Recordando a Walter Benjamin
El filósofo alemán, de cuya muerte se cumplen ahora 80 años, congelaba con su mirada las cosas para descubrir en ellas una especie de interioridad oculta
A veces una época marca con su sello a aquellos que se adelantaron a su tiempo, haciendo de su vida el experimento en el que teórica o prácticamente se dan cita las tensiones, los límites, las esperanzas que la atraviesan. Pocas historias como la de Walter Benjamin podrían reconocerse de esta generosidad y de esta tragedia. Del 15 de julio de 1892, fecha de su nacimiento en Berlín, al 26 de septiembre de 1940, cuando decide terminar con sus días en una fonda de Portbou huyendo de los grilletes hitlerianos —celebramos ahora el 80º aniversario—, transcurre un tiempo marcado por una peregrinación, cuyos márgenes coinciden con los de una época.
Pocos autores han concitado más fidelidades y pasión. Su presencia recorre por igual filosofía y literatura, crítica y teoría del arte, política y teología. Bajo su mirada se transforma todo, mostrándose en su tensión abismal, dándonos aquellas relaciones, afinidades secretas que constituyen el verdadero orden de los acontecimientos. Surgen así insospechados mapas imaginarios, sobre los que se aplica aquella mirada penetrante, acompañada siempre de un infatigable dominio y pericia, propios de un refinado literato. Qué otra cosa si no ocurre con las lucidísimas páginas sobre el drama barroco, los laberintos indescifrables de su Passagen-Werk o sus glosas sobre Kafka. Y acaso no es su vida una especie de extravío que va de su infancia berlinesa al París de sus últimos años, extravío que, según confiesa, coincide con la realización de sus sueños, cuyas primeras huellas fueron los laberintos marcados en los secantes de sus libros de ejercicios.
Para Benjamin, las relaciones que establece entre los lugares que recorre (ciudades, calles, pasajes, libros y hombres) y su obra no podrán jamás escapar a este doble destino de evidencia y enigma. Para él, entre el Berlín de la infancia y el París baudeleriano discurrirá un único camino en el que se fueron articulando los recuerdos y emergiendo una única ciudad de la memoria o del secreto, una ciudad —no acaso París, la “capital del siglo XIX”, era ya la metáfora del mundo— que representará todas las formas de vida, todas las formas de la memoria.
Quizá sea por eso por lo que Benjamin se reconozca ante todo como un extravagante por definición, por elección y por destino, siempre en los márgenes, siempre en las fronteras de los territorios “canónicos y por lo tanto ineficaces” de la literatura. Al igual que Baudelaire, del que se sentía tan próximo, Benjamin se reconoce privado de patria, situación que consideraba propia de las generaciones modernas, y que le permitía aventurarse por caminos hechos de recuerdos, de visiones, unidas apenas por planimetrías que el corazón inventaba. No de otra forma podría vivir si no fuera desde una especie de religión du voyage, que ciertamente le viene de lejos, pero que en él representa una revitalización incesante y personalísima de sus propias ideas.
Es desde esta experiencia de lo otro desde donde se organiza esa mirada que alguien ha reconocido como medúsica, inquietante, saturniana, capaz de congelar las cosas para después descubrir en ellas una especie de interioridad oculta, un ritmo que no es otro que el del corazón de la historia. Es la aventura de quien piensa que un doble deseo domina la experiencia de la humanidad: hacer transparente el mundo y plausible la proustiana promesse de bonheur, esa forma de la felicidad que da motivos a la esperanza y a la acción, al tiempo que dignifica el mundo. Junto a esta seguridad, otra certeza: ni la transparencia del mundo es algo que acompaña a la experiencia de la razón humana, ni la promesa de felicidad deja de ser ese horizonte perdido en el que renace el mito. Experiencia y mito se constituyen así en el eje articulador de la nueva perspectiva crítica que anima y atrae el proyecto benjaminiano.
Pensar el mito que habitamos, describir sus estrategias narrativas, la lógica de sus formas de representación, es el objeto de la crítica. Contra toda tentación de positivización de los lenguajes artísticos, las formas del arte y de la cultura aparecen ahora en su más radical tensión, inscritas en aquella experiencia previa que las anima y que debe entenderse como la experiencia de un límite, iluminado ahora desde la verdad del mito. Desde El origen del drama barroco alemán hasta los ensayos sobre Proust, Kafka o Karl Kraus, se desarrolla un detenidísimo, paciente, microscópico análisis de aquellas formas de la cultura, tras las que aletea una especie de historia natural del hombre moderno, cuya dimensión queda cifrada, sea en la alegoría barroca, sea en la mágica fantasmagoría del intérieur burgués. No se trata de reconstruir una historia, atentos e interesados de poseer su verdad, sino que lo importante es mostrar aquellos procedimientos con los que se explicitan las formas de la experiencia moderna, la historia de su acontecer, entendido, dice Benjamin, en su verse expuesto al tiempo como forma de la más radical de las pobrezas, tan cercana a nuestra incierta existencia contemporánea.
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