La obra de arte en la era holográfica
Hay una teoría según la cual nuestro universo podría ser un vasto y complejo holograma. De confirmarse esto, algo cambiaría. De hecho, ya lo está haciendo
Hay una teoría según la cual nuestro universo podría ser un vasto y complejo holograma. De confirmarse esto, algo cambiaría. De hecho, ya lo está haciendo. Ayer, un amigo americano que visitaba el castillo de Rívoli —desde hace años Museo de Arte Contemporáneo de Turín—, vivió una experiencia relacionada con tal teoría. Y el correo electrónico que envió me dejó literalmente electrizado. Lo mandó desde la excelsa Manga Larga, la reina de las secciones del Museo, un espacio en el que durante siglos estuvo la pinacoteca de arte clásico de los Saboya y donde estos días se concentra el núcleo más explosivo de la exposición vanguardista Espressioni con frazioni, una muestra que parece ir más allá del arte contemporáneo.
Y tan más allá. El amigo americano suele ir todos los años al Castillo de Rivoli porque le divierte, dice, registrar el contraste entre los medievales muros y el brillo de lo nuevo; en el fondo, el contraste entre el arte clásico y el contemporáneo. Pero ayer su sorpresa fue mayúscula al ver que la tantas veces cansina dicotomía se había desplazado hacia un territorio inesperado: como si lo clásico y lo contemporáneo se hubieran aliado de tal forma que hubieran conseguido borrar del mapa su reiterativa confrontación, y de pronto la oponente de esa alianza pareciera ser, por conectarla con Walter Benjamin, la obra de arte en la época de su reproductibilidad holográfica.
La sorpresa mayúscula le esperaba a mi amigo en forma de escultura andante, Human One, obra de Beeple (seudónimo de Mike Winkelmann), una escultura de dudosa estética que caminaba frente a un imponente retrato inmóvil pintado por Bacon. Le cedo a mi amigo la palabra: “No hace nada, iba por la Manga Larga cuando, en el interior de una caja acristalada, del tamaño de una vieja cabina telefónica, he visto a un hombre con casco y traje plateado de astronauta, que caminaba a cámara lenta mientras la cabina giraba lentamente sobre sí misma. Comprendí que estaba ante el celebérrimo Human One. Y, al acercarme más al caminante del traje plateado he visto, con susto, que la cabina estaba dentro de nuestro mundo, pero el hombre que iba dentro de ella caminaba hacia otro universo. ¿Se puede ir caminando a explorar el Otro Mundo, aquel en el que el arte quizás encuentre nuevos medios y expresiones inéditas?”
Antes de contestarle, espié en mi ordenador cómo, en su imperturbable marcha, el Human One iba dejando atrás infinitas holografías, imágenes de nuestra hiperactiva actualidad renovándose a cada segundo, y siempre con la inamovible pintura de Bacon al fondo.
¿Habría visto en directo mi amigo cómo aquel Human One cruzaba el Gran Umbral y comenzaba a explorar el Otro Mundo? Sentí que me temblaban las manos, quizás por ser humanas, demasiado humanas, como las del doctor Jekyll antes de su brebaje. Y traté de agarrarme a mis últimas creencias en la Tierra —la vieja y noble literatura, en mi caso— y pensé en el no menos noble escritor Nabokov, que un día tuvo un sueño… Pero vi que todo eso, incluido el pobre Nabokov, había quedado atrás.
Babelia
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