Cómo sobrevive un tranquilo pueblo gallego a la invasión de 140.000 ‘metaleros’
El Resurrection Fest celebra durante cinco días su edición más ambiciosa y convoca a una marea de visitantes dispuestos a viajar hasta Viveiro, un rincón de la región de difícil acceso
“¡Carmucha, no te enteras de nada!”. Y, efectivamente, Carmucha no se percata de que una señora bajita, vestida con un mandil de cuadros y unas zapatillas de casa, la llama a gritos desde un balcón cercano, seguramente para nada, solo por el placer de saludarla. Se está subiendo a un taxi con la dificultad que entraña cualquier movimiento a partir de una cierta edad, enredada en sus pensamientos, pero termina por levantar la cabeza y devolver el saludo sin mucho entusiasmo. “¡Hay mucho ruido aquí, no te sentía!”, responde con medio cuerpo colgando del vehículo. “¡Qué ruido ni ruido, mujer: esto es gloria!”, concluye la otra. El ruido al que ambas se refieren no es otro que el ambiente festivo de una plaza abarrotada de jóvenes —y no tan jóvenes— metaleros que se amontonan alrededor del restaurante El Muro, con las mesas llenas de cervezas, pizzas con pulpo y vasos de licor café: la santísima trinidad del menú festivalero en Viveiro.
Este año, calcula la organización, el Resurrection Fest que se celebra en esta esquina de Galicia recibirá a más de 140.000 visitantes venidos de hasta 40 países diferentes, aunque españoles y portugueses se llevan la palma por razones más que obvias. Las limitaciones pandémicas ya son cosa del pasado y el certamen ha decidido tirar la casa por la ventana para que esta edición resulte la más memorable: cinco días con sus cinco noches y más de 120 bandas repartidas por los tres escenarios del recinto.
En el hotel Boa Vista, un mirador magnífico desde el que admirar la belleza del municipio, se aloja una pandilla de andaluces que tiran de guasa para llamar la atención del camarero y reclamar su trofeo: unos chipirones frescos del día con sus correspondientes cachelos. Todavía se les encienden los ojos al recordar el espectáculo que el pasado jueves ofrecieron la leyenda Rob Halford y los Judas Priest. “Ese es hombre es más viejo que mi padre y está más en forma que yo cuando jugaba al futbito, niño”, dice uno de ellos, vestido para la tercera jornada con una camiseta de Metallica que, indiscutiblemente, se sigue llevando el primer premio en la liga de las fidelidades y las tendencias.
Viveiro es un lugar de contrastes que se acrecientan durante estos días. La gente pasea con prisas y se sienta a charlar con las amigas, o con los amigos, todavía con más prisas: una actitud muy gallega por cuanto tiene de contradictoria y habitual. En la alameda de Covas, tomada desde el fin de semana pasado por las tiendas de campaña, los tendales improvisados y los sonidos guturales, dos amigas pasean de ganchete señalando aquí y allí, visiblemente divertidas con la naturaleza del espectáculo. Llevan la mascarilla sanitaria en la mano, por si acaso, y se paran de cuando en vez a mirar el mar, que uno imagina como la única constante inamovible de sus vidas. Por el paseo marítimo, una mujer de unos 40 años trota ajena a cuanto la rodea, enfrascada en el ritmo y las pulsaciones, algo que también encaja con el espíritu que todo lo envuelve cuando el Resurrection Fest abre sus puertas al mundo.
Y eso que, para llegar hasta aquí, hace falta mucha devoción. La zona de A Mariña Lucense no es el lugar más accesible del mundo, ni siquiera de Galicia. Cualquier desplazamiento, ya sea por carretera o en tren, exige altos niveles de paciencia, una correcta hidratación y buena compañía, al menos dentro de lo posible. La llegada del AVE ha traído consigo una tremenda paradoja: algunos lugares de la comunidad están más desconectados que nunca, con el servicio de cercanías bajo mínimos y las carreteras absorbiendo una cantidad de vehículos para las que no están preparadas (nunca lo estuvieron), mientras las distintas administraciones siguen invirtiendo en el terreno de las promesas que nunca terminan de concretarse. “Cualquier otro pueblo de España con esta actividad pesquera tendría una autovía, ya no digo una autopista, pero aquí estamos como estamos”, se lamenta un vecino de Celeiro que alquila la planta baja de su casa estos cinco días. “Esto es ganancia para todos, hombre… ¿Qué mal va a tener?”, contesta cuando se le pregunta por las molestias que pudiera ocasionar la celebración del festival.
A Esteban Girón, jefe de prensa del certamen y guitarrista de Toundra, se le ve feliz con el discurrir del evento. Hay más gente que nunca después de dos años complicados por culpa de la pandemia, todo está saliendo a pedir de boca, y en septiembre pasará por el altar junto a Alejandra, su novia. Solo una noticia inesperada interrumpe su felicidad: por problemas de los que prefiere no hablar, la actuación de Korn se adelanta el domingo a las cuatro y cuarto de la tarde. No debe de haber mucho festival en el que los cabeza de cartel abran las hostilidades, pero también en eso es peculiar el Resurrection, capaz de transformar una villa como Viveiro y al mismo tiempo ser capaz de adaptarse a los vaivenes de estrellas.
La actuación de Halford y los Judas Priest, eso sí, fue un puñetazo encima de la mesa sin paliativos: “Aquí estoy yo, nunca me he ido”. Hay una canción muy conocida en la cultura popular gallega que dice así: “Catro vellos mariñeiros, todos metidos nun bote. Boga, boga, mariñeiro, vamos para Viveiro, xa se ve San Roque”. Pues ese San Roque figurado, ese santo milagroso que da nombre a tantísimos pueblos en casi cualquier lugar del planeta, bien podría ser Halford sacando su voz incorrupta a pasear en la noche de Viveiro. La historia le reserva un trono en la sala de los más grandes, pero, al menos de momento, él parece conformase con poner en pie una y otra vez al reino de los vivos.
Antes, en otra de las grandes citas del día, Sepultura demostró que las grandes bandas van más allá de una foto de familia, aunque la ausencia de algún miembro original sobre el escenario despertase la crítica de algunos fanáticos. “Muy guapo el tributo a Sepultura”, bromea Iván, un malagueño que disfruta del clima de Viveiro casi tanto como de los grandes conciertos del Resurrection. “Que les pongan otra erre y los llamen Sepulturra”, lo secunda su amigo Miguel en la guasa. A su alrededor ríe la gente, otra muestra más del buen ambiente y el sentido comunal que caracteriza a los seguidores del metal en cualquiera de sus muchas vertientes. “Desde que se empezó a organizar esto no recuerdo ningún incidente”, explica uno de los policías locales que vigilan la entrada. “Alguno se emborracha más de la cuenta, alguno orina donde no debe… Pero, por lo general, la gente se comporta fenómeno. Nunca dan grandes problemas, esa es la verdad”.
Un pequeño camión de reparto de pescado se cruza con la lujosa furgoneta que transporta a alguna de las bandas hacia el hotel. En la pared, junto a la carretera, una pintada del nacionalismo gallego pide que la ría no se convierta en un vertedero. Más adelante hay otra, un viejo anuncio de una tienda de deportes llamada Don Balón, posiblemente igual de desaparecida que la famosa revista. Todos los pueblos y ciudades tienen localizaciones así, vestigios de otro tiempo que se mantienen intactos porque nadie siente la determinación de borrarlos. Dentro de muchos años, cuando no quede nadie para recordar lo que sucedió este año en Viveiro, quizás haya que buscar la huella del Resurrection Fest en una de esas pintadas que los jóvenes enamorados improvisan en las paredes del puerto. “Rosa y Toni y Resurrection”, reza una de ellas. “¿A qué hora abres el lunes?”, pregunta un viandante al dueño de uno de los bares de Celeiro. Y este le contesta: “A la de siempre”.
Babelia
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