Los tabúes que rompe Annie Ernaux
La francesa escribe sobre el cuerpo para contar la fiereza, la curiosidad, la necesidad de una caricia cuando la memoria se pierde y todo el mundo es el enemigo
Hoy me siento agradecida. Por la concesión del premio Nobel a Annie Ernaux. Su escritura coloca en un lugar central una mirada que es a la vez un estilo y una manera de estar en el mundo. Como mujer, muchacha que llega de la periferia, hija de trabajadores, lectora, profesora, escritora que escribe para constatar y entender lo que duele y también cómo hacemos daño. Una mujer, con conciencia de clase, que va demoliendo uno por uno los tabúes de la feminidad como jaula de jilguero. Porque la voz también se enjaula. No la de Annie Ernaux, que escribe sobre el aborto sin ternura ni apología. Sobre el deseo de las mujeres que no tenemos 30 años. Sobre las cajeras de supermercado que serán sustituidas por los lectores de código de barras y la clientela que, en su espejismo de autónoma libertad, lo hace todo con sus manitas. Somos cuerpo, y el narcisismo borgeano de todo lo que pasa me pasa a mí en Ernaux adquiere la tesitura política de que cuando escribo mi cuerpo ―sus procesos, vínculos, mutaciones―; cuando escribo mi cuerpo de mujer a través de precisas palabras propias que no se acomodan a la violencia de un léxico previsible, estoy escribiendo sobre un instante compartido de la historia.
Ernaux escribe sobre el cuerpo para contarnos la fiereza, la curiosidad, la necesidad de una caricia cuando la memoria se pierde y todo el mundo es el enemigo, la caja de música del amor conyugal, las represiones, la sexualidad de la infancia que se va dulcificando dentro del molde de lo que debe ser una mujer. Y esa dulcificación es monstruosa. Porque exige ahormarse al estereotipo. Y el estereotipo daña.
Todo se escribe, todo se documenta porque, si no, es como si no se viviese. Sin embargo, esa exhaustividad y esa necesidad cuajan en un estilo parco. Gillette que corta los muslos de una mujer perfeccionista. A la vez, escribir es mirar y, en el esfuerzo de la mirada, quizá lleguemos a ver. En la bella escritura de Ernaux asoma la sombra cuando nos encontramos en el rostro de la madre, en su fuerza desmedida y en su vulnerabilidad extrema. Entonces llega ese segundo, ajeno a la lógica de la cronología, pero no a la historia ni a la cultura ni a los crueles procesos naturales, en el que las madres se convierten en hijas y las hijas en madres.
En la contorsión, Ernaux delinea, con amante crueldad, los cuidados, el apego, la dependencia y la vejez. Ernaux escribe de cuando llega la noche. De lo que no se quiere mostrar. De esa obscenidad necesaria. De cuando la existencia se reduce a una caricia. Cuerpo. Escribe Ernaux: “Escribir sobre la propia madre plantea a la fuerza el problema de la escritura.” Al final, la obra de Ernaux es una reflexión, no tanto sobre la literatura oficial, como sobre la escritura y sus límites. Aunque en el emborronamiento de sociología, historia, arte y biografía haya un modo de disentir de los géneros canónicos.
La genealogía literaria de Ernaux nos legitima para hablar desde el yo de una mujer con la conciencia inteligente de un arte distinto al de la oficialidad del arte. La prosa de Ernaux transcurre y es irremediable. Nos hace olvidar el estilo y, sin embargo, el estilo es el óvalo que lo enmarca todo. La condición de la existencia. Porque “ver para escribir es ver de otra manera”: el marco para abordar la realidad y quizá transformarla. Esa comprensión de la escritura, que no es mágica sino política, también es un modo de salir de las inercias y transgredir el tabú.
Babelia
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