legislación universal y un destino común para el género humano. Pero la supuesta “paz perpetua” escondía la imposición de modelos y la dominación del estado fuerte sobre el débil. Fue el pistoletazo de salida hacia la globalización, que bajo la máscara de la tolerancia, propaga una única moneda, una sola lengua y un único modo de vida (casualmente los del imperio). El enemigo del cosmopolita es el costumbrista puritano. Kant, en cierto sentido, lo fue. Se crio en un gremio de artesanos y apenas salió de Königsberg. Reunía todas las condiciones para el delirio ilustrado.
La moral y las costumbres burguesas arruinan el goce del cosmopolita, cuya prerrogativa es la distancia, no escandalizarse por nada, ponerse en la piel del otro y reírse tanto de la costumbre propia como de la ajena. Algunos ingenuos (o perversos, según se mire) siguen soñando con ese estado que abarque a todo el género humano, sin saber que proyectan la peor pesadilla. Su camino al infierno está lleno de buenas intenciones. El averno se erige cuando el espíritu cosmopolita deviene en ideología. Considerar que todos los humanos están bajo los mismos estándares morales, no solo es peligroso sino profundamente injusto con la historia y la cultura de los pueblos. Sea cual sea la verdad, las diversas épocas y lugares la presentan mediante símbolos vividos. La verdad (y el vértigo) del cosmopolita exige la fidelidad a todas esas vidas, antiguas y modernas. Esos símbolos dirigen la mente hacia algo que los trasciende. Si ese algo existe o está vacío no importa, lo que importa es la vida de esos pueblos y esos individuos.
El sueño de Kant, paradójicamente, hace imposible la vida cosmopolita. Anula la sorpresa y el asombro ante las extravagancias del género humano. Esa vida poco tiene que ver con la depredación turística que codicia visitar el mayor número de países posibles para engalanarse en futuras tertulias. Se puede ser cosmopolita sin salir de la biblioteca (Borges lo fue) y provinciano sin dejar de viajar. El espíritu del cosmopolita se encuentra regido por la hospitalidad y el riesgo. Conoce el vértigo antropológico, se queda a vivir entre los lugareños y trata de entenderlos. Acoger al otro, con su forma de vida extraña e incompatible con la nuestra, en el entendimiento, puede conducir, si se profundiza en ello, a la enajenación. La tierra se mueve bajo los pies y se quiebran los supuestos asumidos durante toda una vida, desatando el vértigo antropológico. Pero a esos riesgos se suman algunos placeres. Uno de ellos consiste en recrearse en formas de vida que resultan disparatadas o extravagantes, pero que los locales ven como lo más natural del mundo. El cosmopolita no aspira a reducir el genio de la cultura extranjera al de la suya propia, sino que se recrea en la diversidad. Cuando la conmoción no es grande, esa extrañeza suscita la sonrisa irónica y la investigación. Si el cosmopolita no investiga, deriva en esnob, es decir, en cosmopolita cateto, que imita una distinción que no tiene y se siente en el centro del mundo solo por residir en Nueva York.
Hubo una Ilustración que no se limitó a los salones. Una Ilustración que hemos perdido y que solo ha sido parcialmente recuperada por la tradición antropológica. Hume y Leibniz, que eran de provincias, fueron dos grandes cosmopolitas. Ambos se enamoraron de París, la ciudad más seductora y cosmopolita. Spinoza, que nació en Ámsterdam (una nación de navegantes y mercaderes), apenas se movió en sesenta kilómetros a la redonda, pero supo salir de su salón, que en su caso fue la sinagoga. Heidegger es un buen ejemplo cosmopolita impostado y provinciano, encantado de haberse conocido en su Selva Negra. Nietzsche viajó por el sur de Europa, pero fue demasiado huraño para ser cosmopolita. Prefería, como Heráclito, los refugios y las cuevas a las bulliciosas calles de ciudades extrañas.
A pesar del profuso tráfico aéreo y de datos de hoy, la Antigüedad fue una época más cosmopolita que la nuestra. El cristianismo primitivo, surgido entre pobres e insurgentes, tuvo una vocación cosmopolita, auspiciada por el genio y la locura de Pablo de Tarso. Gentil entre los judíos y judío entre los romanos, insistía en la hermandad del género humano y en la pertenencia al mundo como ciudadanos del mundo. Buda renunció a que sus enseñanzas fueran custodiadas en sánscrito, la lengua sagrada de su época (como hoy lo es el inglés científico) y permitió que su mensaje se desvirtuara mediante la traducción a lenguas locales, algunas primitivas. Dejó que su enseñanza asumiera el genio de otras lenguas. Una de las filosofías más cosmopolitas que he conocido pertenece a unos ascetas severos de la India antigua, los jainistas. Estos apóstoles de la no violencia sostenían que la verdad nunca estaba en un solo lado y que toda filosofía tenía su verdad. Se prohibían a sí mismos detenerse más de tres días en una misma aldea para no acomodarse a sus costumbres. Por supuesto, se trata de una exageración. Salir continuamente de lo cotidiano resulta agotador, pero agudiza la percepción. Uno de los mejores ejemplos de cosmopolita genuino fue un paisano del Ampurdán. Lo que más le gustaba a Josep Pla al llegar a una nueva ciudad era salir a caminar (sin mapas ni guías), para observar las caras de los transeúntes. El genio cosmopolita intuye la naturaleza errante de la condición humana y, a pesar del vértigo, se anima a transitar por sus diversas pieles.
Juan Arnau es filósofo. Su último libro es Historia de la imaginación (Espasa).
LECTURAS
La tradición cosmopolita. Un noble e imperfecto ideal. Martha Nussbaum. Paidós
Los europeos. Tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita. Orlando Figes. Taurus
El cosmopolitismo y las geografías de la libertad. David Harvey. Akal
El vértigo de Babel. Cosmopolitismo o globalización. Pascal Bruckner. Acantilado
El naufragio de las civilizaciones. Amin Maalouf. Alianza
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